Me recuerdo a mí misma sentada en el cálido regazo de mi madre; mi refugio favorito, mientras papá, con un vaso de cristal lleno de licor en la mano y mirándonos con una genuina sonrisa, nos volvía a contar otra de sus historias sobre seres de otros planetas. Seres que nos visitan y nos observan constantemente; seres que nos ayudan en el anonimato y también seres que tienen la capacidad de destruirnos en un abrir y cerrar de ojos.
Era una delicia escucharlo, porque era como si realmente los conociera; casi como si una de esas criaturas estuviera en esos momentos allí de pie, a su lado, susurrándole al oído todas las aventuras que había vivido en diferentes galaxias.
Hubo muchas ocasiones en las que debatía conmigo misma si aquellos relatos tan maravillosos eran verdad. Papá lo afirmaba siempre que le cuestionaba sobre ello, pero mamá me repetía una y otra vez que todo era un invento para superar sus problemas. En ese tiempo no comprendía qué tipo de problemas podría tener un hombre tan fantástico como él; siempre sonriendo, tan lleno de magia. Fue hasta que crecí que lo descubrí y entonces me quedó claro que todo era mentira.
Las criaturas no existían.
Eran la forma de sus demonios.
Había trabajado durante demasiado tiempo dentro de una de las miles de instalaciones de Capsule Corp. La más peligrosa de todas. Aquella que era prohibida y de la que no se tenía permitido hablar.
—Lo que sea que haga tu padre dentro de ese edificio lo está volviendo loco —me dijo mi madre en una ocasión.
Solía pensar que era ella quien se llevaba la peor parte de los delirios de mi padre; los gritos, escuchar sus anécdotas, reconfortarlo después de cada pesadilla; palpar su miedo en cada respiración, pero no era así. Era él quien lo hacía. Tener que soportar y callar lo que sea que hiciera —o le hicieran— dentro de las cuatro paredes en las que trabajaba, aguantándolo todo por nosotras, por darnos una vida mejor.
—¿Qué haces en tu trabajo, papá?
—Es confidencial, princesa —siempre la misma respuesta—. Además, no quisieras saberlo.
Pronto llegué a la conclusión de que constantemente llevaba un vaso con licor en mano porque así le era más fácil convivir con sus demonios y que su sonrisa no era tan real como ingenuamente solía pensar cuando era una niña.
Cuando finalmente fui consiente de todo lo que de verdad ocurría en la vida de mis padres nació en mí un profundo odio hacia todas y cada una de las criaturas de sus cuentos; porque el único significado que tenían era el dolor con el que vivía mi padre.
Y cuando no lo ayudaron aquel día.
El día del accidente.
Esos seres tan maravillosos no aparecieron para auxiliarlo, para evitar que el coche derrapara en el pavimento; no lo ayudaron a él y tampoco a ella, que lo acompañaba aquel día. Los dejaron morir.
Ese día definitivamente dejé de creer.
Pero entonces sucedió lo impensable.
Mis ojos se cruzaron con la oscura y penetrante mirada de la criatura.
•
