CAPÍTULO 1

Oxfordshire

Primavera de 1819

La mañana amaneció hermosa y soleada, la luz estaba más brillante de lo normal… en los campos de aquel día de la recién estrenada primavera. Aun así, los jardines de la inmensa casa estaban embarrados por las continuas nevadas de aquel crudo invierno, sustituidas ahora por ligeras lloviznas sobre los nacientes capullos de flores.

Demasiado ingenua e inocente para su corta edad, Candy no se imaginaba lo doloroso e injusto que podía ser el amor, ni las dificultades que tendría que soportar.

Se preparó para ser lucida por primera vez ante gente de la aristocracia. Detrás de la puerta de su habitación Candy escuchó a la servidumbre correr escaleras abajo para recibir a tan insignes invitados, Sin poder aguantar su curiosidad, corrió de puntillas, hacía la ventana. Si Candy hubiese imaginado, aunque sea un poquito el rumbo que tomaría su vida a partir de ese encuentro, quizás nunca se hubiese atrevido a mirar atravez de la ventana.

Para alguien como, William, codearse con Richard y lady Elyonor, duques de Grandchester, alimentaba, su, ya, de por sí crecido orgullo y aseguraba interminables cenas, y reuniones en las que la hazaña se contaría a lo largo de los años a amigos, y empresarios, que como él soñaban con mezclarse entre la gente noble, con titulo, detalle importante para la sociedad londinense.

Lo que la mente inocente de Candice desconocía, es que las ínfulas de su padre iban más allá de meros encuentros sociales, y que ella, era la pieza principal para todos los planes.

William como la mayoría de hombres de su posición, qué aunque nadaban en la abundancia, carecían de un título, y deseaba más que todo en el mundo, ser visto como los nobles y ser aceptado en sus círculos sociales. Para ese propósito se había preparado durante años. Y del mismo modo preparaba a la mayor de sus hijas.

Candice.

Los duques de Grandchester tenían grandes propiedades que requerían de mucho, mucho dinero para ser mantenidas. Efectivo que la reciente burguesía poseía gracias a sus florecientes negocios que les había favorecido. Dinero que William había prestado a Richard, y no de manera desinteresada.

Dispuesto a salir de aquella situación de dependencia, el duque, Richard, había invertido parte del dinero prestado en negocios de dudosa reputación, que solo le acarrearon más deudas, por lo que se vio en la obligación de pedir más dinero a William. Sus posesiones no correrían peligro siempre y cuando William consiguiera aquello que había deseado casi desde que nació, ser valorado como los nobles por su posición social. Una condición que lograría con el enlace, ya pactado entre su hija Candice y el hijo de lord Granchester. Tanto el duque como su esposa, habían tenido mucho cuidado de guardar en secreto para su circulo social, la razón de la buena relación que, aparentemente, mantenían.

Ni siquiera su hijo conocería la verdad por temor a que lo contara a alguno de sus amigos y su imagen se viese degradada.

Enrevesadas conveniencias que se escapaban de la mente inocente de Candice. Una jovencita de tan solo doce años, de tes blanca, cabello rubio, nariz respingona, que la adornada unas cuantas pecas. Un par de ojos grandes y verdes que deslumbraban con la luz del sol, y brillaban como dos luciérnagas bajo la luna redonda.

Candice contuvo el aliento cuando vio descender del veiculo de la familia noble, al honorable Terrunce Granchester.

Sus hermosos ojos azul índigo, como la noche, se dirigieron de inmediato a la ventana desde la que curioseaba. Candy se sintió tan abrumada por haber sido descubierta, que se dejó caer al suelo para ocultarse. sintiendo el corazón martillandole fuerte y sonante, de paso ganándose asi la reprimenta de Eva, por ensuciar el impoluto atuendo. Vestido que había sido eligido por su madre para la ocación.

Eva, no sólo era su niñera, sino también su institutriz y doncella.

Candy en ese momento no estaba segura de poder recordar todas las normas de educación. Las interminables horas encerrada en casa, bajo el abrigo fuego de la chimenea, desaparecieron de su mente. Pero entonces recordó la importancia que aquello era para su Familia. Aspiró profundo una y muchas veces más, antes de salir de su habitación.

Mientras Candy bajaba por las escaleras agarrada de la mano de su institutriz. Eva le recordaba una a una las normas. Candy intentó, con todas sus fuerzas calmar el revuelto de mariposas en su interior, estaba nerviosa por enfrentarse a una situación tan inusual como importante para su familia, se limitó a asentir a todos y cada uno de los consejos de Eva.

Tras llamar con delicadeza, Eva, abrió la puerta, hizo una reverencia y cedió el paso a Candy.

De inmediato Candy sintió todos los pares de ojos puestos en ella. Avanzó unos cuantos pasos, más vacilantes de lo que deberían, e hizo su estudiado saludo.

Tanto sus padres y los nobles sonrieron con cariño, pero Terrence entrecerró los ojos y Candy vio que en sus labios apareció una sonrisa de burla, y ese gesto la hizo sentirse todavía más insegura.

—Candice, acércate —solicitó William, su padre con voz dura.

Obligada, Candy desvió la mirada de aquel muchacho insolente, que la observaba con una superioridad nada disimulada, y los posó en los astutos ojos verdes de su padre. Sonrió complaciente y caminó en su dirección, ahora más segura tras ver la aprobación de su progenitor.

Hasta que con disimulo, Terrence estiró apenas un pie, Candy tropezó y cayó sobre la mesa en la que estaban dispuestas las pastas, las tazas de té, la tetera y la jarra de leche.

Las capas de muselina, los lazos de raso en las puntillas que adornaban su caro vestido de un pálido color verde pistacho, se vieron de inmediato empapadas por el líquido caliente, que empezó a incomodar la suave piel de sus manos al intentar limpiarse.

Emilia acudió en la ayuda de su hija, al tiempo que lord Richard fulminaba con la mirada a su hijo. Mientras que William observaba la situación, en apariencia tranquilo.

—Cielo, ¿te has lastimado? —susurró Emilia, su madre al tiempo que Eva, su niñera se afanaba en eliminar los rastros de galletas pegadas a su falda.

Candy negó con la cabeza, pero fue incapaz de levantar la mirada de la punta de sus zapatos, ahora sucios también.

—Eva, acompáñala a su habitación --pidió Emilia--. Y que se cambie el vestido. Si te sientes indispuesta, puedes permanecer allí hasta la hora de la cena. Cuando Candy estaba a punto de asentir, infinitamente agradecida a su madre por la salida que le ofrecía, su padre intercedió.

—Aguardaremos a que se cambie y regresará de inmediato. Lo importante no es tropezar, es levantarse y seguir adelante. ¿No es eso lo que te digo siempre, Candice?

Con un sollozo reprimido Candy se obligó a hablar.

—Sí, padre —susurró con su dulce voz, a pesar de que estaba a punto de llorar.

—Pues levanta esa cabeza. No tienes nada de qué avergonzarte. Cuando lo hizo, comprobó que su padre no la miraba a ella, sino a Terrunce. Pero no quiso mirar al susodicho, tomó la mano de Eva, y salió de la estancia todo lo rápido que el decoro le permitió

Una vez fuera, las lágrimas de la vergüenza y la rabia, comenzaron a correr por sus blancas y suaves mejillas, mientras Eva su adorada niñera susurraba palabras de consuelo que poco o nada la reconfortaban. Al llegar a su habitación, Eva se afanó en cambiar el manchado vestido por otro de color rosa, tan pomposo como el anterior e igual finamente elaborado.

Sustituyó las cintas de sus tirabuzones por otras a conjunto con el vestido y, por último, con un paño de lino secó las lágrimas que todavía corrían por sus blancas y delicadas mejillas.

—¿Por qué lloras, mi niña? —Arrodillada a sus pies, su institutriz la miraba con cariño y algo de compasión, lo que provocó que llorase con más pena aún.

—He avergonzado a la familia.

—Candy, creo que ambas sabemos que tu tropiezo no ha sido casual. Sí que los avergonzarías si te recluyeras aquí, en estas cuatro paredes y no hicieses frente a, entre tú y yo, ese mimado de Terrunce Grandchester. No te mortifiques más.

La falta de contención de Eva a la hora de expresarse sobre el hijo de los nobles provocó una tímida sonrisa en Candice.

Su padre tenía razón, había sido educada para levantarse y hacer frente a las adversidades, y algo le decía que Terrunce Granchester sería una calamidad en su vida.

Sentado en el sillón junto a su padre, jamás había visto tal alarde de fastuosidad como en aquella casa. Para Terry, Candy era una niña sin gracia, no tenía picardía en la mirada, era apocada y ni siquiera poseía el porte que los de su clase tenían desde nacimiento. Su cuerpo era poco rechoncho, la tez pálida y tenía un color de cabello rubio. Como sus ojos verdes. Todo en ella era mediocre, cualidad que sus padres habían intentado disimular bajo capas y capas de tela. Terry tan solo tenía tres años más que Candy, pero su agudeza mental ya le hacía intuir el propósito de aquella extraña visita. Su madre había insistido en que se comportara, y su padre lo había amenazado con enviarlo a un internado mucho antes de lo que le correspondía si no se contenía y era agradable , sobre todo con la primogénita de los White, lo que lo había llevado de inmediato a retar sus órdenes y urdir un plan para desobedecer sus indicaciones. La primera parte no había salido mal del todo; aunque intuían que había sido el causante del tropiezo, nadie lo había visto ni tenía pruebas, excepto la insulsa de Candice White, que estaba seguro de que no abriría la boca, pero debía ser más discreto si no quería que averiguaran sus propósitos y terminara interno después de aquella visita.

Las voces lo sacaron de sus cavilaciones. Observó a Candy sonreír por primera vez, y sentarse junto a su padre demasiado cerca, como buscando su protección. Y falta que le haría.

—Padre —la voz de Terry llamó la atención de todos los presentes—, me gustaría que nos diesen permiso a la señorita Candice y a mí para salir al jardín. Hacía días que no lucía el sol con tanto esplendor.

Candy lo miró asustada y tensó la espalda ante la idea de estar a solas con aquel jovencito que a todas luces no tramaba nada bueno.

—Me parece una idea estupenda —aprobó la madre de Candice con una sonrisa emocionada ante la idea de que Terrunce quisiese compartir la compañía de su hija.

Terry se levantó y apenas se inclinó hacia sus anfitriones con una sonrisa de gratitud que escondía una mucho más taimada.

—Señora Emilia, señor William, me encargaré de cuidar de su hija.

—Estoy seguro de ello, joven. —Aquel apelativo se ganó una mal disimulada mirada de reprobación de Terry por tratarlo con tanta familiaridad y lejos de su tratamiento como miembro de la nobleza—. Pero lo más adecuado será que Eva les acompañe.

—Como guste — Terry se vio obligado a contestar.

—Disfrutad de la compañía en este precioso día. —Lady Elyonor dedicó a su hijo aquella frase como una advertencia, lo que todavía lo incitó más a convertir su estancia en el hogar de los White, en un infierno para aquella familia. Salieron del salón de té y en silencio bordearon la casa hasta llegar al pequeño pero coqueto invernadero que tanto agradaba a la señora Emilia y a la mayor de sus hijas.

—No parece gran cosa —dijo Terry mirando el edificio de cristal—. Como todo lo que he visto hasta ahora, en realidad.

—Lo-lo… —Candy titubeó y dejó escapar una tosecilla para aclararse la voz—. Lo realmente bonito está dentro.

—Permíteme que lo dudé. —Terry abrió la puerta y un cálido y agradable aroma lo envolvió. Pero se cuidó de no hacer ningún comentario satisfactorio.

Candy avanzó por uno de los pasillos y se paró a acariciar una de las recientes florecidas rosas blancas.

—En-en realidad este es mi lugar favorito de la casa. —Se odió por estar tan nerviosa ante la presencia de Terry.

—No me extraña. Entre tanto verde te resultará más fácil ocultarte. Candy sonrió con timidez, dejándole ver que no había tomado su comentario como un insulto, más bien todo lo contrario. Era demasiado ingenua y bien intencionada, lo que todavía lo enervó más.

—Y dime, Can... Candice —se burló de ella por su repentina tartamudez—, ¿cuál de todas estas plantas es tu favorita?

Candy enrojeció tanto que por un momento temió arder. Se apartó de su lado y avanzó hasta colocarse frente a una preciosa rosa blanca y petalos rosados que igualaban al tornasol claro.

—Es… esta.

—Una flor preciosa —intercedió Eva, incapaz de permanecer más tiempo callada observando los desplantes de aquel joven.

—Ya veo. ¿Y aquella de allá? —Terrunce señaló el lado opuesto del invernadero, de manera que sus acompañantes le dieron la espalda, momento que aprovechó para rodear con uno de los lazos del vestido de Candy el tallo de la flor—. Me gustaría verla.

—Por supuesto--. contestó Candy y sonrió encantada por la flor que le señalaba Terry. En cuanto avanzó un paso, sintió que algo tiraba de su cintura. Se giró para averiguar qué, pero el movimiento fue demasiado brusco. El lazo tiró de la planta, lo que provocó que la maceta se hiciese añicos en el suelo.

Candy ahogó un jadeo y se dejó caer para intentar amontonar la tierra. Eva se agachó a su lado y acarició las húmedas mejillas de la niña.

—No te preocupes, cielo. Las flores, aunque delicadas, son más fuertes de lo que parecen. Buscaré otro recipiente y la trasplantaremos --Eva se apresuró a llegar al fondo del invernadero mientras Terry observaba desde su apuesta altura cómo Candy intentaba ocultar los sollozos de pesar.

Una punzada de culpabilidad lo golpeó en el pecho. Hizo amago de arrodillarse y ayudarla, pero en el último momento se incorporó. Justo cuando Eva llegó junto a ellos, y Candy, sin importarle que su nuevo vestido se ensuciase de nuevo, comenzó a llenar de tierra el recipiente con sus propias manos.

Aunque Terry hubiese querido hacerlo, no pudo ayudarla. Se quedó ensimismado viendo los intentos de Candy por recuperar su planta predilecta.

La delicadeza con la que sus pequeñas manos sujetaban las flores y la tristeza por tener que desechar las que habían quedado destrozadas.

—Déjalo ya, Candice —propuso Eva con dulzura—. Buscaré a jardinero y le diré que se ocupe de ella, ¿de acuerdo?

Candy asintió. Se miró las manos sucias de tierra y el vestido de color rosa, manchado también, y supo que se ganaría una reprimenda. Se incorporó y con el dorso de la mano se limpió las lágrimas.

Terry permaneció quieto en todo momento, sin perder detalle de la situación, pero poco dispuesto a ofrecer siquiera una disculpa, aunque todos los presentes sabían de quién había sido la culpa de aquel estropicio. Ante el incómodo e inculpatorio silencio, Terry carraspeó.

—Si esto es todo lo que había que ver, mejor regresemos a la casa. Avanzó hasta la puerta y salió del invernadero. No obstante, había sido instruido en exceso en las normas de decoro y, aunque deseó marcharse sin compañía, esperó a que Candice y su institutriz se reunieran con él para acompañarlas de regreso.

Una vez dentro, sabía lo que le esperaba. Seguro que aquella niña rubia no tardaría en acusarlo. Así que levantó la barbilla y se preparó para los reproches y las amenazas que la mirada de sus progenitores auguraban. En público no lo harían, por supuesto, pero en privado tendría que aguantar de nuevo el sermón.

En cuanto William vio aparecer a su hija manchada de tierra, apretó tanto los puños que le dolieron los nudillos. Sin embargo, no se movió. No así su esposa, que se levantó rauda y acudió al lado de Eva para interesarse por lo sucedido.

Excepto la señora Emilia White, el resto de adultos parecieron no dudar ni un instante quién había sido el causante del desastre en el vestuario de Candice. Lord Richard taladró con la mirada a su hijo, y lady Elyonor lo miró con algo parecido al resentimiento y mezcla de reproche, consciente de lo que ocurriría cuando estuviesen a solas.

—Cielo, ¿qué te ha sucedido esta vez? —Emilia acarició las mejillas ahora coloradas de su hija, segura de que había estado llorando. Ya no solo por el rubor de su rostro, la conocía lo suficiente como para saber que, apenas unas lágrimas se derramaran de sus ojos, se le volvían de un verde más claro. Justo como los tenía ahora mismo. Ante lo azorada que estaba su hija, Emilia pidió explicaciones a la institutriz—. Eva…

—Madre —interrumpió Candy antes de que Eva hablara. Ahora tenía más que nunca la atención de todos los presentes—, lo cierto es que la suela de mis zapatos estaba mojada y cuando entramos en el invernadero resbalé, tiré sin querer una maceta y Terry tuvo la amabilidad de ayudarme. Ahora todos los ojos se dirigieron al hijo de los duques GrandChester, que se vio obligado a cambiar su semblante de sorpresa y adoptar una actitud soberbia.

—¿Es eso cierto, Terrunce? —insistió lord Richard.

—Por supuesto, padre.

—Bien hecho, hijo.

—El noble asintió y le dedicó una sonrisa satisfecha.

No así William, que repasó con su mirada el atuendo de aquel jovencito, demasiado limpio e impoluto para haber estado ayudando a Candice a recoger la tierra de la maceta.

—No te preocupes, Candice. Afortunadamente tienes muchos más vestidos. Eva, acompáñala y que se aseé de nuevo —pidió su madre.

Horas después, tras una cena sin incidentes, cuando Candice se disponía a abandonar la compañía de los adultos, Terry apareció a su lado y se acercó para susurrarle en su oído.

—Si piensas que estoy en deuda contigo por no haberme delatado, te equivocas. Lo que has hecho no hace más que confirmar mis sospechas sobre lo ignorante y pobre de espíritu que eres, Candice.

Sonrojada y avergonzada porque alguien a quien sus padres habían alabado durante meses tuviese una opinión tan pobre sobre ella, agachó la cabeza y aguantó un sollozo. Pero en el último momento, levantó la mirada y la fijó en los hermosos azules y insondables ojos de Terry.

—Por desgracia, no eres el único decepcionado con este encuentro.

Candy se dio la vuelta con rapidez para acudir junto a Eva y que la acompañase a su habitación, sin ver la expresión de sorpresa de Terry, pero con la certeza de que su relación con aquel joven jamás sería fácil.

Seis años después...

Desde que los Duques de GrandChester visitaran por primera vez la casa de campo de la familia White, sus visitas fueron más o menos asiduas. La deuda que había contraído lord Richard con William, no solo no había sido saldada, sino que se había visto incrementada con el paso de los años.

Mientras el carruaje se acercaba a la impresionante casa de campo, Elyonor miró preocupada a su marido. Su salud había mermado a pasos agigantados, cada vez estaba más pálido y acusaba continuos dolores de estómago que lo mantenían en vela noches enteras.

—Querido, ¿cómo vamos a explicar la ausencia de Terrunce esta vez?

Richard, cansado, se frotó los ojos. Hacía años que había enviado a su hijo interno a una de las instituciones para jóvenes con mayor reputación de Londres. No obstante, si pensaron que así lograrían doblegarlo, se equivocaron.

Cada regreso de Terry a su mansión, había puesto a prueba a sus progenitores con continuos retos y desafíos.

El último se llevó a cabo ni más ni menos que dos días atrás, cuando lo esperaban para su visita anual a los White. Terry no llegó, pero sí una escueta carta que relataba la imposibilidad de acompañarlos.

En otras circunstancias, Richard hubiese ido en persona a por su hijo, pero dado su delicado estado de salud y el hecho de que debían partir hacia la casa de los White en apenas unas horas, prefirió evitar un enfrentamiento.

—Diremos exactamente lo mismo —dijo Richard con amargura—: que ha sufrido un accidente que lo obliga a permanecer en cama.

Elyonor suspiró y miró por la ventana de su carruaje.

Como en las visitas anteriores, el servicio ya formaba a pie de escaleras para su recibimiento. Al igual que William, Emilia y sus hijas.

Los saludos se sucedieron entre ambas familias hasta que la madre de Candy señaló lo evidente, la ausencia de Terrunce.

—Veo que su hijo no nos acompañará en esta ocasión.

—Desafortunadamente, Terrunce sufrió un accidente a caballo durante la visita a uno de los amigos con los que estudió en Eton.

El incidente lo mantiene en cama, pero nos ha pedido que les trasmitamos su pesar por no poder acompañarnos en esta ocasión. Sobre todo lamenta perderse la compañía de su hija Candice.

—Por supuesto —afirmó Emilia. Como si fuese imposible creer lo contrario—. Nosotros también lamentamos que no haya podido venir y esperamos que su… incidente no revista importancia.

—En absoluto, de lo contrario no hubiésemos podido aceptar su invitación. Pero sí es lo bastante molesto para impedirle viajar —se apresuró a aclarar.

—Entiendo —aceptó William. Pero Candy conocía a su padre demasiado bien y el brillo acerado de sus ojos evidenciaba que no se había creído ni una sola palabra--. Por favor, entremos. Deven estar cansados por el viaje.

William hizo un gesto con la mano y les cedió el paso. Ya en el recibidor, las mujeres se dirigieron hacia el salón para tomar unos refrigerios, pero él detuvo al barón.

—Lord Richard, acompáñeme a mi despacho. Hay algunos asuntos que me gustaría tratar con usted.

Elyonor miró con preocupación a su marido mientras se marchaba con William.

El miedo de que de un momento a otro William quisiese cobrarse la deuda de su familia con la cesión temporal de sus tierras o sus posesiones la atormentaba. La única salida era el matrimonio de Candice y Terry, pero su hijo se había mostrado reacio a mantener cualquier tipo de relación desde el primer encuentro con Candice y este desplante no mejoraba la situación.

Elyonor dirigió la mirada hacia la muchacha que, silenciosa, permanecía erguida en la silla. Comprobó lo que había cambiado en apenas un año. Ya era casi una mujercita. Las formas de su figura ahora se habían suavizado, tenía la cintura estrecha y un busto que empezaba a destacar.

—Su hija está preciosa, señora Emilia. Apenas puedo creer lo que ha cambiado durante estos meses. Emilia sonrió orgullosa.

—Candice es casi una mujer. No nos gusta alardear de ello, pero ni se imagina la de familias que están interesadas en prometer a sus hijos con nuestra pequeña, algunos de ellos con una posición social más que envidiable.

Elyonor forzó una sonrisa para ocultar la desagradable pulla, pero se tomó muy en serio la velada amenaza. No estaba obteniendo los resultados deseados con su hijo, pero quizá sí pudiese conseguir que Candice tuviese suficiente interés en aquel matrimonio por los dos.

William se sentó frente a su mesa de caoba, de espaldas al enorme ventanal que daba a los jardines, entrelazó los dedos de las manos delante de su rostro y miró con atención a lord Richar.

—No tiene muy buen aspecto.

—Mi salud no ha sido buena, demasiadas preocupaciones —confirmó el duque.

—Y, dígame, aparte del tema económico, ¿es su hijo un malestar más? Richard sabía que William no solía andarse con rodeos, pero había mantenido la esperanza de que el rechazo de Terrunce a aquella familia hubiese pasado desapercibido.

—Nada que deba preocuparle. —Eso espero, porque nuestro acuerdo depende de que su hijo cumpla con su parte y se despose con mi hija.

—Terrunce lo hará. No lo dude.

—Sé que lo último que desea su familia es emparentar con la mía. Jamás habría aceptado esta unión si su posición social no dependiese de mí. Así que ya debe de saber que si no consigo esta boda, además de ser más rico si cabe, conseguiré que Candice se case con otro noble. Pretendientes dispuestos a cazar su dote, parte de la cual serán los bienes que me cederá, sobrarán. Dicho esto, hablemos claro, querido amigo —dijo William con ironía—: no voy a tolerar un desplante más. Me da lo mismo si su hijo viaja con una pierna vendada, incluso si lo hace con un ojo colgando. Cortejará a mi hija y, lo que es más importante, me tendrá a mí contento y tranquilo. ¿Lo ha entendido?

—Perfectamente--. Dijo Richard.

La presencia de los duques no era tan insufrible sin Terrunce. Pero, pese a la ausencia de su único hijo, Elyonor no dejó de hablar sobre él en todas y cada una de las conversaciones. Aquello no hubiese sido extraño para Candy, puesto que estaba acostumbrada a que los progenitores alabaran las cualidades de sus hijos, pero el hecho de que cada vez que se nombrara a Terrunce todos le dedicaran miradas significativas la puso en alerta, ya que poco o nada sabía a qué se debían.

En la siguiente mañana de su estancia en casa de los White, Lady Elyonor encontró a candy en el invernadero.

—Son unas flores preciosas —apuntó la duquesa para hacerse notar.

Candy de inmediato hizo una perfecta reverencia.

—¿Son tus preferidas? —insistió.

—Son dulce Candy. En realidad las adoro a todas, pero ahora les dedico más tiempo a estas porque se marchitarán pronto. Algunas ya están perdiendo sus pétalos. Elyonor la observó con atención.

—Por muchos cuidados que le prodigues, no podrás evitar el desenlace.

—Con más motivo merecen mis mimos, pues.

—Eres una muchacha muy sensible. —Candy enrojeció y agachó la cabeza—. Es un halago, querida. Vamos, demos un paseo. Candy asintió, se limpió las manos con el paño que había llevado y tomó el brazo que le tendía la duquesa.

En silencio se encaminaron hacia el laberinto de jardines que había en la propiedad.

—Mi hijo lamenta no poder disfrutar de tu compañía —dijo Elyonor para sorpresa de Candy—. Parece ser que te has convertido en alguien importante para él.

Candy, incrédula, miró a la duquesa que sonreía con picardía.

—Es un honor —acertó a decir Candy aunque sonó más a una pregunta que a una afirmación.

—Lo es, querida. No debería decirte esto, pero ante la frustración de Terrunce le he prometido que intercedería por él ante ti. Mi hijo es como esas flores que con tanto cuidado tratas. Puede parecer un caso perdido, pero todavía tiene sus espinas para defenderse.

—¿Es que acaso su hijo está en peligro? —preguntó Candy alarmada.

—No de muerte, mi adorable jovencita. Pero mucho me temo que sus sentimientos por ti lo harán cometer una locura.

—No comprendo…

—Terrunce tenía tantas ganas de verte que desoyó las órdenes de su padre. Decidió partir de Eton a caballo para llegar aquí lo antes posible, pero sufrió una desafortunada caída que ahora lo retiene postrado en la cama sin poder acercarse a ti, desesperado por no poder disfrutar de tu compañía,

El corazón de Candy comenzó a latir con más fuerza ante la insinuación de que Terry guardara sentimientos románticos por ella.

—¿Quizá te he sorprendido? -- preguntó Elyonor fingiendo inocencia

—Lo cierto es que su hijo jamás demostró simpatía por mí —dijo Candy confusa—. Perdóneme si mis palabras la ofenden.

—En absoluto. Sé cómo es mi hijo y cuánto le cuesta demostrar sus sentimientos.

Candy se acercó hasta una de las enredaderas. Acarició las hojas de yedra y con un dedo siguió una de las ramas hasta que se entrecruzó con otra y esta a su vez con otra, como sus pensamientos se agolpaban en su aturdida cabeza. Desde que se habían conocido, Terrunce la había hecho pasar por infinidad de calamidades. El pistoletazo de salida fue la caída sobre la mesa de té, luego le siguió el incidente con la dulce Candy. La rana dentro de la cesta de su pícnic… Y así, un largo etcétera. Pero las palabras de lady Elyonor la habían hecho dudar. ¿Sería posible que todos aquellos desagradables encuentros tuviesen como finalidad reclamar su atención?

—Esta carta es para ti —interrumpió la duquesa sus pensamientos. Cuando Candy se giró, lady Elyonor le tendía un sobre—. Llegó esta mañana dentro de otra carta que era para el Duque y para mí. En ella, Terrunce nos pedía que te la entregásemos en la más estricta intimidad. Por supuesto, no la hemos leído.

Candy tomó el sobre con manos temblorosas, pero no se atrevió a abrirlo. —Querida, será mejor que la leas a solas. —Sonrió comprensiva. lady Elyonor y se marchó.

Candy abrió el sobre con manos temblorosas comenzó a leer.

Querida Candice:

Hace apenas unos días mi corazón danzaba de júbilo ante la idea de poder verte de nuevo. Ahora, late atormentado por no poder estar junto a ti. El ímpetu por estar a tu lado, avivado por mis sentimientos, ahora me obliga a privarme de tu compañía. Te extrañaré todas y cada una de las horas que habría disfrutado en tu presencia, y sufriré las que resten hasta nuestro próximo encuentro.

Tuyo, Terrunce GrandChester.

Emocionada, Candy apretó la carta contra su pecho. Jamás pensó recibir una carta de Terry.

Continuará...