LOS EXTRANJEROS

Capítulo 1.- La Frontera Rota.

Hacía mucho frío, la casa estaba destemplada y nos habíamos sentado muy cerca de la chimenea. Sherlock leía con el ceño fruncido una revista científica y yo trataba de concentrarme en mi libro de cuentos de Edgar Allan Poe. De vez en cuando le miraba, él estaba estirado lánguidamente en el sillón, todo lo largo que era, y a mí me preocupaba que su "mortal" aburrimiento acabara desembocando en un berrinche de los suyos, de consecuencias imprevisibles.

El teléfono sonó justo en el momento en que yo me enfrascaba en "Los crímenes de la calle Morgue" y por la amplia sonrisa que la llamada provocó en Sherlock, supe que era de Lestrade. Saltó del sillón como si le hubieran pinchado, atravesó la sala en un par de zancadas para ponerse el abrigo y la bufanda y me miró con cara de impaciencia.

Cuando bajamos del taxi, caía una lluvia helada y el viento agitaba burlonamente las cintas que acordonaban el escenario del crimen. Un hombre de mediana edad, casi calvo y de barriga prominente, yacía tendido en mitad de la calzada. Tenía las piernas abiertas y los brazos en cruz y su ropa, que me pareció lujosa y elegante, estaba toda desmadejada: la gabardina estaba abierta y el traje y la corbata descolocados, como si hubiera habido una lucha. Sherlock se frotó las manos, entusiasmado, pero yo me sobrecogí al ver la expresión de horror en la cara mofletuda del muerto, con los ojos abiertos y desorbitados, una mueca espantosa en la boca y una horripilante quemadura en la frente en la que se podía leer, como marcada a fuego, la palabra "pederasta".

Me volví hacia Lestrade. Estaba rígido, con la mirada fija en el cadáver, pero desenfocada, como si viera algo más allá. Sherlock sacó la lupa y examinó con mucha atención la zona abrasada. Yo me acerqué, en busca de otras señales de violencia pero, a simple vista, no había ninguna. Estuvimos estudiando el cuerpo casi media hora, pero no saqué ninguna conclusión y, a juzgar por su cara seria y reconcentrada, Sherlock tampoco.

El Inspector no dijo una sola palabra durante todo ese tiempo, sólo cuando nos dirigíamos a Scotland Yard comentó, en un tono de voz tenso y grave, que el fallecido había sido acusado de haber violado a varios niños. Los informes que le acababan de pasar mencionaban numerosas denuncias, pero ninguna de ellas había llegado a los Tribunales por falta de pruebas.

Greg se dejó caer a plomo en la silla de su despacho, con cara de cansancio. Sherlock, con la mente ya metida en el caso, comenzó a hacer preguntas y así nos enteramos de los antecedentes. Lestrade estaba muy preocupado. Se temía lo peor, que aquel crimen fuera igual que el de Glasgow. Al ver el cadáver, Anderson y él habían recordado las noticias sobre un suceso similar ocurrido en Escocia unos meses antes: la misma cara de horror en la víctima, ningún rastro aparente de violencia física, salvo una herida en la frente que parecía la huella de un hierro candente que formaba la palabra "terrorista", una quemadura profunda y uniforme, como destacó Sherlock al comentar sus observaciones, y un individuo acusado de algo grave pero que no se había podido demostrar.

Greg se cubría la cara con las manos y Sherlock tamborileaba la mesa de la comisaría, cuando Anderson entró con un sobre grande y amarillento: la autopsia de Glasgow. El Inspector me echó una mirada de angustia. Me dispuse a estudiar el documento, con Sherlock pegado detrás de mí leyendo por encima de mi hombro y, a medida que avanzaba, me sentí más desconcertado y horrorizado.

Según esa autopsia, el cuerpo no presentaba ninguna marca de violencia en su exterior, con la excepción de la señal de la cara; pero, por dentro, estaba destrozado de un modo extraño e imposible de explicar: la cabeza estaba separada del tronco mediante un corte limpio y preciso en la cuarta vértebra cervical y las carótidas estaban seccionadas con la exactitud de un bisturí, pero solo se apreciaba tras abrir el cadáver, ya que el cuello estaba en su sitio, la piel inmaculada, los músculos ilesos. La caja torácica estaba intacta por fuera, sin presentar siquiera el más mínimo rasguño u orificio o erosión, absolutamente nada y, sin embargo, una vez abierta, el corazón parecía haber explotado de dentro afuera, reventando las arterias y quedando convertido en un amasijo de carne deforme, después de haber encharcado de sangre los pulmones.

Tuve que leerlo dos veces, aquello no era creíble, pero Lestrade insistió en que era real. Eso era lo que se habían encontrado y, probablemente, lo que encontraríamos ahora. Miré a Sherlock, pero él se encogió de hombros y enarcó las cejas, en su típica expresión de "estos son tontos". Yo no salía de mi asombro.

Como para reafirmarse en lo extraño del caso, Greg pidió a Donovan otro sobre, el de las fotos de la escena del crimen de Glasgow, y las colocó al lado de las que acababan de sacar hacía apenas una hora. Las similitudes saltaban a la vista; el hombre de Glasgow era más delgado y moreno, con mucho pelo y barba negros, pero la misma postura, la misma expresión, esa horrible marca…. La exclamación de Sherlock me sobresaltó:

- ¡Esa mujer!

- ¿Qué mujer? — preguntamos Greg y yo al unísono.

Sherlock colocó su índice sobre una de las fotos de Glasgow, señalando la figura algo borrosa de una mujer que observaba desde cierta distancia cómo la policía rodeaba el cadáver; parecía de estatura media, vestida con un amplio abrigo de color avellana y un gorro de lana del mismo color, del que sobresalía una hermosa y larga cabellera de pelo negro.

- He visto a esa misma mujer hace un rato; nos miraba desde la esquina de North Row, ese pelo es inconfundible, la misma ropa, la misma cara blanca y afilada.

- Puede ser una casualidad — dije yo.

- Yo no creo en las casualidades, John. Ya lo sabes —comentó Sherlock, con aire de autosuficiencia. Últimamente, había adoptado un tono de superioridad conmigo que no me gustaba nada y que, en momentos como aquél, me molestaba.

- Un momento — intervino Greg — ¿no es ésta de aquí?

El dedo de Greg fue a parar a una de las fotos recientes y, para mi sorpresa, la mujer de beige estaba allí, en la misma postura que Sherlock acababa de describir. Tuve que tragarme mi irritación. Estuvimos dándole vueltas entre los tres a ese detalle; a Sherlock le parecía una pista, al Inspector y a mí no nos decía nada; pero no dejaba de ser curioso. Una llamada interrumpió la discusión, oímos a Greg contestar al teléfono con desgana:

- Mycroft, no sé a qué viene esto. De verdad, estoy bien, me encuentro bien. Vale, vale, te avisaré si noto algo raro.

Sherlock no tardó en saltar como una escopeta:

- ¿Mi hermano te llama?

- No sé cómo se ha enterado, pero ya es la tercera llamada desde que encontramos al muerto. Supongo que el servicio secreto está interesado en un caso tan raro como éste.

Cuando volvimos a casa, la agitación de Sherlock era evidente, ya tenía algo con lo que distraerse, y yo me sentí aliviado. Las cosas entre nosotros no habían vuelto a ser como antes, yo notaba cierta tensión y, sinceramente, tampoco había querido poner de mi parte. Aún no me cabía en la cabeza cómo podía haberse comportado así, como un bastardo egoísta. Cómo había podido ocultarme durante más de un año que su suicidio había sido una farsa. Yo sabía que él no lo entendía, que su falta de empatía era algo con lo que yo tenía que lidiar, pero aún me dolía, aún me escocía que hubiese sido incapaz de pensar en mí, que no le hubiera importado lo más mínimo cómo me había afectado aquello. Quise echarle en cara mis pesadillas, mi desesperación, mi impotencia… mis lágrimas; pero yo sabía que era inútil, que aquello no llegaría al fondo de sus neuronas. Los puñetazos sí los entendió y fue reconfortante ver su cara de sorpresa y que, finalmente, se diera cuenta de que había obrado mal, aunque no comprendiera del todo el por qué. Me dio toda clase de explicaciones y llegó a ablandarme, porque, entendiendo su lógica, motivos no le faltaban: tenía que asegurarse de que todo el mundo le creyera muerto, mantenerme a salvo, lejos de los secuaces de Moriarty, sobre todo de Moran, que no hubiese dudado en apretar el gatillo conmigo en el punto de mira, de haber tenido alguna duda sobre el suicidio de mi compañero, proteger así a la señora Hudson, a Molly, a Greg, a quienes le importábamos, tener las manos libres para acabar con la red criminal; pero en el fondo de mi corazón, yo aún le reprochaba que no hubiese confiado en mí lo suficiente. No podía evitar sentirme traicionado.

Durante una temporada, fue extraordinariamente atento y afectuoso conmigo, pero después, sin saber por qué, adoptó una actitud distante, aunque me siguió sorprendiendo con detalles inesperados, como comprar mis pasteles favoritos de camino a casa. Esos momentos me hacían dudar, porque me provocaban un cosquilleo dulce y cálido en el estómago, una sensación de ternura difícil de explicar, que me emocionaba; pero entonces recordaba lo manipulador que podía llegar a ser y me abstenía de entusiasmarme. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su palacio mental, concentrado en sus obsesiones, en sus experimentos, en sus estudios. Yo tenía la sensación de que, a veces, me miraba de reojo, como analizándome.

Nos sentamos en los sillones, ávidos de calor. La casa olía estupendamente y de no ser por la inquietud que me había provocado el misterioso crimen, habría sido feliz simplemente con la excelente sopa que había preparado la señora Hudson. Sherlock no probó la comida. Después de estar con la mirada perdida en la chimenea durante un buen rato, me frió a preguntas sobre anatomía. Yo me di cuenta enseguida de a dónde quería llegar, pero le convencí de que no había forma humana de hacer aquellas heridas sin dejar ningún rastro en el exterior del cuerpo. Era imposible romperle el cuello a alguien sin tocar los músculos o la piel para llegar a los huesos; era inconcebible que un corazón humano sano reventara porque sí o que alguien lo dañara y luego dejara perfectas las costillas, los músculos íntegros, la piel impecable, sin huella de intervención. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Era absurdo. Así que llegamos a la conclusión de que no tenía ninguna explicación, aunque Sherlock añadió un optimista "por el momento".

La visita de Mycroft nos pilló por sorpresa. Hizo una entrada dramática, trayendo consigo todo el frío y la humedad de la calle. Estaba ojeroso y más pálido de lo habitual .Su presencia no fue del agrado de Sherlock, que se quedó tieso en su sillón, con las manos unidas, las yemas de los dedos pegadas junto a sus labios, sin mirar si quiera a su hermano. Como siempre, tuve que intervenir para suplir la falta de modales de mi compañero:

- ¿A qué debemos el honor?— Traté de que mi ironía no fuera muy descarada.

Mycroft adoptó un aire solemne:

- Hay un asunto que me preocupa enormemente, un asunto de la máxima gravedad, y he venido a advertiros y a pediros — Se aclaró la garganta—, a… rogaros, que no os involucréis.

Sherlock salió de su concha:

- ¿Qué asunto?

- Estos crímenes, Sherlock. Estos en que las víctimas aparecen muertas con lesiones insólitas y una palabra grabada en la frente.

- ¿Por qué? —Sherlock no iba a renunciar a un misterio como ése, así, sin más.

- Es muy peligroso, tremendamente peligroso. No podéis imaginaros cuánto—Por su tono de voz, Mycroft hablaba en serio.

- Si no te explicas mejor, Mycroft…—añadí.

- No puedo explicaros nada concreto, no me está permitido

- Ya, "alto secreto" ¿no? —Ya no pude contener la ironía.

- John —Mycroft me miró fijamente y pude ver que había verdadero miedo en sus ojos —. No sabéis a qué os enfrentáis; pero puedo deciros que ponéis en grave riesgo vuestras vidas, no sólo pueden mataros, podéis enfermar si entráis en contacto con los cadáveres… y sin remedio.

- ¿Por eso has llamado a Lestrade? —Sherlock echó una mirada socarrona a su hermano, que adoptó una postura defensiva.

- Sí, y por eso estoy aquí. Quiero que abandonéis este caso inmediatamente; éste y todos los de estas características que os encontréis.

- ¿Es que va a haber más? —dijo Sherlock con satisfacción, estaba encantado con la idea.

- ¡Sherlock! —Mycroft se descompuso— Esto no es un juego —dijo, masticando las palabras—Si continuáis con esto, moriréis. No puedo contaros nada más. — Se llevó la mano a la frente y me di cuenta de que la tenía cubierta de sudor y de que temblaba ligeramente.

- Pero ¿qué es lo que pasa? —pregunté.

- Es mejor que no lo sepáis, créeme, John.

Sherlock bufó:

- ¿Por qué no dices la verdad, hermano? ¿Por qué no reconoces que no quieres que metamos las narices en asuntos del Gobierno? Esta vez no os interesa ¿no es así?

- Sherlock, te … suplico —Su voz vaciló, nunca le había visto así de asustado—, te suplico que dejes esto, por favor. No me importa el Gobierno, ni Scotland Yard, me importas tú.

Sherlock miró a su hermano muy serio, centrando toda su atención en él, pero no dijo nada.

Acompañé a Mycroft a la salida y al llegar a la puerta, me cogió del brazo. Parecía realmente desesperado.

- John, confío en tu buen juicio. Júrame que me harás caso.

Yo asentí y él pareció relajarse; pero antes de poner el pie en la calle, se volvió otra vez hacía mí:

- Cuida de Sherlock. Y… sé amable con él. No me ha dicho nada, pero sé que lo está pasando mal.

- ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

Pero sonrío enigmáticamente y echó a andar, sin darme más explicaciones. Cuando volví a la salita, Sherlock estaba paseándose de un lado a otro. Yo solo tenía que ver su gesto de concentración para saber que ya estaba enfrascado en el asunto y que no atendería el consejo de su hermano; pero me sentí sin fuerzas en ese momento para enfrentarme a él. Esperaría un momento más oportuno; si la autopsia del muerto de North Row era igual de incomprensible, se desanimaría, pero ahora, con el juguete recién estrenado, me arriesgaba a que me dijera que sí y que hiciera luego lo que quisiera a mis espaldas.

Decidí acercarme a casa de Mary, necesitaba despejarme de la desazón que me había producido todo el asunto, sobre todo, las alarmantes palabras de Mycroft. La voz de Sherlock sonó como un trueno a mi espalda cuando agarré el picaporte:

- ¿Otra vez vas a visitar a esa mujer? ¿Es que no te cansas de verla?

Estuve a punto de soltarle una grosería, pero respiré hondo y me contuve. Estaba empezando a cansarme de sus críticas a mi relación con Mary, pero no podía pretender que él entendiera el afectuoso vínculo que me unía a ella; así que me marché sin responder.

La casa de Mary estaba a unas pocas estaciones de metro de Baker Street y me metí de lleno en el bullicio del suburbano. Ahora me resultaba soportable, pero cuando iba a terapia me molestaba estar rodeado de gente, gente que me era totalmente ajena, que no me importaba nada, porque en aquellos días estaba como aturdido, me sentía acorchado, nada me importaba, nada me interesaba. La muerte de Sherlock, su suicidio, la horrible visión de su cuerpo roto y ensangrentado en la acera de St. Bart´s, me habían dejado vacío y desorientado. Iba y venía de la clínica de Sarah y de la consulta de la psicóloga como un zombi, sin si quiera tener ganas de que algo o alguien me sacara de aquel entumecimiento.

Hasta que la conocí. Coincidíamos en la sala de espera de la terapeuta. Me llamaron la atención su cabello rubio y sus ojos azules y serenos y empezamos a hablar. Al principio, de cosas irrelevantes, como el pertinaz mal tiempo de Londres o las noticias, pero un día me preguntó el motivo por el que yo estaba allí. Ella acababa de quedarse viuda y se sentía incapaz de seguir viviendo sin su marido. Al cabo de unas semanas, yo esperaba a que ella acabara su sesión y nos tomábamos un café o dábamos un paseo. Ambos empezamos aquello como un desahogo mutuo. Mi terapeuta había insistido hasta la saciedad en que yo hablara, que le contara a alguien mis inquietudes, que guardarlo todo para mí no era sano; pero yo no tenía a nadie de confianza, había perdido a mi mejor amigo.

Mary no solo era atractiva, resultó ser una persona abierta, sincera, afectuosa, y yo sentía verdadera lástima por ella, la pérdida de su marido había sido un golpe demoledor que había cambiado su vida por completo y me sentía identificado con ella, porque, al fin y al cabo, yo también había perdido a la persona con la que compartía mi vida, en realidad, a la persona con la que compartía todo. Ella hablaba con mucha naturalidad de sus sentimientos, pero a mí se me hacía un nudo en la garganta, hasta que ella, con una dulzura y una delicadeza que yo le agradecía profundamente, conseguía hacerme hablar. Así, forjamos una amistad que fue creciendo poco a poco y que se convirtió en algo que nos ayudaba a mantenernos de pie en medio de los escombros.

De los cafés y de los paseos, pasamos a ir al cine, a exposiciones y … a hacer el amor. Aunque amor no fuera la palabra, porque era más compañía, consuelo. Era algo raro, que no se parecía en nada a ninguna relación que yo hubiese tenido antes, porque no existía el afán de la conquista, el juego de la seducción o la pasión. Era una relación de camaradería que yo nunca hubiera imaginado con una mujer. Ambos sabíamos que el amor no se presentaría: ella seguía completamente enamorada de su marido y yo no me sentía con fuerzas para más emociones devastadoras.

No intenté explicar a Sherlock lo que Mary era para mí, no iba a entenderlo. Cómo hacerle comprender que, desde su desaparición, desde ese suicidio que me hizo ver y creer como real, salir de casa para pasar un rato con ella era lo único que me reconciliaba con el mundo. Así que no me tomaba la molestia de responder a sus insidias, a sus protestas, a sus pataletas infantiles porque me pasaba horas, noches o días fuera de Baker Street. A él no le había importado mentirme, ocultarme algo así durante todo ese tiempo; en su ecuación, yo no había sido una variable a tener en cuenta.