Prólogo

Era una mañana soleada y resplandeciente aquel día en el año de la Falsa Primavera. Carruajes opulentos y a la vez carretas modestas llegaban en filas por los caminos de barro fresco a la Tierra de los Ríos. El aire frío de aquella hora temprana se mezclaba con el olor a tierra, humedad y a la vez, la inmundicia de la basura y la orina acumulada en algunas de las callejuelas.

Pese a que el sol no se había asomado hacía más de una hora, todos en la región estaban en pie y en sus funciones, pues al día siguiente comenzaba el bullado y escandaloso Torneo de Lord Whent, tras casi un año completo de promoción en todos los rincones del reino. El ambiente estaba inyectado de una emoción que nunca se había sentido en el castillo de Harrenhal, pues, nunca antes se había realizado semejante evento en el lugar.

Hacía un par de meses ya se rumoreaba que no sólo el atractivo príncipe Rhaegar asistiría para participar en el torneo, sino el mismísimo Rey Aerys II. Pero debía de ser sólo eso: un rumor. El rey Aerys no dejaba Fortaleza Roja hacía años ni se mostraba al público. ¿Por qué comenzaría a hacerlo ahora? Algunos creían incluso que el mismo Lord Whent había provocado tales rumores para glorificar aún más su venidero torneo. Sea como fuese, el comercio florecía.

Los señores y señoras más poderosos llegaban desde distintos reinos en desfiles interminables de carruajes, caballos y estandartes. La comitiva de carruajes de la gran familia Stark, hacía su entrada a los terrenos de Harrenhal. Los muros y paredes habían sido cautamente adornados con guirnaldas de flores y enredaderas. Lyanna se asomó por la ventanilla de su carro, siendo brevemente encandilada por el reflejo incoloro del sol. No iba un solo día y ya extrañaba Invernalia.

Carruajes adelante iba Lord Robert Baratheon, su prometido. Era el primer evento público de aquel tamaño en el que asistirían oficialmente como prometido y prometida, y no sabía cómo sentirse al respecto. Ya habían pasado unos cuantos meses desde que Robert le había pedido su mano en compromiso a su padre, Rickard Stark, y ya había hecho las pases con la idea de convertirse en su esposa en un futuro próximo, a pesar de que al inicio no se lo había tomado demasiado bien.

Después de que padre le había dado la noticia y ella había aceptado, cumpliendo con su deber y honor con la Casa Stark, Robert se había sentado junto a ella durante el banquete. No fue hasta terminado este que sintió su puerta sonar dos veces, y luego escuchó la voz de su hermano, Eddard, preguntando si estaba disponible y si podía pasar. Ella sabía sobre qué quería conversar su hermano, y después de una pequeña charla cordial, Ned tomó la iniciativa.

- Es un buen hombre, Robert. Lo sabes, ¿verdad? – Le había preguntado con una sonrisa. La habitación era alumbrada por la luz tenue irradiada por las brasas que quedaban de la chimenea, ya con el fuego extinguido.

- Lo sé. Cualquier mujer estaría fascinada de ser su prometida.

- Pero no te ves fascinada – Había comentado. Sus miradas se encontraron. Lyanna sabía que no podía mentirle a su hermano.

- Debería saber lo afortunada que soy de merecer el amor de Lord Robert. Sé que cuidará bien de mí, y hará lo imposible para entregarme una buena vida, llena de comodidades. Puedo ver en sus ojos que es honesto sobre el cariño que siente por mí.

- ¿Entonces?

- Seré la dama de Bastión de Tormentas, viviendo tan lejos de mis amados hermanos, mi amada familia y el Norte…

- Te acostumbrarás – le aseguró Ned.

- Sé que lo haré – replicó, no demasiado convencida – Ned…

- ¿Sí, hermana?

- En el fondo, ¿Crees que Robert será un buen marido? – preguntó. Antes de que su hermano mayor comenzara a asentir vehemente como respuesta, volvió a hablar – Los rumores vuelan, incluso de una región a otra tan lejana como Invernalia. Me temo que… Robert nunca se quedará en una sola cama.

Ned sonrió ante la honestidad brutal de su hermana menor, ligeramente incómodo, ligeramente enternecido por ella, y aunque no lo quisiera demostrar, ligeramente preocupado por el mismo motivo. Pero era él quien tenía que velar por aquella unión, asegurándole a Lyanna que Robert iba a cambiar rotundamente tras contraer las responsabilidades del matrimonio.

- Es cierto que Robert ha sido un hombre de muchas mujeres hasta ahora – le explicó en un susurro, tomando su mano cuidadosamente – Pero, mi adorada Lyanna, él tiene claro que todo eso terminará tan pronto como—

- Escuché que ya ha sido padre de una niña en el Valle – interrumpió.

- Sé lo que has escuchado. Lyanna, Robert es un buen hombre y sea lo que sea que haya hecho en el pasado quedará atrás una vez que comience su nueva vida contigo. Sé que no te faltará el respeto. Lo conozco bien. El amor que él te profesa es sincero. Te ama – aseguró – casi con devoción.

Lyanna había sonreído ante el intento de su hermano. No ponía en duda que así fuese, pero no era tan inocente como las demás señoritas con las que había crecido, que creían rápidamente en los juramentos y promesas de cambio y de amor.

- El amor es dulce, mi querido Ned. Pero no puede cambiar la verdadera naturaleza de las personas.

- ¿En qué momento has crecido tanto? – preguntó su hermano, mientras se ponía de pie, entretenido por las palabras de su hermana. Pasó su dedo índice rápidamente por la nariz de la chica de catorce años y luego se despidió dándole un beso en la frente – Espero que no te quedes pensándolo demasiado y logres descansar esta noche.

Junto al colosal castillo de paredes negras había un lago. Lyanna pudo verlo desde la ventanilla. Decidió, astutamente, escaparse bajo el pretexto de necesitar estirar las piernas, e ir a recorrer la hermosa ladera de ese lago y así, no tener que ayudar a sus hermanos a levantar la tienda. Si hacía algo de calor, quizás hasta podría sumergir sus pies en el agua helada.

- Es peligroso que andes por ahí sola, Lyanna – previno su hermano Brandon.

- Sólo será un breve paseo – rogó ella - Me aseguraré de que nadie se dé cuenta de mi ausencia.

El torneo aún no comenzaba. Todavía no habría encuentros ni reuniones con reyes y señores. Todavía no tenía que presentarse como una dama de Invernalia, como la prometida de Robert Baratheon. Así que, sin que ninguno de sus hermanos o su padre se diera cuenta, mucho menos su prometido, se escabulló por los terrenos de las afueras de ese enorme y negro castillo, usando un vestido cómodo, grueso y oscuro, con su pequeña espada colgando desde su cinturón de cuero.

Llegó a orillas del lago poco después, sintiendo el bullicio del gentío tras de ella a pesar de estar a cientos de metros de distancia. El olor no era agradable. Tampoco lo eran los mosquitos que volaban zumbando cerca de su oído. Pero desde allí podía verse la pequeña y sagrada Isla de los Rostros, en donde contaba la leyenda, todos los árboles eran arcianos, y en todos ellos había un rostro tallado por los Niños del Bosque.

Estaba ensimismada, hasta que se dio cuenta de que no estaba sola. Lejos de ella, pero también en la orilla, había un hombre joven y solitario, usando una armadura pero no su casco, dejando ver su rostro pálido y su cabello largo, liso y platinado que ondulaba con la brisa. Es el príncipe Rhaegar, pensó Lyanna, sorprendida por estar viendo al futuro rey de los Siete Reinos, solo en un lugar como ese. Nunca antes lo había visto, pero estaba al tanto de lo que decía la gente sobre él. La curiosidad impedía que quitara su vista de encima, hasta que él también la miró.

Rhaegar acababa de darse cuenta de la presencia de la chica y la observó, encontrándose con su mirada. Estaba tan lejos que apenas podía distinguir las facciones de su cara, mucho menos saber quién era. Por supuesto, ella bajó la mirada unos segundos después de haber sostenido la mirada. A él no le importaba que lo miraran. Era el príncipe Rhaegar, hijo del rey Aerys. Había crecido siendo observado por todo el mundo.

Lyanna bajó la vista por tan solo un minuto mientras pensaba que había algo fascinante en el joven príncipe a quien no conocía. Quizás, era simplemente el hecho de haberlo visto en aquella faceta solitaria, de haberlo encontrado contemplando la calma del lago y de la Isla de los Rostros al igual que ella, al mismo tiempo. Cuando levantó la vista para volver a mirarlo, ya no había nadie en el lugar.