Prólogo.

Cada día la misma rutina.

Abrir los ojos, levantarse de la cama, ducharse, vestirse con el uniforme, revisar los útiles escolares y… limpiar el alfeizar de la ventana.

Casi siempre solo necesitaba sacudir el polvo, pero a veces esto no era suficiente. Porque Hiei había dejado fango.

La ventana era el medio que ambos amigos tenían para comunicarse entre sí, cuando no había nada especialmente importante que decir.

Un poco de tierra le decía a Kurama que el jaganshi había pasado una noche tranquila. El lodo le decía que se había entrenado en el claro de un bosque, o que había patrullado por ahí. Cuando encontraba sangre seca sabía que su amigo había encontrado algún rival medianamente fuerte, pero estaba tan sano como para pasarse unos minutos. La ausencia de alguna de estas cosas era motivo de preocupación, hasta que alguna volvía a aparecer.

El pelirrojo lo aceptaba, como una muestra del afecto del demonio, pues sabía que si este no lo tuviera en estima, nunca dejaría huellas. Además, a mitad de la noche, entre sueños, siempre sentía la calidez del youki ajeno que inundaba la habitación. Ya fuera primavera o invierno, él estaría cerca.

Hasta que entró al servicio con Mukuro. Después del torneo de unificación no hubo más rastros en su alfeizar.

Se mudó a un departamento, siempre atento al balcón de su alcoba. Lo limpiaba con esmero, a pesar de que Hiei se dejaba ver una vez cada cinco o seis años.

Te ves diferente. Le decía. Entonces Kurama le sonreía, resignado a que su amigo nunca lo saludaría como cualquier otra persona haría.

Te ves igual. Era la respuesta acostumbrada.

Esos esporádicos encuentros se convirtieron en la fuente de felicidad para el soltero Shuiichi Minamino. Su madre murió rogándole que encontrase una esposa y le diera nietos. La mujer nunca comprendió por qué su hijo se empeñaba en permanecer solo, sin nadie a quién amar. Nunca supo que la razón de la soledad autoimpuesta de su hijo era porque este sabía que Hiei no se le acercaría de nuevo si se casaba con una humana. Aunque este aceptaba y tenía amigos humanos, no toleraría crías humanas correteando cerca de ambos.

Después de la muerte de Shiori, Kurama se quedó completamente solo. Porque desde que su madre quedó reducida a cenizas, Hiei no regresó.

Al principio, el zorro no se preocupó. Sabía que las visitas eran muy espaciadas entre sí y no vió nada anormal en ello. Pero pasaron ocho, diez, quince años sin que el jaganshi se dejara ver.

Yuusuke, Yukina, Koenma, Botan… nadie conocía su paradero. Incluso intentó contactar a Mukuro, pero esta permanecía en silencio. O bien desconocía lo que había sido de Hiei, o no quería que él lo supiese. Ambas cosas eran motivo de preocupación. Los años hacían mella en las fuerzas de Minamino; ya no era el jovencito seguro de sí mismo que podía ir y venir del Makai sin temor a ser asesinado por sus congéneres. Era un hombre maduro, cansado. Por eso tardó algunas décadas en tomar la desición.

El día en que se jubilaba, a los 60 años, cerró su departamento. Entregó las llaves a su hermanastro, encargándole que durante tres años lo cuidase, pues se iba de viaje por el mundo.

No le fue muy difícil obtener el permiso de Koenma. Lo complicado fue convencer al Youko de que aquello era una buena idea.

Mi forma humana morirá En cuanto ponga un pie fuera del mundo humano. Pensaba una y otra vez.

Pero eso no lo hizo cejar en su determinación.