Corría el año 1071, y William El Conquistador se había coronado algunos años atrás como Rey de Inglaterra tras derrotar a las huestes Fyrd y los célebres Huscarles ingleses, los guerreros más resistentes de toda Europa en aquel entonces, en la mítica batalla de Hastings.

William poseía una fama de crueldad ganada a pulso, pero también era un hombre que gustaba de la justicia y el orden; durante su reinado se conocieron nuevas leyes y una relativa paz. Numerosas batallas a lo largo de Normandía e Inglaterra lo avalaban como un guerrero soberbio y tenaz y no hubo recurso que no fuera utilizado para construir el mito de un hombre a quien se temía y admiraba por igual y cuyo éxito, en realidad, sólo podía ser explicado como el resultado de la conjugación de su férrea voluntad y su extraordinaria capacidad para aprovechar cualquier circunstancia en su favor.

No obstante que William fue un personaje indudablemente destacado en la historia del último milenio, hubo otro que los historiadores han descartado por no existir fuentes confiables que acrediten su existencia. Tan irreal como cualquier prodigio y tan difícil de comprobar como todo acontecimiento extraviado en el pasado, su historia sobrevivió hasta nuestros días gracias a una leyenda que los trovadores transmitieron entre los habitantes de los pequeños pueblos asentados a lo largo de la frontera entre Escocia e Inglaterra.

Se cuenta que existió un joven caballero escocés que ondeó como insignia sobre los campos de batallas la poderosa cruz de San Andrés, símbolo de su nación. Nadie conocía su origen ni su rostro; salvo por sus ojos, tan azules como el cielo, de un color similar a la mística cruz que portaba en su estandarte. Contaban que apareció por primera vez durante la memorable batalla de Hastings, blandiendo una espada sagrada, grabada con las runas místicas cuyo significado sólo conocían las hechiceras de las Altas Montañas. No le habían visto llegar y tampoco partir; pero, se decía que gracias a su intervención William pudo vivir para coronarse rey. Desde entonces, su leyenda creció, y los trovadores se afanarían en vano, buscando detalles sobre su identidad, la cual permanecería envuelta por el velo del anonimato.

Año tras año, batalla tras batalla, el ejército del rey aprendió a confiar en que el misterioso guerrero acudiría para conjurar cualquier amenaza a su soberano. Fuese en caminos, bosques o lagos, en medio de la noche o bajo el sol de mediodía, él aparecía para vencer, y se le equiparaba entonces con un ángel o espíritu protegido por el Altísimo considerándolo invencible; sin embargo, ni el mismo rey conocía su rostro, y sólo llegó a comentar a sus más cercanos guerreros, que el azul de sus ojos era algo fuera de este mundo.

Los relatos contaban que, de la cruz de San Andrés bordada en su estandarte, emergía un brillo sobrenatural similar al de sus ojos, prodigioso hecho por el cual algunos dieron por llamarle "El Caballero de San Andrés", pues creían que era el santo patrono de Escocia vuelto a nacer; otros como los sencillos aldeanos, poco interesados en querellas de nobles e ignorantes en cuestiones religiosas; hartos de pobreza y opresión y ávidos de justicia, paz y bondad, sedientos de una esperanza que trajera luz a sus vidas y reavivara su fe en el futuro, le llamaban simplemente:

El Caballero Azul

Desde tierras muy lejanas, presta espada y fiel blasón
llegóse hasta la batalla, en Hastings con gran furor
érase como la nada, como el viento, como el mar
su diestra como encantada a William salvóle ha

Portento tan asombroso nunca vio el ojo surgir
golpe certero y directo no pudo sin Dios venir
Dicen que llegó del cielo, otros dicen que del mar
pero nadie podido ha, descubrir la gran verdad.

Es el patrono de Alba que a vivir tornado ha
varón ondrado y tan fiero, un guerrero sin igual
El azur de su mirada bordado está en su pendón
tercia runas, tercia olivo, y la cruz en resplandor.

Su rostro es grande misterio que nunca conoceréis
lo protege el mismo Cielo al que nunca llegaréis
Si sabéis un día su nombre, por ventura callaréis
porque al ángel que lo guarda sin dudar enfadaréis.

(Fragmento del Cantar de Westseas, siglos XI ó XII d.C.)