El cielo estaba lleno de estrellas, pero no había luna. Los campos eran difíciles de ver desde aquella distancia pero podía distinguirse la silueta del trigo meciéndose al viento. En algún punto a medio camino del granero, un perro empezó a ladrar. Era una noche tranquila, quizás demasiado tranquila; la clase de noche en la que se cuentan historias de fantasmas alrededor de una hoguera. Fantasmas. Steve bajó la vista y se dedicó a estudiar los tablones de madera que formaban el porche. Nunca le gustaron las historias de fantasmas. Cuando era niño su padre siempre se las arreglaba para contarle una o dos antes de dormir, y siempre despertaba asustado por misteriosas figuras que deambulaban por interminables pasillos a la espera de terminar asuntos que habían quedado sin resolver en su antigua vida. Cuando tuvo el valor de decírselo a su madre, ella se rió. No son más que cuentos, tesoro, recordaba verla doblar unos pantalones mientras lo decía, Los fantasmas no existen. Pero los fantasmas sí existían. No estaban hechos de éter ni de ninguna sustancia viscosa, y desde luego no vivían en casas abandonadas. Estaban hechos de recuerdos, tanto buenos como malos, y aunque durante el día conseguía mantenerlos a raya, por la noche salían de su memoria para acompañarle hasta el amanecer. A veces eran sus propios padres los que le visitaban, a veces eran soldados que habían caído bajo sus órdenes, a veces era Bucky...
Aquella noche era Peggy. No la Peggy joven y hermosa de aquella extraña visión sino su Peggy; la mujer que conoció en tiempos de guerra, la que tuvo fe en él cuando nadie más la tenía. La que yacía en una cama esperando su regreso. Pero aquella noche Steve no pensaba en los momentos que habían vivido juntos o en la forma en que ella cogía sus manos cada vez que iba a visitarla. Pensaba en las fotos que había junto a su cama: fotos de su familia y sus seres queridos, fotos de su marido y su sobrina. Fotos en las que se la veía sonriente junto a sus amigos o en las que salía sola contemplando una puesta de sol. Fotos en las que él podría haber aparecido de haber tenido la suerte a favor. Steve se cruzó de brazos y se recostó contra la pared de la casa. No, no podía seguir culpando a la suerte por todas las cosas de las que se había visto privado; de lo único que podía culparla era de haberle hecho caer en el hielo y prolongar su vida durante todo aquel tiempo. La única persona responsable de no haber podido compartir una vida con Peggy era él mismo. Si hubiese dado las coordenadas... Era cierto que no había tenido tiempo de aterrizar el avión en un sitio más seguro pero también lo era que la presión de llevar una bomba a punto de estallar le había impedido pensar con claridad. De haberlo hecho, se habría dado cuenta de que no estaba tan solo como creía allí arriba, de que el choque no era necesariamente el final y de que con las coordenadas Howard podría haber sido capaz de localizarle, quizás no al día siguiente pero sí al cabo de un par de semanas. Habría despertado antes, incluso a tiempo de ver cómo acababa la Segunda Guerra Mundial, y en aquellos momentos una foto de él con su primer hijo en brazos ocuparía un puesto en la mesilla de Peggy.
Pero entonces no habría conocido a Nick. Ni a Sam. Ni a Tony ni a Natasha. No habría formado parte de Los Vengadores. SHIELD seguiría bajo el control de Hydra. Y Bucky... Bucky seguiría siendo una historia de fantasmas. Era difícil pensar en todas las cosas buenas que podría haber vivido con Peggy sabiendo que ambos estarían muertos cuando la verdadera identidad del Soldado de Invierno saliera a la luz. Al menos al renunciar a un posible futuro juntos, la vida les había dado la oportunidad de vivir el tiempo suficiente para verle regresar. Ese era uno de los pocos pensamientos que le ayudaban a sobrevivir el día a día: los Vengadores se habían convertido en una especie de segunda familia y el mundo actual tenía sus más y sus menos pero saber que Bucky estaba vivo compensaba con creces todo por lo que había tenido que pasar desde su despertar. Por muy mal que fueran las cosas, por muy incierto que pareciera el futuro, algo era seguro: Bucky seguía ahí fuera, y estuviera donde estuviese le encontraría y le traería de vuelta a casa. Si es que aún quedaba una casa a la que volver. Steve suspiró y se frotó los ojos. Quizás después de todo debía agradecer a la suerte el haberle dejado vivir tanto. Quizás había sido mejor para todos el haber pasado tantos años bajo el hielo. O quizás simplemente necesitaba descansar. Tras un último vistazo a los campos, entró en la granja y cerró la puerta tras de sí.
