Capitulo 1
Agosto 24 de 1942
—El próximo miércoles habrá eclipse total lunar— Dijo ella en tono juguetón, —Por favor dime que podré ir a la jornada de observación— Imploró por enésima vez.
Arnold Wohlgeruch estaba recostado contra su mullido sillón club tapizado en espiguilla color caoba, la chimenea chisporroteaba mientras él le daba, la que sospechaba, sería la última bocanada a su pipa aquel día. Y allí estaban de nuevo aquellos enormes ojos grises, pidiéndole con ensoñación, que una vez más le ayudaran a quebrantar las normas sociales.
—Sabes bien que no puedes ir— Habló el señor Wohlgeruch al fin.
Ella suspiró con exagerado dramatismo —Pero tu puedes ayudarme con eso… ¿Verdad papá?—
—Te aprovechas de mi cada día más—
—No es cierto— Rio ella con picardía —Pero esto es de verdad importante para mi—
—Las cosas verdaderamente importantes para ti suelen cambiar cada semana—
—Papi, di que si por favor— Imploró ella una vez más.
Sus bellos ojos le suplicaban con ilusión, Arnold supo que jamás podría negarse ante una petición de su amada hija. Así que como otras tantas veces, cedió.
Ilona era la hija única de Arnold y Sarah Wohlgeruch, emigrantes húngaros, habían llegado a los Estados Unidos a finales del siglo XIX, como muchos otros, en búsqueda de libertad y progreso. Durante años trabajaron arduamente. Los avanzados estudios en economía de Arnold habían rendido frutos, y le permitían gozar de un reconocimiento social apabullante, le habían concedido poder y un importante puesto a la cabeza de la escuela de economía de la Universidad de Chicago. Casi tres décadas después de su llegada a América, el éxito y la libertad añoradas parecían una realidad palpable, sin embargo, su sueño más anhelado, aún sin cumplir, acongojaba su corazón y el de su esposa. Su hogar aún no era bendecido con un heredero.
No obstante, sus oraciones fueron escuchadas y en la primavera de 1919 nació Ilona. Arnold esperaba un varón, que perpetuara su apellido y siguiera al frente de las industrias Wohlgeruch, pero no había sido así. En cambio recibieron en su hogar, a pesar de sus avanzadas edades, una hermosa niña de oscurísimos cabellos y enormes ojos grises.
Habían transcurrido 23 años desde su nacimiento, Ilona no era una mujer convencional, a pesar de haber sido educada para el diligente cumplimiento de las demandas sociales de mediados del siglo XX, su padre le había enseñado todo lo que sabía, la había hecho segura y le había ayudado a crear su propio criterio, a tener una opinión inteligente y analítica sobre todo lo que la rodeaba. Su cercanía a la academia había nutrido su curiosidad. Aprovechándose de la posición de su padre en la Universidad de Chicago, tuvo la oportunidad de acceder a conocimientos, libros y discusiones, con los que las demás mujeres de su época ni siquiera se hubiesen atrevido a soñar.
Aquel mismo verano, luego de que le pidiera con ahínco a su padre dejarla participar en la observación del eclipse, hizo la que sería su petición más exigente. Ilona quería trabajar a su lado en la universidad.
—No debe ser nada importante papá, puedo ser tu secretaria, o de quien sea— Insistió.
—Lía, ya te he dicho que no puedo hacerlo— Le dijo Arnold una vez más masajeando su cuello.
Al final, Ilona lo consiguió y fue nombrada la encargada del departamento de archivo de la escuela de economía, y era feliz, ciertamente lo era, aún sin darse cuenta del caos silencioso que se generaba a su alrededor. Sin embargo, nadie se atrevería a decirle nada al señor Wohlgeruch, y ella les resultaba tan adorable, que ninguno contemplaba en realidad la idea de arruinar su felicidad.
Ilona Wohlgeruch era una mujer de estatura mediana, de curvas fuertemente pronunciadas, su cabello obscuro como el ónix, cada noche luego de soltar su larga trenza, caía en ondulantes movimientos sobre sus caderas. De labios generosos y amplia sonrisa que destacaba por el pequeño defecto de sus caninos superiores que se apretujaban sobre sus incisivos laterales en una sutil y coqueta inclinación. Y eran sobre todo sus enormes ojos grises enmarcados por espesas pestañas negras los que hacían destacar de inmediato.
Ilona había aprendido a lidiar con la atención no deseada y esquivaba con pericia los comentarios malintencionados de hombres y mujeres, al igual que las bochornosas insinuaciones que le eran hechas con frecuencia. De esta manera había obtenido su lugar en la Universidad de Chicago y sentía que, aunque encubierta y subversiva, seguía los pasos de su padre, a quien admiraba más que a nadie y a quien profesaba un amor incondicional; y así, camuflada como archivista se hizo economista, no le importaba que nadie más lo supiera, el reconocimiento que su padre le diera era suficiente, y eso la hacía feliz.
Agosto 25 de 1942
—Esta carta es para ti, no sé como fue a parar a mis documentos— Le dijo su esposa distraídamente mientras le entregaba la misiva y seguía inspeccionando su propia correspondencia.
—Gracias— Le respondió él, interesándose de inmediato en el sello granate y el fénix en relieve bajo el titulo Universidad de Chicago.
Archibald leyó con detenimiento la carta dirigida a él por el decano de la prestigiosa escuela de economía. En ella, el mismísimo Arnold Wohlgeruch lo invitaba a dictar la catedra Parcus, un espacio académico que la universidad reservaba para destacadas personalidades relacionadas con el mundo de las finanzas y la economía en los Estados Unidos. Archie no podía sentirse más honrado, sobre todo porque era la personalidad más joven convocada para ejercerla.
Con la carta, una serie de documentos especificando sus deberes y honorarios, remarcaban la invitación, que por el semestre de otoño se le extendía al remarcable empresario Archibald Cornwell. Había aceptado sin vacilaciones, la idea le entusiasmaba muchísimo, además de que aquella oportunidad se traducía en la vía de escape a su vida a veces tediosa y rutinaria.
A sus 45 años, había alcanzado todos los logros que un hombre de su época hubiese podido anhelar, un colosal éxito profesional y económico, se había casado hacía 25 años, y Annie ciertamente había sido la esposa más devota y dulce que hubiera podido soñar. Tenía dos hijos Logan de 22 y Kate de 19 años, saludables, inquietos e inteligentes, le habían proporcionado los mejores momentos de su vida. Sin embargo, con una hija a portas de casarse y su hijo en Yale, empezaba a sentirse vacío y sin rumbo, la Universidad de Chicago era justo lo que necesitaba, se dijo una vez más.
