Prólogo

Nota de autor: Esta historia no obedece una línea de tiempo precisa, por lo que se mezclan personajes de distintas épocas. Sailor Moon pertenece a Naoko Takeuchi, Le Chevalier D'eon a Tow Ubakata y Versailles a Simon Mirren, David Wolstencroft, Andrew Bampfield y Sasha Hails, producida por Capa Drama, Incendo Productions y Zodiak Media Group y transmitida por Canal+ Francia. La trama de ésta historia es original mía.


El crepitar de la luz de las velas alumbraba la habitación proyectando sombras danzantes en las finas paredes recubiertas de papel tapiz mientras la mujer emitía gritos desgarradores en medio de un mar de sudor y sangre.

Afuera, el hombre esperaba la noticia final en la antesala de la habitación, acompañado de sus hombres de confianza y una que otra dama, entregada con ferviente devoción a las plegarias para que todo saliera como Dios mandaba.

De pronto, la puerta se abrió. Todos los presentes en la antesala volvieron la cabeza hacia la mujer que se encontraba en el umbral, con un pequeño bulto de sabanas en sus brazos.

El ambiente en aquel lugar era tenso y nadie quería siquiera respirar. Estaban atentos al hombre que se levantó solemne y se dirigía hacia la mujer del umbral.

Si estaba preocupado o no, nadie lo sabía. Él tenía la capacidad de manejar estratégicamente sus emociones y guardarse todos sus pensamientos para sí, habilidad que adquirió desde los 5 años cuando tuvo que tomar entre sus manos la responsabilidad de la corona.

- ¿Y bien? – demandó él, mirando fijamente el pequeño bulto.

- Lo lamento, Majestad, pero nada pudimos hacer.

Por un instante, en los ojos del hombre se vio un destello de desesperación, cosa que desconcertó a su interlocutora.

- ¿A qué te refieres? – su tono era autoritario

- Su Majestad murió al dar a luz

- ¿Y la criatura?

- Está débil, no sé cuánto tiempo de vida le quede.

En ese momento, todo lo que él representaba quedó a un lado para simplemente mostrar la faceta de un humilde padre abatido por la muerte de su esposa y el futuro incierto de su pequeña criatura.

Sin ceremonias, tomó el pequeño bulto y salió de la habitación ante la mirada atónita de los presentes.

- ¿Es un Delfín? – preguntó una dame

- No – respondió la partera – es una Delfina.

~ o ~

La luz de la luna llena alumbraba por completo cada uno de los pasillos exteriores y jardines del castillo, mientras el hombre corría con su pequeña en brazos. Su mujer, la Reina, había muerto al haber dado a luz y no podía permitir que su hija muriera, tanto por deseos personales como políticos. Ella era la única descendiente que tenía sangre real y que era heredera al trono. Sin la pequeña, el imperio estaba perdido.

Si, era cierto, la ley no permitía que las mujeres ocuparan el trono, pero la niña representaba las esperanzas de un vientre para dar, en un futuro, un heredero a la corona, además, era su hija, fruto del gran amor que él y la reina María Teresa se tenían.

Se alejó tanto como pudo mientras oprimía a su hijita contra su pecho, y en la otra mano, llevaba algo, una piedra que jamás se hubiera atrevido a tocar, hasta ahora.

Llegó a la parte más alejada de los jardines, jadeante, a un lugar donde la luna llena se veía en su máximo esplendor.

Decidido, caminó hasta el claro de luz y colocó a la pequeña en el césped, hincándose a su lado.

Sabía que aquello era algo prohibido; su monarquía estaba basada en el catolicismo, por eso, cualquier acto realizado fuera de la liturgia habitual, era considerado como pagano, pero en aquél momento de desesperación, lo que menos le importaba era si obedecía a Dios o al Diablo.

Estaba dispuesto a salvar a como diera lugar la vida de su pequeña, por eso, había recurrido a aquel antiguo ritual, propio de los Parisis, aquella antigua civilización de ascendencia celta que había fundado la Ciudad y que, por supuesto, cargaban consigo la mítica piedra que había pasado de generación en generación dentro de su familia y que ahora él tenía en sus manos: El Cristal de Plata, la fuente del poder lunar, de la Diosa dadora de vida.

¡Que Jesucristo lo perdonara! Ya después se encargaría de bautizar a la niña e instruirla en el catolicismo, pero ahora, lo importante era salvarle la vida.

- Amada Diosa Lunar – comenzó sus plegarias – te entrego a mi hija para que la adoptes como tuya, para que la reclames como tu princesa y la llenes de tu vida, belleza y bondad. Desde ahora y hasta el día de su muerte, ella portará tu marca, la de los Descendientes de la Luna, será la guardiana del Cristal de Plata, y de todo el poder que representa. ¡Acéptala, Señora mía, y bríndale tu vida!

Ante los atónitos ojos del Rey, el Cristal de Plata comenzó a flotar para posarse sobre la recién nacida, mientras un rayo luz bajaba directamente a ella y colocaba sobre su frente, una marca en forma de luna creciente brillante.

La pequeña comenzó a llorar, dando por fin la primera bocanada de aire, recuperando el color y despertando a la vida.

El hombre se acercó a su pequeña, tomándola entre sus brazos, observándola con ternura. Su hija se había salvado y ahora pertenecía a un linaje más alto, y más antiguo que el de él mismo. Sí, debía ser bautizada, pero ahora era la guardiana del secreto lunar y como tal, tenía que saber su origen divino.

A partir de ese momento, Luis XIV, el Rey Sol, Monarca absoluto de Francia, se convirtió en el padre de Serena, la Princesa de la Luna Llena.