Título: Silent.

Autor: Yukari Sparda

Disclaimer: Silent Hill, su historia y sus referencias no me pertenecen, son del Konami Digital Entertaiment Inc. Dean Howell y otros son de mi propiedad, Edward le pertenece a Yaoist Secret, recomiendo a ojos cerrados darse una vuelta por "La Autopista" de la misma autora, para saber más del personaje.

Advertencias: AU, OC's, humor negro, lenguaje fuerte, temas sugestivos, violencia y un gran etc., que incluyen sangre y oxido. NC-16 por si las dudas.

Antes de comenzar: Está es la versión editada del texto original del 2011, tal y como otras de mis historias, ésta ha pasado por el torbellino caótico que implica volver sobre los pasos andados para remendar las cosas, así que tal vez ya no se vea como antes, lo cual podría ser increíblemente bueno para los nuevos lectores e insospechadamente ingrato para los antiguos. Quizás me equivoque en uno o en el otro, espero no sea en ambos.

Por otra parte, es un placer casi in-sano volver a ponerme en la piel de Dean y zurcir las heridas que antaño quedaron abiertas y sangrantes, al mismo tiempo, doy un paso al costado, sabiendo de antemano que no puedo quedarme atrás a coquetear con las amantes viejas y acidas como lo es Silent.

No me lo tomen a mal, amo Silent, siempre lo haré, porque a pesar de ser vieja y ácida, es especial y ella siempre sabe qué decir.

Esta historia está escrita en primera persona, está completa y la autora se está dando un paseo por el camino de la nostalgia.

Como finamente sabrán:

1.- No me hago responsable de cualquier tipo de secuela física-psicológica que puedan contraer con este relato –Se lava las manos en el agua del Toluca Lake y huye-

2.- Los reviews se responderán con PM. Menos los anons que no tengo forma de responder.

3.- No gano dinero haciendo esto, sólo es diversión.

Let's start again?


Silent – Chapter I

The silent in my life.


Déjenme que les cuente una historia.

Había una vez, en un lugar no muy lejano, ni olvidado, un reino que conocía poco de la palabra decencia y de las riquezas de los cuentos clásicos de los hermanos Grimm. Este encantador lugar era un reino roto, de esos que son producidos en masa, donde los hombres, quizás más de los que imaginan o simplemente uno en particular –al cual los Grimm tendrían la delicadeza de llamar, "el príncipe"– habían arrojado el quejumbroso lastre que es la esperanza humana por la borda en el Inner Harbor, prefiriendo, en cualquier caso, quedarse enfrascados dentro de televisores de plasma, parrilladas del 4 de Julio o simplemente atascados en una horrible, larga y tediosa fila de supermercado.

Me haré cargo de mis propios dichos, porque para hablar mal del reino de los olvidados por Dios no se hace falta tener tantas agallas como se es creído, sino un poco de sentido común, algo así como una pizca, pero tampoco soy quién para juzgar.

Por el momento, llámenme: El príncipe.

El príncipe está atrapado en la fila del supermercado, evaluando su propia inteligencia lo más profesionalmente posible. Él no se quejaría tanto de no ser porque ha escogido el peor momento para darle rienda suelta a su pequeño conocimiento sobre el capitalismo, comprando el último día del mes un par de elementos de los cuales se han quedado corto es su humilde palacio. En la –repito– larga, tediosa y horrible fila.

Puede que piensen que es una exageración, que no existen tales cosas como interminables alienaciones de personas que esperan pagar por insospechables cosas apiñadas en sus carritos o canastas, pero es que así es como funciona el capitalismo, agarradito de la mano de mamá burocracia, quién se aferra al brazo de papá incompetencia.

Quién hubiese imaginado en los tiempos de nuestros tatarabuelos que hoy en día las personas hiciesen fila para que les vacíen sus bolsillos y de pasada –por la gratitud, obvio– recibir una bofetada en la cara o un rodillazo en las bolas.

A veces hasta refunfuñamos un escueto: "Gracias" y ellos sueltan un: "No es nada. Vuelva pronto". Increíblemente, asentimos y volvemos.

Pero retornemos al mundo real, aunque ustedes, ni yo queramos, esta es la realidad. Estoy atrapado en la fila con una canasta roja agarrada de la mano, escuchando los murmullos de las personas, el sonido incesante de las cajas registradoras al marcar un producto, el llanto lejano de un niño con rabieta y quejidos, muchos de ellos, por todos lados. Tengo un momento para mí, en los cuales puedo reparar en los productos de primera necesidad en mi palacio.

Un par de latas de conserva con etiquetas de colores chillones acompañan al paquete de papel higiénico barato, junto a la botella de aceite, el azúcar, el arroz y las papillas para bebé. Por un segundo siento que las cosas no encajan, pero entonces recuerdo la lista de compras en mi bolsillo y todo vuelve a tener un sentido lógico dentro de la realidad. Mi realidad.

Si les soy sincero, este príncipe necesita qué comer y las personas en su reino también. Lo que ustedes no saben, porque es imposible que lo sepan, es que éste príncipe duda de si los dólares en el bolsillo izquierdo de su pantalón alcanzan para pagar los siete u ocho adminículos en su canasta.

Porque el príncipe está roto, como todo a su alrededor.

Verán, yo no ostento, no tengo que ostentar tampoco, no al menos como podría hacerlo mi antecesor o sucesor en la fila. Ellos pueden salir del brazo con sus esposas medianamente adineradas, llevando carros repletos de comida, lo cual es un lujo considerando que la mitad de la comida está destinada a ser olvidada en la alacena hasta que comience a despedir un olor terrible tras la putrefacción. A veces me gusta imaginar que puedo arrastrar un carro así de lleno, pero me quedo pensado en que el peso de la comida no me permitiría correr, ni moverme, es cuando cuestiono si es realmente necesario, para ellos, ese exceso de alimentos, si en verdad serían capaces de engullirse esa cantidad de cosas dentro de treinta días y luego comenzar el ciclo otra vez. Por eso me gustan las canastas, sí puedes levantar tu propio peso en comida entonces estás del lado correcto de la cordura.

Pese a todo esto, no es que me importe demasiado, no tanto al menos, como a ellos les importa si tengo el dinero suficiente para pagar los artículos que oso llevar conmigo al palacio. Sus miradas llenas de desdén son difíciles de ignorar, así como los comentarios mal intencionados sobre mi ropa barata o mi cara ojerosa y cansada –como la de los adictos, escuché una vez–.

No se molesten con las personas. Yo no los culpo. Si fuese otro príncipe, no el que soy hoy, yo también lo haría. Quiero decir, yo también me juzgaría estando del lado donde el sol suele quedarse más tiempo.

Sin querer, miro hacia adelante y con delicadeza escudriño el origen del atolladero en el cual me enfrasco. La fila se ha quedado pegada en un comprador envuelto en un traje de dos piezas color gris y su famoso dinero de plástico. Es hermosa la combinación de inseguridad y nerviosismo que nos ha dejado el mundo moderno ¿No? Quiero decir, a quién no le suden las manos o la espalda el segundo previo a deslizar una tarjeta de crédito por esas odiosas maquinitas, que me lance un billete de cien.

El hombre de traje luce desprolijo en muchos sentidos, intercambia miradas entre el lector de la tarjeta y la cajera, quien parece querer apuñalarle con una zanahoria en el cuello. Porque entre nos, todos queremos darle una patada en el culo, metiéndole la dichosa tarjetita de paso.

Y de pronto escucho una musiquita, no como esas que se escuchan en los supermercados de grandes cadenas para incentivar una compra feliz, sino otra más familiarmente molesta e incesante. Es un teléfono o al menos lo reconozco como uno, sonando a la distancia, ataviado por ropas. Las miradas escurridizas se hacen notar, sin dejar indiferente a nadie, las personas comienzan a mirarse por primera vez, se dirigen las manos a los bolsillos o los bolsos, tratan de razonar; de quién es, quién lo llama, quién, quién, quién. Cuando suena un teléfono en un lugar público pareciera que a todos les da picazón y se tocan por todo el cuerpo, hasta incluso la mente.

— ¿Señor? —Escucho a mi espalda antes de sentir una huesuda mano asiéndome del brazo que tengo libre, sin apretar, amigable, pero poco reconfortante.

— ¿Si? —Articulo con desgana, notando la desidia de mi mandíbula por moverse y gastar en palabras con un extraño. A este príncipe, lo social no se le da y limita sus palabras a una reducida gama de respuestas que pueden ser confundidas con antipatía—. ¿Qué se le ofrece?

—Su teléfono —Dice el hombre que me tenía del brazo, con ese acento refinado que a muchos les gusta practicar en frente del espejo. Tras el comentario su mano me abandonó, como quien deja un globo irse a favor del viento. De inmediato y sin quitarle la mirada, dirijo mi mano dormida al bolsillo de mi vaquero desgastado; el extraño tenía razón. La musiquita estridente provenía de allí—. Conteste.

—Gracias —Suelto antes de sacar el móvil, un cacharro antiquísimo, pero útil y tras mirar la pantalla aluminada de azul eléctrico puedo distinguir el nombre de Kate en el centro.

Un escalofrío se deslizó desde mi nuca hasta mi trasero, logrando que mi mundo se sacudiese bajo mis endebles piernas que parecían dos trozos de gelatina olvidados al sol. Uno sabe que nada bueno proviene de las llamadas telefónicas, casi siempre una llamada trae noticas poco alentadoras y muy lejanamente un chisme. Dudo que la madre de mi hijo llame por un conventilleo de barrio, liberando la única y primera opción. A veces uno debe seguir sus instintos y en este caso mi instinto gritó que rechazase la llamada, pero mi dedo traidor golpeó la tecla contraria.

Mecánicamente subí el aparato hasta mi oreja y aguardé lo que parecieron ser milenios.

— ¿Dean? —Y en el momento en que Kate dijo mi nombre mi rostro se humedeció.

—Al parecer —Susurro, pensando que tal vez si no decía nada, acabaría más pronto de lo que se supone debe durar una llamada con noticias terribles.

—No puedo… ya no lo soporto, yo… —Se escucha desesperada y rota, sobre todo rota, pero no puedo culparla, después de todo, no hay nadie en este mundo que esté completamente funcional. Vale decir, el mundo está roto y la garantía se ha vencido.

Darme cuenta de ello se sintió como una anestesia general, durmiendo mis nervios, aplacando el dolor, drenando el juicio.

—Lo siento Dean, ya no puedo continuar —Y con eso termina su antesala cruel—. No quiero continuar.

—No lo hagas —Suplico de la misma forma en que lo haría un sediento en el desierto. Fue lo único que salió de mi boca. Si les soy completamente sincero, esa suplica me parecería patética hasta el día de mi muerte—. Puedo… puedo repararlo.

—No, no puedes. Perdón… perdóname, por favor —El llanto la invade, impidiéndole continuar, la escucho tragar saliva con dificultad, antes de asestar la última bofetada—. Derek viene conmigo, adiós.

«No es nada. Vuelva pronto». Pienso en el momento exacto en que la llamada se termina con el chasquido típico del aparato y el sonidito que hace juego con el ritmo cardiaco de cualquiera que me observase en ese momento. Los ruidos del supermercado, acallados por el vestíbulo de una mala noticia, regresaron más opacados que nunca, como provenientes de un parlante sumergido bajo agua. El álgido viento emergente de un aparato de ventilación choca con mi cara, despejando las dudas, avivando las llamas.

— ¿Hola? —Parpadeo, lento, siempre lento, a la espera de una respuesta que estoy seguro jamás llegará. A la espera de algo, no sé, extraordinario.

Es insólito el tiempo que tarda el cerebro en contestar a las grandes preguntas de la existencia. Siento algo raro, en mis piernas, subiendo como miles de arañas debajo de la ropa, colándose a través de la piel, desfalleciendo cada célula y terminal nerviosa. Se parece a la anestesia general, pero más demorosa. Lo sé ahora, fue en ese minuto preciso y precioso cuando morí e, increíblemente, comenzaba a vivir, con la misma rapidez que una ráfaga de viento azota las velas de un barco que ha perdido el timón, meciéndome sin control. Las arañas eléctricas picando mi cuerpo, mordieron mis manos, dejando que la canasta y las cosas en ella, cayeran al suelo estrepitosamente, casi en conjunto con todo lo demás, que no era más que rastrojos de una vida otrora y escasamente llena.

El vacío y el silencio me abrazaron, uno más fuerte que el otro, pero firmes y lascivos, acunados por el gélido aire del lugar. Dejo salir el aire y me parece ver vaho desvaneciéndose en la nada, entonces escucho un disparo en la distancia, irreal.

Echo a correr, recordándole a una imagen mental de Kate, que el dinero no es capaz de entregar nada más que estabilidad, que los ricos lloran también y que los mediocres siempre han de vivir entristecidos, incluso si hay dinero en sus descocidos bolsillos, he tardado en entender, pero es así y de ninguna manera, Kate lo sabe, porque se estaba marchando de casa creyendo que es al revés ¡Maldita sea, al revés! Y deseo, juro por Dios que es de esa forma, poder correr más rápido, no obstante, es como estar metido en una condenada banda trotadora.

Puedo sentir el viento en mi cara, puedo ver las luces destellantes de los vehículos y el reflejo de las mismas iluminando el húmedo pavimento del estacionamiento. Me siento ciego y lento, me siento vulnerable y torpe, pero por sobre todas las cosas, me siento muerto. Un muerto que es capaz de vivir.

Puede que ustedes lo consideren como algo absurdo, pero dentro de esta loca carrera hay un objetivo que es claro, alcanzar a Kate y cuando mis ojos se centran en la parada del autobús puedo incluso volver a escuchar los latidos de mi corazón, cerca de mis sienes y el burbujeo clásico de las palabras atorándose en mitad de mi garganta.

— ¡Kate! —Eso suena más fuerte en mi cabeza de lo que realmente es, el sonido de los cláxones y las sirenas de alguna ambulancia son capaces de acallarlo todo alrededor en este pequeño pedazo de reino funesto. Por esto dudo, dudo y mucho, dudo de que Kate me haya escuchado, pero es que más nada podía hacer.

Kate se estaba yendo, se iba para jamás volver. La impotencia es una cosa curiosa y llama poderosamente la atención. No hay nada más nefasto que la impotencia, esa sensación de que pudiste haber hecho algo, pero llegaste demasiado tarde, esa sensación de no ver venir las cosas, por muy obvias que estas parezcan al principio. En mi caso, me pregunto qué hubiese pasado de no haber contemplado mi propia idiotez por tanto tiempo parado en esa fila de supermercado.

Quizás hubiese llegado a tiempo para que el escape del autobús me escupiese en la cara, quizás esa distancia hubiese hecho la diferencia, quizás Kate me hubiese escuchado gritar con desesperación. Quizás se hubiese detenido y hubiese aferrado el bulto que llevaba en las manos y se hubiese arrepentido.

Tal vez el bebé de siete meses que aferraba entre sus brazos y al cual llamamos Derek la hubiese detenido.

Quizás.

Tal vez.

Pero no fue de ese modo y ahora me encuentro sin fuerzas, parado en la calle de cuatro vías, esperando, viendo como el transporte público sucio y destartalado se lleva a las dos personas que he amado con ahínco todos estos años. Recordemos que este no es un cuento de los hermanos Grimm, sin embargo, sigo siendo el príncipe, pese a quien le pese.

—Regresa —Puedo susurrar con algo de risa y pena, porque cuando la ironía pega, nos deja congelados contra el piso y no hay más nada que rescatar, entonces volvemos a intentarlo—. Regresa.

Regresa. Regresa con mi hijo. Regrésame a mi hijo.

Hay una parte de mí que entiende que ella ya no sintiese nada, ni siquiera ganas de intentar amarme como lo hizo una vez, antaño. Entiendo que la vida en el palacio es cruel, que hacía falta dinero, que las cuentas pegadas en la heladera eran demasiadas, entiendo que estuviese cansada, yo entiendo, entiendo todo ¡Entiendo todo lo que tú quieras, pero regrésame a mi hijo!

Que este príncipe sabe lo que es criarse sin un rey, sin un padre, sin nada.

¡Maldita! ¡Tienes que regresar!

Aprendan esto porque no se les dice en las escuelas, son demasiado mojigatas para eso. El chip de la felicidad se vende por separado, en cambio el de la amargura viene por defecto. El ser humano está diseñado para estar triste y no hay estado más antinatural que la felicidad, incluso si no somos asiduos a llorar, incluso si no somos asiduos a fruncir el ceño. Hay cosas que simplemente se llevan invisibles hasta el momento justo en que se derrumba.

También tienen que saber que no puedo ocultar el dolor por demasiado tiempo, puedo notarlo cuando mi cara vuelve a humedecerse y esta vez son lágrimas de pena y rabia, derrumbándolo todo y aunque no lo creas, esto es necesario ¿Necesario? Sí, extremadamente necesario.

Esta es la vida que merecemos y no gracias al karma, esta es la vida que construimos para que se venga abajo. Felicidades, acabas de hallar el hueco vacío donde se instala el chip de la felicidad, ahora viene ese momento delicioso en que buscas desesperadamente un lugar donde lo vendan, solo para darte con una pared y al igual que yo, tu paciencia se acaba.

Mi paciencia se acaba.

Nuevamente no soy dueño de mis pasos, ellos, como todos los días, hacen el recorrido a casa de memoria, impersonal y mecánica. Belair Road es un lugar que da miedo de día y de noche pese al alumbrado público. Muchos dicen que se debe al cementerio B. Hebrew que está del otro lado de la calzada. Pero no es así, no es a los fantasmas, ni a los muertos a quienes les temo. De un tiempo a esta parte, lo que me aterra es perder el control. Algo que ocurre más frecuente de lo que parece.

Antes de llegar a North Avenue se emplaza el barrio más peligroso de todo Baltimore. Como es usual, me dirijo por la acera hasta la avenida Lyndale. El #3254 de la avenida Lyndale.

Allí es donde vivo. Este es el palacio del cual tanto me empeñado en hablar.

El #3254 de la avenida Lyndale, en Baltimore, Maryland, en Estados Unidos de América. Quién lo diría.

Un palacio pequeño, para un hombre con corona pequeña. De ladrillos rojos bermellón y un blanco descascarado en los pilares del porche, un bosquecillo de maleza mal podada y ligustrinas demacradas. Una puerta poco ancha y chillona, de dos plantas con pisos de madera sin lustrar, pero lo que más desataca al palacio, es el silencio y el ausentismo. Ya no está Kate, ni Derek y siento a mi corazón apretándose al ver la cuna desocupada y el pequeño móvil con estrellas y lunas girando sin que nadie lo observe.

Construyo un segundo, uno solo, en donde escucho el silencio pululando a mi alrededor, fuerte y voraz, incluso más poderoso como para acallar absolutamente todo, el claxon de un coche, los insultos de los vecinos que pelean en la calle de al frente. Más fuerte que los latidos de mi corazón, más fuerte que los pasos que doy sobre la madera del suelo. Poderoso, terrible, más que el maullido de un gato callejero en celo o los sonidos atronadores de los disparos en la avenida Highview.

El silencio se toma de la mano con la soledad y corren como adolescentes enamorados hacia el idílico paraíso del dolor.

Este es el capítulo en donde el silencio se apodera de mi vida. Sé que alguno de los Grimm hubiese sugerido un título pintoresco, pero yo no hallo nada de eso en este momento. Me encuentro en un punto relativamente muerto y esta parte de mi vida es tan corto que es contraproducente ponerse a pensar en un encabezado mejor, en todo caso es angustiante, como el llanto de un bebé dentro de mi cabeza, aunque parece tan real, tan real. Tan real que muevo mis pies en dirección del sollozo, hacia mi cuarto lóbrego y estéril. Mis ojos logran enfocar algo sobre el cobertor de la cama, donde la ropa tirada sin preocupación se acumula y cae al suelo, de la misma forma en que los pañuelos sucios se apiñan en la mesa de noche, pero el bulto que está en la cama parece moverse y llama mi atención.

Es mi hijo, Kate, Kate no se lo ha llevado, Dios estoy delirando.

Mi mano roza el bulto de lana celeste sobre la cama y sonrío. Tristemente, pero sonrío. Tal vez sea mejor que no fuese mi hijo sino más bien un oso de felpa, envuelto en una mantilla olvidada al azar. Miro el muñeco con desdén, en el verano perdió un ojo, pero Kate se lo ha reemplazado por un botón de pantalón. Parece un ente siniestro ahora, sin embargo, sigue siendo mejor compañía que el silencio. Parece un salvavidas en medio de una marea violenta.

Me recuesto sobre la cama abrazando el oso a mi pecho, inconscientemente estiro la mano para alcanzar el interruptor de la lámpara, pero me detengo, obviando el hecho de que no hay luz en la casa y en días tampoco habrá agua, ni nada que comer.

Pienso que sería mejor ayudarme a un final más digno con la vieja Manurhin Mr-93 heredada de mi padre y oculta en el armario.

Pero estoy cansado de luchar por una causa perdida, que apenas tengo la fuerza necesaria para apretar un simple gatillo. Dios, ve esta tonta ironía que no me deja dormir, los tratos con San Judas se han acabado, las farsas caen y este es el final.

Hay personas que duermen para siempre y otras que desean despertar y en el palacio del reino olvidado por Dios, hay un hombre que muere por despertar incluso sino ha dormido.

Ese soy yo, el príncipe.

Y sonrío.

Porque no hay príncipe que no lo haga.


N/A: Aquí hay un estero de depresión, cuidado por donde pisan que el terreno es inestable y no cubre el seguro XD, si se han dado una vuelta por el anterior Silent se darán cuenta de que este capítulo contiene las mismas escenas, pero está mejor redactado, creo

En fin, por allá por el 2011 está historia tenía originalmente dos capítulos y había surgido de una conversación y posterior juego random con uno de mis co-escritores de la época, el cuál era básicamente construir un personaje sin principios, ni limites, algo así como un todo vale, pronto Dean se transformó en una cosa bien loca y me encantó XD

Me terminé encariñando y esos dos capítulos se transformaron en más de veinte, una secuela (Con una secuela paralela escrita por Yaoist Secret), tres outtake's, una Pain! Side-Secuela y una Sick! Side Secuela de la Secuela.

¡Demonios, hijo, no había notado todo esto hasta hoy!

Vale, no los entretengo más, solo espero que les haya gustado tanto como a mi re-escribir lo que-sea-que-sea esto. Un saludo y un beso a todos lo que pasan por aquí.

¡Nos vemos en el siguiente!