DISCLAIMER (1): *Los personaje y la trama original pertenecen a la obra de Sir Arthur Conan Doyle, "Las aventuras de Sherlock Holmes" y adaptado a serie televisiva por Steven Moffat & Mark Gatiss, "Sherlock" (2010), transmitido por la cadena televisiva BBC.*
DISCLAIMER (2): *Los personaje y la trama original pertenecen a la obra de Hubert SelbyJr, "Réquiem por un Sueño" y adaptado a película por Darren Aronosfosky, bajo el mismo título, en el año 2000.*


Notas + Aclaraciones: Lo que vas a leer surgió de un momento en que leía unos fanfic de la serie y, de repente, en mi reproductor comenzó Lux Aeterna. Es una idea que siento algo loca pero, si conoces bien al personaje de Sherlock Holmes, debes de saber su abuso con las drogas. Así que con ello y más los acontecimientos de la película, quiero desahogar la repentina idea.

ADVERTENCIA: El fanfic contiene temática seria, fuerte y/o sensible. No apto para menores de 18 años. Se recomienda discreción. También: Posible OoC (Out of Character).

Sin más que comentar les pido que disfruten (o sufran... muajaja) de esta mini historia. ¡Muchas gracias!


[SINOPSIS: ¿Cuánto se puede degradar un ser humano para buscar el éxito? Sherlock Holmes está a punto de descubrir que la vida puede ser demasiado cambiante, en un momento estuvo en la cima de éxito personal y profesional pero, gracias a mayor rival, esos éxitos se verán opacados. El detective llegará a tocar el fondo para recuperar aquellos éxitos que lo hicieron ser un mejor hombre, sin imaginar lo mucho que afectara a sus seres más preciados, arrastrándolos a su propio infierno.]


El ser humano está obsesionado con acariciar el cielo con las yemas de los dedos, pero al final siempre termina lamiendo las cicatrices del infierno.

"Mutatis mutandis" (2014) - César Pérez Gellida.


ACTO 1

—Creo que alguien como tú haría que las cosas cambiaran para mí.

—¿Perdón? —sin comprender, cuestionó curioso John Watson.

—El nombre es Sherlock Holmes. La dirección es 221B en la calle Baker.

Aquel hombre se despidió con un guiño y cerró la puerta al cruzar el umbral. John Watson, aún impactado por lo que acaba de pasar, anotó el nombre y la dirección esperando para poder ir aquel lugar y conocer a su nuevo compañero de habitación. Pero John Watson no tenía ni idea de todo lo que tendría que pasar al estar viviendo junto a Sherlock Holmes.


Verano

Greg Lestrade se encontraba entre pilas y pilas de papeles sobre su escritorio. Scotland Yard, en las últimas semanas, se había vuelto un completo infierno por todos los casos que llegaban: Asesinatos, robos, terrorismo; todo era un mar de caos. Pero entre más indagaba sobre todo ese papel escuchó un llamado a su puerta, alzó la vista y se encontró con uno de sus amigos.

—Hola Greg —saludó John, con un enorme suspiro.

—¿Es en serio? —cuestionó agotado.

—Muy en serio.

Lestrade se lanzó en su silla y miró hacia su último cajón en su escritorio, le abrió y sacó una carpeta con demasiados papeles en su interior.

—Creó estar listo.

John cabizbajo afirmó y se dio la media vuelta para salir de la oficina del inspector, mientras que este se alzaba de su silla y suspiraba con terrible amargura. Una vez fuera de su oficina alcanzó a John por el pasillo y los dos se dirigieron hacia el estacionamiento.

—¿Y ahora qué es? —preguntó Lestrade, mientras se acercaban al vehículo.

—Ya te imaginaras.

Greg no pudo evitar un tedioso suspiro.

—¿Hasta cuándo será el día que Sherlock Holmes no provoque mis canas?

John sonrió y ambos subieron al coche.

—No es para tanto, Greg.

—¿En serio? —Cuestionó incrédulo—. John, desde que lo conozco lo único que ha logrado en mí, es una vejez prematura.

—Vamos Greg. Sherlock no es malo; si desespera, pero es un buen hombre.

—Tan bueno para quererle estrangular.

John lanzó una leve carcajada y puso en marcha el coche.

Llegaron a Baker Street. Una vez dentro John percibió el sonido del televisor, le dijo a Lestrade que unos momentos le alcanzaba y se acercó a la cocina. Abrió la puerta y miró a una entretenida señora Hudson, viendo su tan usual programa de concursos vespertino.

—Ya llegué —saludó.

—Me alegro querido —respondió, sin ni siquiera mirarle.

—¿Tappy Tibbons? —cuestionó, prestando cierta atención a la pantalla.

—¡Si! —Clamó sonriente—. ¡No sabes cuánto lo adoro!

—Todas las tardes me lo dice, señora Hudson —dijo con una cariñosa sonrisa.

—¡Oh, por cierto! Sherlock ha estado buscándote.

—Lo supuse. Estaremos en el apartamento.

—¡Claro, claro! —contestó, sin dejar de mirar al televisor.

John sonrió ligero, a sabiendas que la señora Hudson le ignoraba por ese programa de concursos. Salió de la cocina y fue directo hacía el 221B.

¡Tenemos un ganador! —Exclamó Tappy—. ¡Dije tenemos un ganador, un ganador!

Él alzó sus manos y todo el público presente le imitó a la par que exclamaban "Tenemos un ganador, tenemos un ganador." La señora Hudson no logró contener la emoción, sus carcajadas invadieron el lugar mientras se unía aquel eufórico coro en la televisión.

El Doctor Watson llegó al lugar y en medio de la sala de estar estaban Sherlock y Lestrade discutiendo.

—¡Por el amor de Dios, Sherlock! —Clamó alterado el inspector—. ¡Ya te dije que es imposible!

—Nada es imposible en esta vida, Gregory.

—Es Greg —entre dientes corrigió.

—¿Qué pasa? —interrumpió John, mientras se adentraba al lugar.

—Que Lestrade no me da acceso para ver la escena que realizo Moriarty con las joyas de la familia real.

—Le estoy diciendo, al señor terquedad, que tiene prohibido el acceso por parte de su hermano.

—Pero tú puedes darme el privilegio de pasar a analizar dicho lugar.

—No quiero problemas con tu hermano —soltó, temeroso.

Sherlock posó una media sonrisa en su rostro, dejó escapar un suspiró sarcástico y se cruzó de brazos mientras ladeaba su cabeza.

—¡Oh, Lestrade, Lestrade! —exclamó—. ¿Cuántas veces no te he metido en problemas con mi hermano?

—Muchas, demasiadas, millones de veces —señaló—. He puesto tantas veces en peligro mi trabajo por darte lujo en tus casos.

—Greg —interrumpió John—, sé que hemos sobre exagerado algunos casos, pero tu puesto de trabajo nunca ha sido dañado. Al contrario te ha beneficiado.

—Lo sé pero ustedes no han visto las veces que tu hermano me ha humillado en Scotland Yard.

—Solo ignóralo Greyson —Lestrade cerró sus ojos e inhaló profundo—. Danos acceso a la Torre de Londres. Solo entraremos, veremos y hasta luego.

Sherlock mostró una sonrisa cínica y su mirada, tan potente y extravagante, logró que Lestrade cediera ante su petición.

—¡Pero solo pueden estar veinte minutos! —exclamó, mientras le apuntaba con el dedo.

—Ni más ni menos —prometió John.

Lestrade mordió su labio inferior y con una amenazante mirada abandonó el lugar. Sherlock y John mantuvieron sus sonrisas y una vez este desapareció por los escalones, dejaron que las risas rebosaran en la sala de estar.

—Por un momento pensé que no lo convencerías.

—Es parte de mi encanto, John.

Y una risa irónica envolvió el rostro del Doctor.

—Siempre me sorprendes, Sherlock —el detective alzó su mano a mérito de agradecimiento—. ¿Y qué es lo que buscaremos?

—Regalos que Moriarty nos dejara. Sé que está planeando algo y no pienso hacer que avance.

—Pero tu hermano lo tiene en custodia, ¿no?

—Sé que pronto lo dejara en libertad.

—¿Cómo...? —cuestionó impactado.

—Solo lo sé —interrumpió—, por eso debemos avanzar.

John ladeó su cabeza, obedeció a su amigo y se alistaron para ir la escena del crimen.


Una vez llegaron a la Torre de Londres los policías dejaron pasar al detective y el doctor, no sin antes mirarles despectivamente. Dentro del edificio Sherlock y John contemplaron como las joyas de la familia real habían sido profanadas y ultrajadas; la capa real yacía extendida en el suelo, la joyería tirada alrededor del trono y la corona sobre el acolchonado asiento. Apreciaron los cristales, y lo que se le había escrito en ella ante de ser destruida, cubría toda la habitación.

"Denme a Sherlock" —pronunció uno de los guardias. Ambos voltearon a verle—. Era lo que pintaron en el cristal.

John inquieto volteó a ver a su amigo, quien no parecía inmutarse ante lo revelado.

—Gracias —respondió el detective—. ¿Algo más que reportar? —El guardia negó—. Bien. ¿Podría retirarse, unos diez minutos?

—No puedo dejar el área, señor.

—Tenemos permiso del inspector Lestrade. Puede hablarle para corroborar.

El guardia obedeció y contactó al jefe de Scotland Yard. Aclarado el asunto el guardia se retiró, y Sherlock y John se alistaron a examinar el lugar; ambos se colocaron sus guantes, pero en ello John notó algo extraño en Sherlock. Miró como este se le complicaba colocarse uno de los guantes, Sherlock se tambaleó un poco, apretó sus ojos y se puso el guante con dificultad.

—Sherlock, ¿estás bien? —preguntó nervioso.

—¡Claro! —Exclamó con una falsa sonrisa—. Solo fue un pequeño desliz... John, ¿puedes revisar las joyas? Yo me encargare del trono y la corona.

—De acuerdo —dijo, nada convencido.

John obedeció a su amigo, no sin antes mirarle de reojo. El Doctor sintió una verdadera preocupación por él; y en lo que Sherlock se acercaba a las reliquias de la corona John no le despegó su vista.

—John hazme caso, ¿sí? —inquietó insistió, sin dejar de darle la espalda.

Él no mencionó nada y se dispuso a examinar las joyas reales.

Sherlock miró de reojo a John, él ya se encontraba analizando el resto de las pertenecías y un leve suspiró angustioso salió de su boca. Cerró sus ojos y respiró profundo, sabía que su acto con el guante había generado sospechas pero esperaba que fueran pasajeras. Abrió sus ojos y miró como el trono y la corona se había duplicado; ladeó la cabeza y su voz interna le pidió que se mostrara sereno. Estaba ante un caso.

El detective se agachó y trató de enfocar la vista en la enorme y artística corona con su impecable brillo. Las gemas seguían hermosas y todo estaba perfecto en ella, hasta que, el detective logró enfocar la vista y percibir algo debajo de ella. Tomó la corona con increíble delicadeza, la alzó unos centímetros y una arrugada hoja de papel estaba ahí; la sostuvo con sus dedos y bajó la pieza. Abrió el papel y leyó su contenido:

"Quemaré tu corazón."

El detective parpadeó rápidamente y su vista volvió a duplicarse, sintió que iba caer y se sostuvo de la plataforma. John prestó atención a ello y se alzó de su lugar.

—¿Estás bien? —clamó.

—Sí, si —dijo evitando que John pusiera sus manos sobre él—. Me resbale.

—¿Te resbalaste? —preguntó suspicaz.

—Si. Sentí que me encaje un cristal pero fue falsa alarma.

—¿Estás seguro?

—John —volteó a verle con una pésima sonrisa—, estoy bien.

El Doctor fingió creerle, se alejó de él y siguió buscando pistas u algo para llevar a casa.

Durante el camino a casa ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Sherlock no dejó de mirar a su querida Londres y John no pudo sacar de su cabeza lo que pasó en ese lugar. Llegaron a Baker Street, abrieron la puerta y el ruido del televisor fue quien les dio la bienvenida.

Tres cosas fueron las que hice para cambiar mi vida. Solo tres cosas...

—¿Aun ve ese programa la señora Hudson? —preguntó hastiado Sherlock.

—Déjala, sabes que la manera en la que se entretiene cuando no estamos.

—Pues ya llegamos. ¡Señora Hudson! —gritó.

—¡En la cocina querido! —replicó.

Sherlock rodó sus ojos y ambos obedecieron. Una alegre señora Hudson no paraba de reír y repetir lo que se decía en la televisión, el detective miró extrañado y John tomó asiento a lado de ella.

—¿Qué tiene de interesante ese programa?

—Shh —chistó la señora Hudson.

El detective volvió a rodar sus ojos y se dispuso acompañarles a ver el televisor. Sherlock analizó a Tappy Tibbons, un alegre señor, no más de cincuenta años; vestía un elegante traje y era un excelente orador.

Solo tres cosas. Uno nada de carne roja, piénselo, ¿saben que tan peligrosa es la carne roja? Así que: ¡No carne roja!

—¡Hay que tomar nota! —mencionó la señora Hudson mientras le entregaba una pluma y pequeña libreta a John.

Extrañado el Doctor hizo caso y empezó hacer notas mientras Sherlock se mostraba cansado de ello.

Dos —continuó—. Lo siguiente es, nada de azucares refinadas.

—Esta demente si nos deja sin azúcar, señora Hudson —reclamó Sherlock. Ella volvió a chistar y John no dejó de mover la pluma.

Y, la tercera y última cosa para lograr alcanzar el éxito es...

En ese momento el timbre del edificio sonó. Los tres inconclusos ante la tercera clave del éxito, se alzaron y fueron atender el llamado a la puerta. Sherlock abrió la puerta y Lestrade apareció completamente agitado.

—¿Qué pasa Greg? —cuestionó intranquilo John.

—Les tengo malas noticias.

—Moriarty quedo en libertad.

—¿Ya lo sabías?

—Intuición.

—¡Oh por Dios! —Exclamó la señora Hudson—. ¿Y por algo que Sherlock ya presentía, viniste a interrumpir mi programa de televisión?

—Bueno no es solo eso... yo... ¿lo siento? —soltó nervioso.

—¿Ah no? —Interrumpió sarcástico Sherlock—. ¿Entonces qué pasa?

—Le van hacer un juicio a Moriarty y el juez te quiere de testigo en el estrado.

Los tres miraron impactados al inspector en especial Sherlock, quien no previno un juicio, menos ser uno de los que hablara en contra de James Moriarty.

—¿Cuándo será el juicio? —cuestionó severo.

—Entrando el otoño.

—¿Qué tanto falta? Solo unas semanas —dijo John.

—Es verdad, así que, necesito que te prepares Sherlock.

—Siempre estoy preparado...

—Hablo en serio —interrumpió—. Este juicio será uno de los más importantes en la historia de Londres.

—Lestrade, no te presiones —dijo Sherlock, mientras le tomaba de los hombros y buscaba sacarlo de su hogar—. Relájate, todo saldrá bien.

—No me falles Sherlock —rogó, volteando a verle.

—¿Cuándo te he fallado? —respondió, con una sonrisa.

El inspector miró al detective, los ojos de este brillaban de una manera peculiar, una que recordaba haber visto en el pasado. Sherlock al notar como Lestrade le curioseaba, cerró la puerta en las narices de este.

—¡Sherlock! —exclamó John.

—Ya quedamos de acuerdo —dijo con una sonrisa.

El detective caminó, sin borrar su sonrisa, y se fue directo a su living room.

Mientras que Sherlock leía su periódico, a la habitación entró John.

—¿Por qué corriste así a Lestrade?

—Yo no lo corrí.

—¿Disculpa? Le lanzaste la puerta.

—Solo lo despedí. Sabes que siempre despido a todo mundo de esa manera.

—Pues fue una descortesía de tu parte —dijo mientras tomaba asiento frente a él. Sherlock le miró por encima del periódico, curioso—. No vuelvas hacerlo.

—No lo prometo —John sonrió—. ¿Y cuál es la tercera clave del éxito?

—¿Eh?

—La tercera clave de Tappy Tibbons.

—¡Ah! Bueno, no supimos. Pero no dudo que la señora Hudson ya lo sepa.

—Espero que no sea quitarnos alguno otro alimento.

—No lo creo... —y un bostezo apareció—. Ya es tarde.

—Lo sé.

—Iré a dormir, y por lo que veo, tú no iras a dormir pronto.

—Eres un genio —respondió con una sonrisa.

—De acuerdo —se alzó, se acercó a Sherlock y le dio unas leves palmadas en su hombro—. Descansa Sherlock.

El detective observó a través del rabillo de su ojo como John salía de su living room. Una vez desapareció, Sherlock lanzó el periódico, se levantó de la silla y se aseguró que John estuviera en su habitación. Cerciorándose de ello Sherlock bajó los escalones y escuchó como la señora Hudson seguía con su programa de televisión, tomó su abrigó y salió del edificio con la mayor cautela posible.


La noche era helada. Las brisas otoñales ya inundaban la Gran Bretaña y Sherlock sentía como la ligera brisa golpeaba sus mejillas; haciendo que estas se pintaran en un tenue rosado. El detective frotó sus manos, provocando una ligera fricción en sus guantes, Londres estaba casi congelada pero él buscaba no dejarse caer por la temperatura. Siguió caminando hasta llegar a una vieja casona, en un barrio precario de su querida Londres. Sherlock analizó a sus alrededores, ninguna alma se encontraba vagando por ahí, dio un fuerte respiro y se dirigió hacia esa fachada, casi a punto de caerse. Posó su mano sobre el picaporte y del bolsillo de su abrigó extrajo una pequeña llave, le colocó y accedió a ese lugar. Dentro de la casa el frío se amortiguaba un poco, el detective notó como las telarañas cubrían las esquinas del techo y las cortinas de las ventanas; sintiendo cierto asco por ello. Caminó hasta adentrarse a la estancia y notó a varios sujetos, algunos debilitados en el suelo y otros sentados en los desgastados y polvorientos sillones. Un aroma familiar rodeó la nariz del detective, era el arcaico y blando aroma de su vieja amiga, quien le daba la bienvenida a su antigua morada.

—Bienvenido Shezza —escuchó a sus espaldas. Este volteó y miró a uno de sus antiguos compañeros: Wiggins—. ¿Qué te ha traído por aquí? —cuestionó divertido—. ¿No habías dicho que ya no volverías?

—Jamás dije eso.

—Sí, lo recuerdo. Hace más de un año, te despediste de la comuna.

—Estas demasiado ido, Bill.

—Y tú has perdido toda tu voluntad al venir aquí —carcajeó, mientras le pasaba de lado.

Wiggins buscó no molestar a sus compañeros, casi desfallecidos, del suelo; con movimientos armónicos logro no pisarlos. Tomó asiento en un sillón y posó la mirada a la mesita adjunta.

—Pensé que esta pocilga había mejorado.

—Sigue estando igual a como la dejaste —Wiggins tomó varías jeringas y las examinó cautelosamente—. ¿Qué es lo que quieres, Shezza?

Él tragó difícilmente y se recargó en el marco de la entrada a la estancia.

—Quiero aclarar mi mente —confesó, con un tono de voz increíblemente sereno.

—¿Un caso difícil?

—Más bien agotador.

—¡Uh! —Exclamó, cogió una de las jeringas, la que a su criterio se veía decente y miró a Sherlock—. ¿Demasiado agotador para que llegaras aquí?

—Wiggins, solo dame lo que necesito.

—¿Estás seguro? —advirtió—. Tienes más de medio año que no la consumes, puede afectarte.

—Se controlarla.

—Siempre dicen eso y mira —dijo apuntando a todos los desdichados—. Perdidos entre la droga y la triste realidad.

—Deja tu filosofía de lado y prepárame una —interrumpió, mientras subía la manga de su abrigo.

—¿Tanto la deseas?

—La controle por año y medio, hasta ahora en la mañana que esnife un poco. Ya volví, ya caí y...

—Y ahora estas aquí... Aun estas a tiempo de retirarte, de no volver a esto y lastimar a tu familia y amigos.

—Ellos no lo sabrán.

—¿Cómo lo sabes?

—Solo lo sé y ya. Dame una jeringa —demandó.

Wiggins observó de pies a cabeza a su amigo, ladeó su cabeza y buscó la sustancia que tanto necesitaba. Preparó la jeringa, Sherlock se sentó frente a él y le miraba fijamente; fueron cinco minutos que para el detective se convirtieron en siglos. Wiggins estiró su brazo y le entregó la solución y el resto de las cosas. Sherlock tomó todo, colocó la jeringa entre sus dientes, amarró el liguero a su brazo y golpeteó a sus venas, para que la más fuerte y voluptuosa prosperara primero. Frotó el algodón con alcohol sobre su antebrazo y removió la jeringa de su boca; situó la punta de esta a un milímetro de vena y se mostró pensativo. Las palabras de Wiggins resonaron en su cabeza. A su mente llegó la señora Hudson, su amiga Molly Hooper, el Inspector Lestrade, su hermano Mycroft también figuró en aquellas imágenes y, la última persona que llegó fue John. Su amigo John Watson. Apretó sus labios y su respiración se volvió jadeante. ¿Realmente quería hacer esto? ¿Recaer a su más espantoso vicio? Expulsó el aire y la imagen de John se borró para aparecer la figura de James Moriarty, su rival, su antagonista, su némesis. Cogió una gran bocanada de aire e insertó la aguja sobre su vena, dejando expulsar el líquido que esta contenía. La acción fue sorprendentemente rápida, Sherlock dejó caer la jeringa y reposó la cabeza sobre el sillón, perdiendo su vista en el carcomido techo. No se importunó en limpiar el hilo de sangre que salía de su vena, dejando que esta recorriera su pálido y fornido brazo. Sherlock sintió como se sofocaba, sentía que sus pulmones se cerraban y su corazón palpitaba al mil por hora. Unas lágrimas brotaron de sus grisáceos ojos, y las venas de sus sienes palpitaban horriblemente. Wiggins aterrorizado ante lo que miraba, sabía que Shezza no toleraría una dosis de ese calibre, y comenzó a idear como lo abandonaría en la sala de urgencias.

Abrupto Sherlock se detuvo. Su pecho ya no subía ni bajaba, sus ojos no parpadearon y las lágrimas recorrían sus coloridas mejillas. Bill sabía que era la hora de llevarlo a emergencias, se alzó del sillón vecino y se acercó a él. Colocó su mirada ante aquellos ojos verdes grisáceos, iluminados por la tenue luz artificial, y percibió como sus pupilas estaban dilatadas; eran dos enormes círculos negros succionando la vida de eso ojos. Wiggins ladeó su cabeza y buscó la manera de cargar a su compañero; colocó su cabeza cerca de su rostro y distinguió ligeras respiraciones. Aún seguía bien. Al quererlo levantar, percibió un leve tono de voz.

—O-olvide lo que s-sentía.

—¿Estás bien? —preguntó, sin mirarle.

—Mejor que nunca.

Wiggins se alzó y miró una delirante sonrisa sobre ese rostro de porcelana. Sherlock movió sus ojos y le contempló, como si un tipo de película de horror fuese.

—Viejo, te fue mal el viaje.

El detective, sin dejar de lado esa terrible sonrisa, se alzó y se situó frente a Bill.

—¿Quieres salir un rato? —cuestionó, y Wiggins se extrañó.


Ambos iban por la desolada calle, Sherlock se había dejado llevar por la droga danzando de un lado a otro en la helada noche. Bill no dejó de mirarle y cuidarle, tenía miedo que una patrulla les detuviese y se los llevara, era lo menos que este necesitaba. El detective disfrutaba llevarse por el momento de la alucinación; se sentía seguro y alegre, y lo principal, alejado de la realidad que le presionaba. En ello se detuvo de golpe y colocó la mirada a un café que aún tenía las puertas abiertas.

—¡Vayamos ahí! —exclamó mientras apuntaba al lugar.

—¿Estás loco? Van a saber que estamos drogados.

—Solo pedimos un café y hasta luego.

—No Shezza.

El detective ignoró a su compañero y, bailando como si de ballet fuese, se dirigió al lugar. A Bill no le quedó más que ir detrás de él.

Sherlock abrió la puerta, el sonido de la campanilla les recibió y los dos fueron a tomar lugar en la barra. Una joven rubia llegó para atenderles, al ver a los dos hombres, uno demacrado y el otro, conocido y con una sonrisa estúpida, sabía que serían dos clientes a los cuales tratar con cautela.

—Hola, mi nombre es Betty. ¿En qué puedo servirles?

—Buenas noches Betty —saludó sonriente Sherlock—. Queremos dos cafés negros, que estén bien cargados, y dos rebanadas del mejor pay que tengas.

—Solo tengo pay de zarzamora.

—Excelente, excelente —embelesó, alzando sus manos al cielo—. Tráenos eso, por favor —finalizó con su enorme sonrisa.

Betty observó a los dos hombres, el tipo demacrado parecía avergonzarse por los actos de su acompañante, y la joven sesgó su cabeza y se fue a la cocina por lo solicitado. Diez minutos después llegó con las dos tazas de café y los pay. Sherlock miró asombrado su pedido y empezó a devorar aquella rebanada, Bill no dejó de verle y la joven se fue alejando lentamente de ahí, en busca de un teléfono para llamar a la policía. En menos de tres minutos Sherlock comió su pay, miró a de Wiggins y, apuntando con su tenedor, le preguntaba si lo iba a comer; este sin decir nada le pasó el plato. Sherlock se devoró los dos pedazos en menos de cinco minutos, tomó la taza de café y le dio un gran tragó a este, sin importarle que le quemara su lengua y garganta. Ante ello el detective sintió como si el café fuera una contra parte para lo que había consumido, lentamente posó la taza en la mesa y fijo su mirada a un punto muerto en el lugar. Por quince minutos Sherlock estuvo inmóvil, con una mirada pérdida y una pausada respiración. Wiggins escuchó la campanilla de la puerta, volteó su mirada y apreció a un regordete policía acercándose a ellos; este sintió un pánico terrible y le dio un codazo a las costillas del detective. Sherlock reaccionó al tener al policía a su lado, quien les deseó las buenas noches, Bill respondió pero Sherlock no; solo le miró.

—Betty, buenas noches —saludó el policía a la joven camarera—. ¿Podrías darme un sándwich y un café?

—Claro oficial —mencionó con una dulce y nerviosa sonrisa, mientras miraba a Sherlock—. No tardo.

Sherlock no había despegado su vista de este, y cauteloso, bajó la mirada hacía la funda de su arma.

—¿Te he visto en alguna parte? —cuestionó el policía. Sherlock no respondió—. Tu rostro me es familiar.

—No lo creo —respondió, pausado.

El guardia le analizó de pies a cabeza y retomó la mirada hacía el frente. Betty llegó con su café y gustosa se lo entregó. Wiggins no dejaba de temblar, tenía miedo de ser arrestado y Sherlock volteó a verle con una pícara sonrisa. Colocó su dedo índice en sus labios y le pidió que guardara silencio. Bill empezó a sudar frio. Sutil Sherlock estiró su mano al arma del policía, zafó el seguro y Wiggins quería vomitar su corazón. Sherlock tomó el arma y se alzó del lugar, llamó a Wiggins para que le siguiera y este no le quedó más que obedecer. El policía quedó atónito ante lo que había pasado, se puso frente a Sherlock y le demandó su arma. El detective jugueteó con ella, luego extendió su brazo para entregársela, y cuando el policía estaba a punto de tomarla, se la lanzó a Wiggins, quien nervioso la cogió en sus manos.

—¡Devuélvemela!

Bill estaba dispuesto a obedecer a la ley, pero ante la diversión del momento, se negó de ello y se la volvió a pasar a Sherlock. Ambos estuvieron así unos momentos hasta que una voz hizo extrañar al detective.

—Eres Sherlock Holmes, el detective. ¿Verdad? —cuestionó el mismo policía.

Sherlock volvió en sí, todo había sido una alucinación por las sustancias en su cuerpo.

—Sí, lo es —afirmó Wiggins por él.

—¡Vaya! —exclamó maravillado—. ¡Sabía que te conocía! Mis hijos te adoran. ¿Podría tomarme una foto con usted?

Sherlock parpadeó veloz, colocó sus dedos sobre el tabique de su nariz y buscó lucir lo más sereno posible.

—Si... claro.

El policía sacó su celular, le pidió a Bill que tomará la foto y posó su brazo alrededor de los hombros del detective. Este sonrió forzadamente mientras que el guardia disfrutaba el momento. La foto fue tomada y entregó el teléfono, agradeció por ello y se dispuso a continuar con su comida. Bill le rogó a Sherlock que se fueran, él obedeció no sin antes pagar la cuenta. Bill tomó de su saco al detective y lo forzó a caminar a paso acelerado. Ya no quería más encuentros con la ley. Regresaron a la vieja casona y Wiggins colocó a Sherlock en uno de los desgastados y mal olientes colchones de la planta alta.

—Necesitas recuperarte, si no, armaras un escándalo.

—Creo ya estar en uno —dijo sonriente.

—Creo que volver al habito, ha sido tu peor elección.

—¿Tú qué sabes? —preguntó mientras se acomodaba en posición fetal.

—Más de lo que crees Shezza, más de lo que crees... —respondió, sintiendo una real pena por su viejo amigo.


N/A:

Muchas Gracias por leer. Se agradecerán sus comentarios, criticas que me ayuden a mejorar, opiniones y/o sugerencias :3

¡Gracias, muchos besos, abrazos y nos vemos en el siguiente cap!