Intentaré publicar semanalmente. Los guiones sigo teniendo que ponerlos manualmente, es horrible ( ). Si encontráis algún fallo que se me ha escapado lo siento, pero es que no tenía tiempo de volver a repasarlo o no publico hasta la semana que viene. Y bueno, espero que os guste este fanfic continuación de la trilogía de las criadas.

Capítulo 1: La mansión Taisho

― Elegancia, seriedad, lujo y exceso. ― explicó― Eso es lo que denota la mansión Taisho. Si se fijan en el espléndido moldeado de esa columna salomónica, ― la señaló― descubrirán que no solo es una pieza única, sino que también extravagantemente cara y hermosa.

Desde lo alto de la escalera observó a la historiadora mostrar la mansión Taisho a los nuevos inversores del señor. Kagura Monogami era una mujer de increíble atractivo y mente privilegiada que había sido contratada por el señor de la casa para que estudiara y tasara todas sus obras de arte, entre las que se incluía la propia mansión. Ése fue solo el principio de su trabajo. El señor, más tarde, decidió contratarla para que restaurara algunas de sus obras de arte y para que le ofreciera visitas guiadas a sus inversores antes de entrar en su despacho. Kagura aceptó encantada. Aceptó en primer lugar porque le ofrecía más dinero del que nunca podría ganar en el museo. Aceptó en segundo lugar con la aspiración de encontrar un marido rico. Aceptó en tercer y último lugar por su amor al arte.

Hermosa y atrevida como era, se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y les ofreció una sonrisa coqueta a los inversores antes de guiarlos hacia el primer salón. No pudo menos que observar con envidia el precioso vestido que lucía. Se ajustaba tan maravillosamente a todas sus curvas, formando trazos irregulares de color perla y burdeos. Lo llevaba atado al cuello con un fino lazo, dejando al descubierto toda la piel de su espalda. Kagura era hermosa. Alta, esbelta y llena de atractivas curvas femeninas. Su cabello negro sin reflejos no era atractivo, pero ella sabía sacarle partido con los hermosos recogidos que se preparaba. Sus ojos color violeta eran muy llamativos y aunque el resto de sus rasgos faciales no eran nada del otro mundo, ella se maquillaba de tal forma que parecía mucho más de lo que era.

Todavía estaba sorprendida de que no hubiera logrado acostarse con el señor. Sabía de muy buena tinta que se había acostado con varios de sus inversores y que recibía regalos carísimos de todos ellos, pero a pesar de haberlo intentado millones de veces, nunca había logrado atrapar al señor. Por lo menos no que ella supiera. Nunca encontró señal alguna de Kagura mientras limpiaba el dormitorio del señor. La verdad es que nunca encontró señal alguna de que el señor se estuviera viendo con alguna mujer, y llevaba allí cerca de dos años trabajando.

Esperó a que todos los visitantes hubieran entrado al salón en el que Kagura se encontraba hablando sobre el estilo barroco, y bajó rápidamente los escalones con la cesta de la colada. Llevaba toda la ropa que el señor había utilizado a lo largo de la semana y sus sábanas. Siempre recogía la colada los lunes y los jueves, y, ese día, era lunes. Después de meter en la lavadora las cosas del señor, tenía que recoger todas las sábanas de las habitaciones del servicio y de la habitación de Kagura. La única habitación de invitados en uso de las treinta y tres que poseía la mansión era la de Kagura. El resto no tenían las sábanas puestas para evitar que perdieran el almidón.

― Vas muy retrasada.

Entró apresuradamente en la cocina y dejó la cesta sobre una mesa de campo.

― Kagura estaba enseñándoles las maravillosas columnas salomónicas a los nuevos clientes del señor.

― ¡Te dije que vendrían hoy! ― le regañó ― Debiste darte prisa, sólo tenías que recoger la ropa del señor. ¿Qué demonios estabas haciendo?

Decirle que se había quedado ensimismada oliendo las sábanas del señor hubiera sido la peor respuesta que pudiera dar. La pondrían de patitas en la calle si supieran lo que sentía por el señor. No obstante, no podía evitarlo. Intentó darse prisa en recoger la colada, pero, sin poder evitarlo, se encontró abrazada a su sábana, acariciándola y oliendo el maravilloso aroma masculino que desprendía. Por un momento, se imaginó al señor durmiendo sobre esa sábana que ella estaba abrazando y fue como si lo estuviera abrazando a él.

― Me entretuve…

― Pues no sé con qué, muchacha. ― suspiró ― Ya puedes darte prisa en terminar con la colada. Tienes que ir a servirles un café al señor y a sus inversores en menos de una hora.

Asintió rápidamente y se dispuso a separar la ropa del señor en distintos montones según el tratamiento que necesitara cada prenda. Ropa delicada, algodón, la seda a mano, ropa que destiñe…

― ¡Si no te das prisa con todo eso se enfriará el café y fallarás al señor!

¿Fallar al señor? ¡Eso nunca! Le debía demasiado al señor como para fallarle.

Preparó las diferentes lavadoras y salió corriendo hacia las habitaciones del servicio. Feire era una auténtica bruja. Una de las empleadas más antiguas de la casa en la actualidad y una de las más brujas. Si por ella fuera, ya estaría en la calle, pero el ama de llaves, quien era una gran persona, y el señor no lo permitirían. Todavía se preguntaba qué le podría haber sucedido en la vida a esa mujer para ser tan arisca y tan desagradable con ella. Podía ver en su rostro surcado por las arrugas un rostro cansado de vivir. Sus ojos denotaban una tristeza y una rabia que nunca antes había vislumbrado. Parecía furiosa con el mundo y con ella. ¿Por qué? Había sido agradable con todo el mundo desde que empezó a trabajar en la mansión Taisho. No entendía ese comportamiento.

Arrancó casi con violencia las últimas sábanas de los dormitorios del servicio, sus propias sábanas, y corrió hacia la cocina. Estuvo a punto de caerse de bruces cuando se encontró con el jardinero, Kouga Woolf. Era encantador, un chico realmente maravilloso que parecía dispuesto incluso a poner el mundo a los pies, pero nunca podría sentir por él lo que él sentía por ella. A veces resultaba tan doloroso percatarse de que las cosas no eran como uno desearía. Kouga la quería a ella pero, ella no lo quería a él, no de esa forma al menos. Ella quería al señor y el señor debía verla como a una de sus obras de caridad.

― ¡Ey, Kagome! ― alzó la mano para saludarla ― Las rosas están espléndidas, ¿quieres venir más tarde a verlas?

― ¡Guarda tus rosas para más tarde Casanova! ― lo amenazó Feire con un cazo ― Ahora tenemos mucho trabajo.

El jardinero se encogió de hombros e ignorando a la cocinera se dirigió hacia ella. Feire lo miró con cara de pocos amigos y apartó la mirada de mala gana para continuar con su trabajo. No tenía tiempo que perder con ese mocoso y los tres lo sabían.

Kouga era tan atractivo. Un hombre joven y fuerte que denotaba alegría y ganas de vivir la vida, de disfrutar cada minuto de su existencia. ¿Qué mujer no se rendiría ante esos hermosos ojos azules? Unos ojos tan profundos y transparentes que revelaban tanto de un hombre tan maravilloso. Quisiera poder ver en él todo eso que sabía que estaba, pero su mente y su corazón siempre estaban atentos de otro hombre. Si sólo pudiera olvidarse por un momento del hombre al que nunca tendría y ver a Kouga con esos mismos ojos, estaba segura de que se enamoraría perdidamente de él. Aunque claro, si pudiera hacer eso, lo habría hecho tiempo atrás.

― Tengo mucho, trabajo, Kouga.

― Déjame ayudarte. ― le quitó el rebosante cesto de ropa que apenas le dejaba mirar al frente ― Esto pesa demasiado para ti.

― Gracias.

Juntos se dirigieron hacia el cuarto de la colada y empezaron a rellenar las lavadoras vacías con las sábanas.

― Esas tres lavadoras están casi vacías… ― señaló.

― Ahí está la ropa y las sábanas del señor.

― ¿Por qué? ¿Es que la ropa del señor es tan delicada que no puede mezclarse con la de la plebe?

― ¡Kouga! ― exclamó molesta con él por sus palabras ― La ropa del señor es de un tejido diferente. No puedo juntarla o se estropeará.

― ¿Y las sábanas? ¿Tampoco puedes juntarlas?

― Las sábanas del señor son de seda. ― le explicó mientras programaba una lavadora ― Hay que lavarlas a mano y darles un tratamiento especial.

― Ah, claro. ― contestó aburrido ― Se me olvidaba que el señor duerme envuelto en seda mientras que nosotros nos raspamos la piel con sábanas de lija… ― se quejó ― ¿Su papel higiénico también es de seda? Sería una pena que su culo real…

― ¡Basta! ― se estaba empezando a enojar con él ― ¿Se puede saber qué te pasa? ― le espetó ofendida por ese comportamiento tan inusual en él ― Èl es nuestro jefe, el dueño de la casa y rico. Tiene todo el derecho del mundo a usar la ropa y las sábanas que se le antojen y, además, no nos tratan tan mal. Mis sábanas son perfectamente suaves y mi colchón no me da dolor de espalda así que no veo el problema.

Kouga se quedó callado durante unos segundos ante semejante despliegue de rabia. No esperaba que ella le contestase de esa forma, pero no soportaba que nadie se atreviera a decir algo en contra del señor. No era un simple enamoramiento. Conocía al señor y sabía que era bueno. No se merecía todo aquello.

― Tienes razón ― coincidió ― Sólo estaba enfadado…

― ¿Enfadado?- se cruzó de brazos- ¿Por qué?

― Porque lo miras a él como me gustaría que me miraras a mí.

¿Tan evidente era que estaba enamorada del señor? ¿Cuánta más gente se habría dado cuenta? Sentía arder sus mejillas ante la confesión de Kouga. A lo mejor, el señor también se había percatado de los sentimientos románticos que albergaba hacia él.

― Tengo razón, ¿eh?

Por supuesto que la tenía, pero era algo que no pensaba decir en voz alta. Al mirar a Kouga a la cara se sintió culpable. Él era tan bueno y tan atento. No podía evitar sentirse culpable por no corresponderle de igual manera, por fijarse en alguien totalmente inalcanzable. Le regaló una tímida sonrisa y programó la última lavadora antes de volver a las cocinas. Kouga caminó en silencio tras ella y algo le dijo en ese instante que a pesar de saber que no era correspondido, no se rendiría.

― ¿A qué estás esperando? ― le instigó Feire ― ¡El señor se estará impacientando!

― ¡Sí!

Corrió hacia el carrito ya preparado, se colocó la diadema y el delantal bien antes de agarrarlo y empujarlo hacia delante con sumo cuidado. Kouga le dirigió una última mirada lastimera y volvió a su jardín en el mismo instante en el que ella desaparecía por la puerta. Atravesó el largo pasillo de la servidumbre y salió por una puerta hacia el gran hall. Dio la vuelta al lateral de las escaleras, rodeándolas hasta llegar al otro lateral. Justo al final de ese tramo se encontraba el despacho del señor.

Desde fuera pudo escuchar las voces de los inversores del señor, discutiendo sobre la que debía haber sido la presentación del señor. Miró el reloj. Faltaba un minuto para la hora a la que habían estipulado que ella entraría con los cafés y las pastas. Se preguntaba cómo estaría vestido el señor. Vestía siempre de forma elegante pero, al mismo, tiempo casual. No le gustaba llevar trajes completos y no solía llevarlos nunca a pesar de tener montones de ellos. Seguro que tampoco llevaba una corbata.

Aquel minuto escuchando las conversaciones difusas de los inversores se le hizo eterno hasta que por fin fue la hora.

― Allá voy.

Dio tres suaves golpes en la puerta de roble con los nudillos y repitió el procedimiento habitual.

― Vengo a traerles el café señor Taisho. ― dijo desde fuera.

― Adelante.

La voz grave y profunda del señor atravesó las gruesas puertas, instándola a entrar. Su mano temblorosa se posó sobre el pomo dorado de la puerta y su corazón comenzó a latir a más de cien por hora como ya era habitual. A pesar de haberlo hecho un millón de veces, nunca terminaba de acostumbrarse a estar en una misma habitación con el señor. Ya debía tener la frente perlada en sudor. Se pasó la manga por encima para limpiarse y, mientras abría la puerta, se recolocó el flequillo.

Más de diez cabezas estaban giradas hacia ella. Bajó la mirada avergonzada y, al mismo tiempo, en señal de respeto, y empujó el carro para entrar. Siguió el procedimiento habitual. Al señor siempre le había gustado que sirviera primero a sus invitados y a él en último lugar. Además, así era mejor porque si le veía a él antes de servirles a los demás, sería incapaz de hacerlo bien. Sin embargo, sentía su abrasadora mirada sobre ella. Sabía que él seguía cada uno de sus movimientos para comprobar que lo estuviera haciendo bien y ella temía decepcionarle. Siempre era una dura prueba atenderle.

Sorprendentemente, cuando estaba sirviendo al último de los inversores, éste agarró su mano libre y le dio un suave beso en el dorso.

― Siempre es un auténtico placer conocer a una dama tan hermosa.

¿Dama? Ella no era una dama, sólo era una chiquilla de veintidós años que no tenía donde caerse muerta. Nunca sería una dama. Ahora bien, él la estaba mirando como si esperara una respuesta. ¿Debía responder a eso? ¿Cómo se respondía a eso? Ella no había recibido una educación adecuada. ¡Si dejó sus estudios a los catorce años! Y seguía mirándola. Por favor, que la tierra se la tragase porque estaba a punto de desmayarse.

― La señorita Higurashi es una de mis mejores empleadas, ― interfirió en ese momento el señor ― y no pienso compartirla. ― había una amenaza escrita en esas palabras, pudo sentirlo ― Sin embargo, ambos coincidimos en que es una dama ― recalcó esa palabra ― realmente hermosa.

Se sonrojó a más no poder al escuchar esas palabras de los labios del señor y se desasió del agarre del inversor para ir a atenderle, como si una fuerza invisible la empujara a acercarse a él.

― Sí, realmente encantadora. ― continuó el inversor a su espalda.

Ese comentario a su espalda a ella le daba igual. El señor estaba primero. Lo más probable era que hubiera dicho que la consideraba hermosa porque estaban en público, por educación y eso a ella no le importaba. Nunca pensó que unas palabras como esas pudieran sonar tan bien en boca del señor. Varios hombres se lo habían dicho antes y no con esas palabras, algunos fueron mucho más gráficos, pero nunca le había sonado de esa manera.

Se detuvo a pocos centímetros del señor y colocó una taza de porcelana ante él para servirle el café. Estaba tan atractivo como ella imaginó. No llevaba traje tal y como era costumbre. Se había vestido con un par de sus cómodos y carísimos mocasines de piel negros, unos pantalones de traje que se ceñían a sus musculosas piernas y una camisa de un color gris ceniza con finísimas rayas negras de hilo. Por supuesto, llevaba la camisa por fuera del pantalón para dar esa imagen juvenil que él siempre tenía.

En ese momento estaba sentado, pero el señor era mucho más alto que ella. Para ella era como un gigante porque tenía que levantar la cabeza para mirarlo y eso que no era bajita. Ella medía su buen metro setenta. Además, estaba muy bien formado. Había un gimnasio montado en el subsuelo de la mansión y era más que evidente que lo utilizaba con frecuencia. No sólo por las camisetas sudadas que ella misma lavaba sino que también por los hinchados músculos que se adherían a su ropa. Por lo demás, no tenía unos rasgos especialmente llamativos, ni unas características como las de los míticos hombres eslavos con el cabello rubio y los ojos azules. Su piel estaba bronceada. Era un bronceado natural, permanente. Su cabello negro era laceo y caía corto, enmarcando su rostro hasta la nuca, pero con los rayos del sol brillaba de tal manera que a veces le parecía plateado. Tenía la frente ancha, las cejas gruesas y espesas, los pómulos altos y el mentón fuerte y marcado. Sus ojos eran marrones, profundos e hipnóticos. Cada vez que lo miraba a los ojos balbuceaba como una tonta sin poder evitarlo, se perdía en sus profundidades. Sabía que tenía una dentadura blanca perfecta y labios finos. Sin embargo, aquella era una parte de su cuerpo a la que no se atrevía a prestar mucha atención. Temía que él se percatara de que quería besarlo.

De repente, sintió la mano de él posarse sobre la suya, evitando que siguiera echando más café. Una mano el doble de grande que la suya, tan increíblemente bronceada y áspera pero, al mismo tiempo, excitante. ¡Qué guapo era!

― Ya es suficiente, Kagome. ― le sonrió ― Vas a ahogar la taza.

Miró la taza y vio que estaba rebosante, a punto de desbordarse y caer en el plato.

― Yo… lo siento mucho…

― Tranquila, ― quiso calmarla ― pensaba pedirte el café solo.

No, no era así. Le estaba mintiendo para que ella no se sintiera mal. Le mentía porque era bueno. El señor sólo pedía café solo para desayunar. Cuando se tomaba su café de las once, que era ése, lo pedía con un poco de leche y miel. Al mediodía, después de comer, se tomaba una taza de café descafeinado. Por la tarde, tomaba té. Intentaba no dejarla en ridículo y era tan bueno por ello.

― Discúlpeme, señor.

Él no le soltaba la mano, seguía mirándola de ese modo extraño que ya era tan familiar para ella. Desde el primer día que empezó a trabajar allí, el señor siempre la había mirado de esa manera. A veces se quedaba largos minutos observándola fijamente y ella no podía menos que luchar contra su vergüenza en esos momentos para evitar que se percatara de que estaba sonrojada hasta las raíces del cabello. ¿Por qué la miraba de esa forma? ¿Acaso estaba comprobando los avances de su proyecto de caridad? A veces, sentía esperanzas de que pudiera haber algo entre ellos… un… nosotros.

― ¿Puedo retirarme? ― le preguntó ― ¿O necesita algo más?

― Sí, claro. ― la soltó ― Puedes continuar con tus tareas, Kagome.

Asintió con la cabeza y no le dio tiempo a pensárselo dos veces. Antes de que pudiera pronunciar una palabra más, estaba fuera del despacho y había cerrado la puerta. Se apoyó contra las puertas y expulsó todo el aire que había estado guardando.

― Inuyasha…― musitó.

― ¿Otra vez suspirando por las esquinas?

― ¡Kaede!- exclamó sorprendida.

― Si sigues así, todo el mundo se va a enterar de que estás enamorada del señor.

Se abalanzó sobre ella mientras hablaba y le tapó la boca con las manos.

― ¿Estás loca? ― exclamó ― El señor podría oírte, ― le informó ― está ahí adentro.

― Lo que me extraña es que él no se haya dado cuenta solito, Kagome. ― suspiró ― Eres demasiado transparente.

En eso tal vez tuviera razón. Tal vez el señor ya supiera que ella estaba enamorada de él y tal vez la mirase de esa forma tan especial para ella porque le daba pena. Él nunca le correspondería. Además, ni siquiera sabía nada sobre esa faceta de su vida. No traía mujeres a la mansión, ni flirteaba con las que estaban allí. Una vez se planteó que sus orientaciones sexuales pudieran ser algo diferentes, pero tampoco llevaba hombres que no estuvieran relacionados con el ámbito estrictamente profesional. Por lo demás, siempre estaba solo.

El ama de llaves sacudió la cabeza en una negativa, como si estuviera contestando a una pregunta que se había hecho mentalmente, y agarró su mano para tirar de ella. Kaede era su mejor amiga y teniendo en cuenta que le sacaba cincuenta años, era algo triste decirlo. Cuando llegó a ese sitio, estaba sola con la excepción de su hermano pequeño y tuvo que empezar una nueva vida. No le costó nada hacerlo porque su vida anterior fue un auténtico desastre. Su mayor soporte en esa casa era Kaede, la habitante más antigua. La única que llevaba más tiempo que Feire andando por esos pasillos oscuros. Ella sabía tantas cosas de la casa, de los padres del señor, del señor. Por lo que le contó, ella fue la nana del actual señor. Según ella, él siempre fue un niño maravilloso, pero cuando aún era joven, le ocurrió algo que lo marcó de por vida. ¿Qué sería? Kaede se negaba a decirle más al respecto porque era un "secreto familiar" y ya había hablado demasiado con lo poco que le dijo.

Siguió a Kaede hacia las escaleras del hall y la ayudó a subirlas. Kaede ya tenía más de setenta años, vivía allí desde que era una niña y anteriormente a ella estuvieron sus padres. Sonaba tan medieval, pero estaban en el siglo veintiuno. Todo en esa mansión era diferente. El señor sólo usaba los ordenadores para su trabajo. Tenía un móvil y le había oído en un millón de ocasiones maldecir por lo alto porque odiaba tener que utilizarlo. Tampoco había televisión. Sólo algunos miembros del servicio tenían una pequeña pantalla en su dormitorio. Se respetaban unos horarios de comida. Las llaves de toda la casa las tenía sólo el ama de llaves y el señor, y la puerta se cerraba a las ocho de la noche. Los suministros de comida se los traían directamente a la casa. El señor apenas salía de allí y odiaba tener que hacerlo. Ella misma llevaba muchísimo tiempo sin salir. La última vez que estuvo en la ciudad, fue un año atrás, cuando tuvo que firmar la matrícula de su hermano pequeño en el nuevo instituto. Sus hábitos de vida habían cambiado y se habían adaptado a las extrañas circunstancias de ese lugar.

― ¿En qué piensas, muchacha? ― la interrumpió Kaede ― No puedes trabajar con la cabeza en otra parte.

Kagome asintió con la cabeza y agarró el carro de la limpieza que le esperaba en lo alto de la escalera. Después de haber recogido la colada y haber servido al señor y a sus invitados, tenía que limpiar su dormitorio. Por suerte, a ella sólo le encargaron el dormitorio del señor. Cuando llegó a la casa Kagura, temió tener que limpiar el suyo, pero se libró, y menos mal. No soportaba a esa mujer que quería aprovecharse de la bondad del señor y, al mismo tiempo, la envidiaba tanto por ser tan hermosa y vestir tan bien.

Abrió la puerta con confianza, sabiendo que la habitación estaba vacía, y metió el carro dentro antes de volver a cerrarla. Había dejado los grandes ventanales que daban al balcón abiertos en su anterior visita, por lo que la habitación ya estaba ventilada. Entró en el vestidor del señor a toda prisa y se subió a una silla para coger las sábanas que estaban en lo más alto. Sin embargo, desde lo alto escuchó unos pasos a su espalda, y, cuando vio al señor entrar en el vestidor, lo único en lo que se le ocurrió pensar era en que debía de estar viendo su ropa interior bajo la corta falda. Se llevó ambas manos a la falda avergonzada y fue en ese instante cuando se desestabilizó y perdió totalmente el equilibrio.

Fue verdaderamente sorprendente el no darse ningún golpe contra el suelo, pero fue más sorprendente todavía el encontrarse entre los brazos del señor. Él debía de haber corrido a cogerla en cuanto vio que se caía y ella tenía los párpados fuertemente cerrados como una niña. Abrió lentamente un ojo para mirarle y al ver que le sonreía, abrió el otro.

― Debes tener más cuidado, Kagome. ― la ayudó a ponerse en pie ― Puede que otra vez no esté tan a mano.

Él le rozó la piel desnuda de uno de sus muslos sin querer y ella estuvo a punto de desmayarse. Saltó y se apartó, como si el contacto le hubiera quemado, y al ver su expresión de extrañeza, se acuclilló y se puso a recoger las sábanas que había tirado en la caída para evitar que él le hiciera más preguntas.

― Siento molestarte en tu trabajo, será un minuto. ― lo escuchó rebuscar entre las perchas ― O tal vez dos…

Sin poder evitarlo, levantó la vista para ver qué era lo que tenía tan preocupado al señor. Estaba rebuscando algo entre las perchas. ¿Por qué? Ya estaba vestido. De repente, lo vio. Una enorme mancha de café oscurecía más si era posible el tejido de su preciosa camisa.

― ¡Oh, vaya!

Se levantó en menos de un segundo, estando a punto de caerse de nuevo, pero el señor lo evitó agarrando su brazo.

― ¿Estás bien? ― parecía preocupado ― ¿Quieres que llame a un médico? ¿Te sientes muy mareada?

¡Estupendo! El señor pensaba que ella estaba mareada cuando, en realidad, estaba tan enamorada de él que se volvía torpe e inepta por su cercanía. Desde luego, no podía decirle eso, pero tampoco mentirle.

― Me encuentro bien, ― intentó justificarse ― es que los tacones son nuevos…

Era una mentira improvisada en el último segundo, peo a él le bastó para creerla y volver a lo suyo.

― ¿Me permite su camisa? ― debía estar roja como un tomate mientras le decía eso ― Si no uso el quitamanchas antes de que se seque, será más difícil quitarla.

― Claro.

Ella asintió con la cabeza y salió del vestidor con la cabeza gacha para darle la intimidad que necesitaba para desnudarse. Esperaba que él estirara un brazo desde dentro del vestidor para dársela, pero, en cambio, salió desnudo de cintura para arriba con la camisa en la mano, y se la ofreció. Ella se quedó sin habla, boquiabierta y temerosa de ponerse a babear. Nunca le había visto sin camisa y estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. No tenía nada de vello por el torso, estaba tan bronceado como el resto de su cuerpo y tampoco atisbaba a ver un solo ápice de grasa. ¡Era perfecto! Los hombros eran más anchos de lo que parecían bajo la camisa, los pectorales hinchados y duros, los abdominales bien marcados y esa sensual marca de la cadera que se unía con la de la ingle bajo el pantalón.

― ¿Kagome? ― le puso las manos sobre los hombres ― Si te encuentras mal dímelo, no me lo ocultes.

― No… Estoy bien… ― volvió a bajar la mirada hacia su torso ― Voy a limpiar esto…

Le quitó la camisa de entre las manos y se dirigió hacia su carrito para coger el quitamanchas. Esperaba que ése fuera el momento en que el señor volviera al interior del vestidor para ponerse otra camisa, pero, una vez más, se volvió a equivocar. Él la siguió hasta el carrito y se quedó mirando como limpiaba la camisa, poniéndola nerviosa.

― Señor, no hace falta que me haga compañía… ― musitó ― Debe vestirse. Tiene negocios que atender.

― Pueden esperar. No me fio de dejarte sola.

¡Era tan tierno! Él estaba preocupado por ella y se quedaba como un caballero de brillante armadura para protegerla. Se le aflojaron las rodillas por sus palabras y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no caerse al suelo. En ese momento, sí que sentía ganas de desmayarse de verdad. Aunque pudo ver en sus ojos que había algo más, parecía preocupado, y eso también lo notó al entrar en su despacho. Los inversores estaban discutiendo antes de que entrara, y, cuando entró se hizo un tenso silencio. Entre el inversor que le habló y el señor también notó cierta tirantez.

― Señor, no quiero ser indiscreta pero… ¿Hay algo que le preocupe?

― ¿Por qué lo dices?

Dejó de frotar la mancha de café de la camisa y tomó aire.

― Le he notado muy tenso en su despacho y sus invitados no parecían estar en mejores condiciones… ― musitó ― Me preguntaba si algo va mal…

Le escuchó suspirar hondamente y estaba a punto de disculparse cuando él se apartó de su lado y se dirigió hacia la cama. Lo vio sentarse sobre el colchón, con las piernas abiertas, y apoyar los codos sobre sus muslos. Hundió su cabeza entre sus manos y pudo ver a la perfección el estrés a el que parecía estar sometido en ese momento.

― ¡Sí, todo va mal! ― rugió furioso ― Llevo toda la vida ocupándome de los negocios de mi difunto padre y ahora ellos me piden que dimita… ¡Me han pedido que dimita!

― Pero no pueden obligarlo a dimitir, ¿no?- preguntó desde su ignorancia.

― Pueden meterme mucha presión e incluso… ― tragó saliva ― Encontrar una excusa para despedirme…

Nunca pensó escuchar algo así de los labios del señor. Él era un gran hombre, poseía una gran fortuna, tenía ojo para los negocios. Él era brillante. ¿Por qué esos hombres querían que dimitiera?

― No te preocupes por tu trabajo, Kagome. ― a pesar de todo eso, levantó la cabeza y la contempló con una sonrisa ― Yo seguiré teniendo toda mi fortuna familiar y seguiré ganando con mis inversiones para pagaros el sueldo.

¿Su trabajo? ¿Y qué importaba eso? Dejó la camisa sobre el carrito y caminó hasta estar a unos pocos centímetros de él. Se arrodilló y apoyó sus manos sobre sus muslos masculinos, olvidando por primera vez la cercanía, su contacto y esa chispa que saltaba entre ellos.

― No puede ponérselo tan fácil. Usted se esfuerza mucho día a día, le gusta su trabajo. ― aseguró ― Yo diría que adora su trabajo. Es un hombre fuerte, sabio y decidido. Un hombre triunfador y con muy buen corazón. No permita que ellos le arrebaten todo aquello por lo que ha luchado.

― Pero, ¿qué puedo hacer para evitarlo?

― Por el momento, vístase, péinese el pelo y vuelva a esa reunión. ― le contestó ― Mantenga la calma y la buena educación, y demuéstreles que van a tener que pelear duro si quieren apartarlo.- le aconsejó- Ese niño no lo hará mejor que usted.

Ya veía toda la escena más clara. El ambiente estaba tenso porque le habían pedido que dimitiera. Los inversores discutían porque Inuyasha se negó a hacerlo. Aquel hombre que le había hablado sólo quería "demostrarle" que podría quitarle todo lo que le pertenecía en ese momento. Él era el candidato para sustituirle. Por desgracia, cometió un gran error al escoger como ejemplo a una de las más fieles seguidoras de Inuyasha Taisho.

― ¡Tienes razón!

El señor se levantó tan de prisa que ella se cayó sobre sus nalgas en el suelo.

― ¡Oh, lo siento!

Antes de que le diera tiempo a sentirse avergonzada por lo incómodo de la postura había sido levantada y arrastrada hacia el vestidor.

― Necesito tu ayuda. ― confesó ― Se me da muy mal combinar la ropa. ¿Qué camisa debería ponerme?

¿Se le daba mal combinar la ropa? Ahora entendía por qué tardaba tanto en salir de su habitación por las mañanas. Rebuscó junto a él entre las numerosas camisas hasta que dio con una camisa negra con cuadros de color granate. No era lo ideal para una reunión de negocios, pero teniendo en cuenta cómo solía vestir el señor y la impresión que quería dar, sería perfecta. Le daba una imagen casual, desenvuelta y fuerte. Parecía que le diera exactamente igual lo que pensaran de él y era justo lo que necesitaba. Le alegraba tanto poder ayudarle. Así le devolvería de alguna manera todo lo que él hacía por ella.

Salió del vestidor para dejarlo vestirse tranquilamente y, sin darse cuenta, terminó abrazando su camisa en lugar de quitarle la mancha.

― ¿Qué haces?

Un Inuyasha guapísimo salió del vestidor mirándola extrañado.

― Yo… es que… esta camisa… es muy bonita… y… bueno…

― Quédatela.

― Pero…

― Es lo mínimo después de lo mucho que me has ayudado.

Le guiñó un ojo y salió de la habitación, dejándola sola. Kagome se dejó caer de rodillas sobre el suelo con la camisa, aún abrazada contra su pecho, y a punto estuvo de llorar. Era el mejor regalo que había recibido en toda su vida.


Se apoyó contra la puerta que acababa de cerrar a su espalda y sacudió la cabeza, sintiéndose realmente estúpido. Se volvía tonto y torpe cuando estaba cerca de la preciosa Kagome. Cuando estaba sirviendo el café en su despacho y vio al desgraciado de Bankotsu Shichinintai, el mismo que intentaba quitarle su negocio, intentando coquetear con ella, sintió el irrefrenable impulso asesino de romperle cada uno de los dientes de su enorme sonrisa burlona. Si volvía a ponerle una mano encima a Kagome, nadie se lo impediría.

Daría cualquier cosa por poder salir de su oscuro mundo, darle una mano a Kagome y caminar junto a ella durante el resto de sus días. Pero ella era tan diferente a él, tan buena, tan humana. No se merecía respirar el mismo aire que ella y hasta el momento se había conformado con mirarla desde lejos, pero cada vez le costaba más alejarse. Ella le atraía y olía tan endiabladamente bien. Tal vez no debió contratarla y meterse solito en la boca del lobo, pero cuando vio lo desvalida que estaba, el sólo pensar lo que estaría dispuesta a hacer la muchacha… no pudo dejarla marchar. Ese día decidió protegerla y cumpliría con su promesa.

― ¡Kaede! ― le dio un beso en la frente a su nana ― Cuida de Kagome. Creo que no se encuentra bien.

Kaede asintió con la cabeza y lo vio dirigirse hacia su despacho. Todo era tan complicado.

Continuará…