Se metió en la bañera lentamente. El agua caliente ayudo a relajar los músculos que los tenía bastante agarrotados. Sonrió satisfecha al recordar las suplicas del hombre:"Oh, no, por favor, piedad! Te daré dragones de oro, si!" Pero de nada había servido, lo que menos necesitaba era dinero.
Lo que más le gustaba era asesinar. Era una ofrenda al Dios de muchos rostros, el único dios en el que la joven creía. A los 11 años lo conoció, y llevaba muchos años a su servicio. Iba de aquí para allá, con un nombre distinto y un rostro distinto.
Un día podía ser una hermosa doncella, al día siguiente una anciana mendiga y al otro un gallardo caballero.
Pero al final del día siempre volvía a ser la misma. Había intentado miles de veces deshacerse de esa joven, si, lo había intentado. Pero hasta el hombre bondadoso le había dicho que era imposible dejar de lado su verdadero yo.
Resignada, cerró los ojos y trato de no pensar en la imagen que reflejaba el espejo. Conto largo rato hasta que cansada abrió los ojos. A veces, cuando se veía en el espejo se desconcertaba: había olvidado el paso del tiempo. La última vez que se reflejo en el espejo era una niña de 12 años. Y ahora… era una mujer. Si, su cuerpo la delataba.
Avergonzada, aparto la vista. Se puso un viejo vestido verde descolorido y se trenzo el pelo.
No tenía nada que hacer, y se dispuso a leer aquel viejo libro que alguien le había regalado hace ya tiempo. Mientras leía recordaba la calidez de la sangre en sus manos, el grito ahogado de las víctimas, la suplica muda en sus ojos… ella había nacido para eso.
Si, así lo sentía cada vez que clavaba el puñal en el estomago, o rajaba la garganta de alguien.
Era silenciosa y rápida. Apenas si la veían. Y eso la hacía feliz.
