Prólogo

Veintisiete años atrás

Su niño no dejaba de llorar. Había empezado a mostrarse inquieto en la última estación, cuando el autobús se detuvo en Portland para recoger a más pasajeros. Ahora, un poco después de la una de la madrugada, casi habían llegado a la estación de Boston y esas dos horas que llevaba intentando tranquilizar a su niñito la estaban, tal y como dirían sus amigos de la escuela, sacando de sus casillas.

El hombre que se encontraba en el asiento de al lado probablemente tampoco estaba muy contento.

—Siento mucho esto —le dijo ella, dirigiéndose para hablarle por primera vez desde que habían subido al autobús—. Normalmente no tiene tan malhumor. Es el primer viaje que hacemos juntos. Supongo que tiene ganas de llegar a su destino.

El hombre cerró los ojos y los abrió lentamente, en un gesto de asentimiento, y sonrió sin enseñar los dientes.

—¿A dónde se dirigen?

—A Nueva York.

—Ah. La Gran Manzana —murmuró él. Su voz sonaba seca, casi ahogada—. ¿Tiene usted familia allí o algo?

Ella negó con la cabeza. La única familia que tenía se encontraba en un pueblo provinciano cerca de Rangeley, y le habían dejado claro que tenía que apañárselas por sí misma.

—Voy por trabajo. Quiero decir, que espero encontrar trabajo. Deseo ser bailarina. Quizá en Broadway, o ser una de las Rockette.

—Bueno, desde luego es usted muy guapa.

El hombre la miraba fijamente ahora. El autobús estaba oscuro, pero a ella le pareció que había algo raro en sus ojos. Otra vez la misma sonrisa tensa.

—Con un cuerpo como el que tiene, tendría que ser usted una gran estrella.

Ella se sonrojó y bajó la mirada hasta el bebé que lloraba en sus brazos. Su novio también tenía por costumbre decirle cosas como ésa. Le solía decir muchas cosas para llevársela al asiento trasero del coche. Y ya no era su novio, tampoco. No desde el último año del instituto, cuando ella empezó engordar a causa del embarazo.

Si no lo hubiera dejado para tener al niño, se habría graduado en verano.

—¿Ha comido algo hoy? —le preguntó el hombre mientras el autobús reducía la velocidad y entraba en la estación de Boston.

—La verdad es que no.

A pesar de que no servía de nada, mecía al niño entre los brazos. El bebé tenía el rostro enrojecido, los pequeños puños apretados y lloraba como si se acabara el mundo.

—Qué coincidencia —dijo el desconocido—. Yo tampoco he comido nada. Me iría bien tomar algo. ¿Se anima a acompañarme?

—No. Estoy bien. Tengo unas galletas saladas en la bolsa. Y de todas maneras, creo que éste es el último autobús a Nueva York esta noche, así que no voy a tener tiempo de hacer gran cosa más que cambiar al niño y descansar. Gracias, de todas formas.

El no dijo nada más. Simplemente la observó mientras ella recogía sus cosas ahora que el autobús ya había parado en su andén. Luego se apartó para dejarla pasar y dirigirse hacia la estación.

Cuando salió de los lavabos, el hombre la estaba esperando.

Ella sintió cierta intranquilidad al verle allí de pie. No le había parecido tan alto mientras estaba sentado a su lado. Ahora que le veía otra vez, se dio cuenta de que definitivamente había algo muy extraño en sus ojos. ¿Estaría un poco colocado?

—¿Qué sucede?

El soltó una risa ahogada.

—Ya se lo he dicho. Necesito alimentarme.

Ésa era una forma muy extraña de decirlo.

Ella se dio cuenta de que había muy pocas personas en la estación a esa hora tardía. Había empezado a llover ligeramente, el suelo estaba mojado y los últimos rezagados se habían puesto a cubierto. El autobús estaba esperando en el andén mientras cargaba a los nuevos pasajeros con sus equipajes. Pero para llegar hasta él, tenía que pasar primero por su lado.

Se encogió de hombros, demasiado cansada y ansiosa para tener que encontrarse con esa tontería.

—Bueno, pues si tiene hambre, vaya a decirlo en el MacDonald's. Llego tarde al autobús.

—Mira, zorra...

Se movió con tanta rapidez que no supo con qué la había golpeado.

Estaba de pie a un metro de ella y al cabo de un segundo le había puesto la mano en el cuello y le cortaba la respiración. La empujó hasta las sombras del edificio de la estación, hacia un punto donde nadie se daría cuenta de si iba a atracarla. O a hacerle algo peor. Le acercó tanto la boca que ella notaba el hedor de su aliento. Él hizo una mueca, la amenazó en un susurro terrorífico y vio unos dientes afilados.

—Si dices una palabra más o mueves un solo músculo, me comeré tu jugoso corazoncito de niña mimada.

Su bebé estaba gimiendo entre sus brazos, pero ella no dijo ni una palabra.

Ni siquiera se atrevía a pensar en moverse.

Lo único que importaba era su niño. Protegerlo. Por eso no se atrevió a hacer nada ni siquiera cuando esos dientes se acercaron a ella y se le clavaron en el cuello.

Se quedó de pie helada por el terror, apretando con fuerza al bebé mientras su atacante penetraba con fuerza en la herida sangrante que le había hecho en el cuello. Le sujetaba la cabeza y el hombro con dedos fuertes, sus uñas se le clavaban como las garras de un demonio. Él gruñía sin dejar de hincarle cada vez con más fuerza los afilados dientes.

A pesar de que tenía los ojos abiertos por el terror, su visión empezaba a oscurecerse y las ideas empezaban a resultarle confusas, como si se rompieran en pedazos. Todo a su alrededor empezaba a nublarse.

La estaba matando. El monstruo la estaba matando. Y luego iba a matar al bebé, también.

—No. —Intentó inhalar, pero solamente tragó sangre—. Maldito seas...

¡No!

Con un desesperado esfuerzo de voluntad, dio un cabezazo contra el rostro de su atacante. Él soltó un gruñido, se apartó, sorprendido, y ella consiguió soltarse. Se apartó de él, tambaleándose, estuvo a punto de caer sobre sus rodillas, pero consiguió enderezarse. Con un brazo sujetaba al bebé y con el otro se cubrió la herida húmeda y caliente de la garganta mientras se alejaba despacio de esa criatura, que levantaba la cabeza y la miraba, burlón, con los ojos amarillentos y brillantes y los labios manchados de sangre.

—Oh, Dios —gimió, mareada ante esa visión.

Dio otro paso hacia atrás. Se dio la vuelta y se dispuso a correr, aunque fuera inútil.

Y entonces fue cuando vio al otro. Uno fieros ojos de color ámbar la atravesaron, y por entre unos grandes y brillantes colmillos sonó un silbido que anunciaba la muerte. Pensó que iba a cargar contra ella y a terminar lo que el otro había empezado, pero no lo hizo. Escupieron unos sonidos guturales entre ellos, y luego el recién llegado pasó por su lado con un largo cuchillo en la mano.

«Coge al niño y vete.»

La orden pareció surgir de la nada y atravesar la neblina de su mente.

Volvió a oírla, esta vez más acuciante, empujándola a la acción. Corrió ciega de pánico, atontada por el miedo y la confusión, se alejó corriendo de la estación atravesando una de las calles más cercanas. Penetró en la ciudad desconocida, en la noche. La histeria la poseía y cada ruido, incluso el de sus pies contra el suelo, le parecía monstruoso y mortífero.

Y su niño no dejaba de llorar.

Los iban a descubrir si no conseguía que el bebé se tranquilizara.

Tenía que meterlo en la cama, tenía que ponerle en la cuna cálida y acogedora.

Entonces estaría contento. Entonces estarían a salvo.

Sí, eso era lo que tenía que hacer. Poner al niño en la cama, donde los monstruos no podrían encontrarlo.

Estaba cansada, pero no podía descansar. Demasiado peligroso. Tenía que llegar a casa antes de que su madre se diera cuenta de que otra vez había salido tan tarde. Estaba confusa, desorientada, pero tenía que correr.

Y eso hizo. Corrió hasta que cayó, exhausta e incapaz de dar un paso más.

Al despertar, al cabo de un rato, sintió que su mente se partía como una cascara de huevo. La cordura la estaba abandonando, la realidad se deformaba y se convertía en algo cada vez más oscuro y escurridizo, se alejaba cada vez más de su alcance.

Oyó un lloro ahogado que procedía de algún lugar, en la distancia. Un sonido tan insignificante. Se llevó las manos a los oídos y se los cubrió, pero continuaba oyendo ese pequeño aullido de desvalimiento.

≪Shhh —murmuró, a nadie en especial, meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Cállate ahora, el niño está durmiendo. Cállate, cállate, cállate...»

Pero el lloro continuaba. No cesaba, no cesaba. Le rompía el corazón, allí, sentada en la mugrienta calle mientras miraba, sin ver nada, la luz del amanecer.

En la actualidad

—Impresionante. Fíjate en el uso de la luz y de las sombras...

—... uno de los fotógrafos más jóvenes que se van a incluir en la nueva colección de arte moderno del museo.

Eren Jaeger estaba apartado del grupo de asistentes a la exposición y sorbía una copa de champán caliente mientras otro grupo de personajes importantes de rostros anónimos se mostraba entusiasmado por las dos docenas de fotografías en blanco y negro que colgaban de las paredes de la galería. Echó un vistazo a las fotografías desde el otro extremo de la habitación, divertido en cierta manera. Eran buenas fotografías, un poco inquietantes dado que el tema eran molinos abandonados y desolados astilleros de las afueras de Boston, pero no conseguía ver lo que todo el mundo veía en ellas.

Pero nunca lo veía. Eren, simplemente, hacía las fotografías, y dejaba su interpretación y, al fin, su valoración, a los otros. Introvertido por naturaleza, el hecho de recibir tantos elogios y tanta atención le incomodaba... pero le permitía pagar las facturas. Y muy bien, de hecho.

Esa noche también pagaba las facturas de su amigo Armin, el propietario de la moderna y pequeña galería de arte de Newbury Street que, ahora que faltaban diez minutos para la hora de cierre, todavía estaba repleta de posibles compradores.

Atontado después de todo el proceso de dar la bienvenida y de saludar y de sonreír educadamente a toda esa gente que, desde las acaudaladas esposas de Back Bay hasta los góticos tatuados y cargados de piercings, trataba de impresionarse mutuamente —y a él— con los análisis de su trabajo, Eren no podía esperar a que la inauguración terminara. Había estado escondido entre las sombras durante la última hora, pensando en escurrirse hasta la comodidad de la ducha caliente y de la mullida almohada de su apartamento al este de la ciudad.

Pero les había prometido a unos cuantos amigos —Armin, Mikasa y Sasha— que iría con ellos a cenar y a tomar una copa después de la inauguración. Cuando la última pareja de visitantes hubo hecho su compra y se hubo marchado, Eren se encontró con que le arrastraban fuera y le metían en un taxi antes de haber tenido la oportunidad de pensar en una excusa.

—¡Qué noche tan increíble! —El pelo rubio del andrógino de Armin le cayó sobre la cara cuando se inclinó por delante de las dos mujeres para tomar la mano de Eren—. Nunca ha habido tanto tráfico en la galería en un fin de semana... ¡y las ventas de esta noche han sido impresionantes! Te agradezco mucho que me hayas permitido exhibirte.

Eren sonrió ante la excitación de su amigo.

—Por supuesto. No hace falta que me des las gracias.

—No lo has pasado demasiado mal, ¿verdad?

—¿Cómo podría haberlo pasado mal, si la mitad de Boston está a sus pies? —dijo Sasha antes de que Eren pudiera contestar—. ¿Era el gobernador con quién te he visto hablar mientras tomabas unos canapés?

Eren asintió con la cabeza.

—Se ha ofrecido a encargar algunos originales para su casa de campo de Vineyard.

—¡Qué amable!

—Sí —repuso Eren sin mucho entusiasmo. Tenía un montón de tarjetas de visita en el bolsillo, lo cual representaba por lo menos un año de trabajo constante, si lo quería. Entonces, ¿por qué sentía la tentación de abrir la ventana del taxi y de lanzarlas al viento?

Dejó vagar la mirada hacia la noche, fuera del coche, y observó con extraña indiferencia las luces y las vidas que éste dejaba atrás. Las calles estaban repletas de gente: parejas que caminaban de la mano, grupos de amigos que reían y charlaban todos ellos pasaban un buen rato. Cenaban en las mesas de fuera de los restaurantes de moda y se detenían a contemplar los escaparates de las tiendas. Allá donde mirara, la ciudad latía con todo su color y su vida. Eren lo absorbía todo con ojos de artista y, a pesar de ello, no sentía nada. Esa explosión de vida, también de la suya, parecía continuar rápidamente hacia delante sin él.

Últimamente, y cada vez más, tenía la sensación de estar atrapado en una rueda que no dejaba de hacerle girar en un ciclo interminable de tiempo que pasaba sin un propósito claro.

—¿Pasa algo, Eren? —le preguntó Mikasa, a su lado, en el asiento trasero del taxi—. Estás muy callado.

Eren se encogió de hombros.

—Lo siento. Sólo... no lo sé. Estoy cansado, supongo.

—Que alguien invite a este hombre a una copa... ¡inmediatamente!— bromeó Sasha, la enfermera de cabello castaño.

—No —replicó Armin, taimado y felino—. Lo que nuestro Eren necesita de verdad es un hombre. No es sano que dejes que el trabajo te consuma de esta manera. ¡Diviértete un poco! ¿Cuándo te acostaste con alguien por última vez?

Hacía demasiado tiempo, pero Eren no llevaba la cuenta. Nunca le habían faltado las citas cuando las había deseado, y el sexo —en esas raras ocasiones en que lo tenía— no era una cosa que le obsesionara como a algunos de sus amigos. Por falta de práctica que tuviera en esos momentos en esa área, no creía que un orgasmo fuera a curar aquello que, fuera lo que fuese, le provocaba ese estado de inquietud.

—Armin tiene razón, ya lo sabes —estaba diciendo Sasha—. Tienes que soltarte, hacer alguna locura.

—No hay momento mejor que el presente —añadió Armin.

—Oh, no lo creo —dijo Eren, negando con la cabeza—. La verdad es que no tengo ganas de alargar mucho la noche, chicos. Las inauguraciones siempre me quitan mucha energía y...

—Jefe. —Sin hacerle caso, Armin se colocó en el borde del asiento y dio unos golpecitos en el plexiglás que separaba al taxista de los pasajeros—. Cambio de planes. Hemos decidido que tenemos ganas de ir de celebración, así que cancelamos el restaurante. Queremos ir a dónde va la gente interesante y moderna.

—Si les gustan las salas de baile, han abierto una nueva en el extremo norte de la ciudad —dijo el taxista, sin dejar de mascar el chicle mientras hablaba—. He estado llevando pasajes allí toda la semana. La verdad es que he llevado a dos esta misma noche... un moderno after hours llamado The Wall Rose.

—Oh, oh, The Wall Rose —bromeó Armin, mirando divertido por encima del hombro y arqueando las elegantes cejas—. Suena maravillosamente vicioso, chicos. ¡Vamos!

La discoteca, The Wall Rose, se encontraba en un edificio victoriano que se conocía desde hacía mucho tiempo como la iglesia de Saint John's Trinity Parish y que debido a los recientes escándalos sexuales que salpicaban a algunos sacerdotes, la archidiócesis de Boston consiguió que fuera cerrado, al igual que otros muchos lugares similares en toda la ciudad. Ahora, mientras Eren y sus amigos se abrían paso por la sala abarrotada, esas vigas albergaban la música trance y tecno que sonaba, estridente, por los altavoces enormes que rodeaban la cabina del dj, en el balcón que se encontraba sobre el altar. Unas luces estroboscópicas lanzaban destellos contra las tres vidrieras con forma arco. Los rayos de luz atravesaban la densa nube de humo que pendía en el aire, y parpadeaban al ritmo de un tema que parecía interminable. En la pista de baile, y casi en cada uno de los metros cuadrados del piso principal de The Wall Rose, y de la galería que lo rodeaba, la gente se apretujaba y se retorcía con una sensualidad inconsciente.

—¡La santa fiesta! —gritó Sasha para hacerse oír por encima de la música mientras levantaba los brazos y avanzaba bailando por entre la densa multitud.

No habían acabado de cruzar por donde se encontraba el primer grupo de gente cuando un chico delgado le entró a Sasha y se inclinó para decirle algo al oído. Sasha soltó una profunda carcajada y asintió con la cabeza con gesto entusiasmado.

—El chico quiere bailar —se rio, dándole el bolso a Mikasa—. ¡Quién soy yo para negarme!

—Por aquí —dijo Armin, señalando una pequeña mesa cercana a la barra, mientras su amiga se alejaba con su acompañante.

Los tres se sentaron y Armin pidió una ronda. Eren escrutó la pista de baile en busca de Sasha, pero la nube de gente la había engullido. A pesar de que la sala estaba abarrotada de gente, Eren no podía quitarse de encima una repentina sensación de que estaban sentados en el centro de atención. Como si estuvieran de alguna manera bajo estrecha vigilancia por el simple hecho de encontrarse en la sala. Era absurdo pensar eso. Quizá había estado trabajando demasiado, o había pasado demasiado tiempo solo en casa, ya que encontrarse en un lugar público le hacía sentir tan consciente de sí mismo. Tan paranoico.

—¡Por Eren! —exclamó Armin, haciéndose oír a pesar del estruendo de la música mientras levantaba el vaso de martini en un gesto de brindis.

Mikasa también levantó el suyo y brindó con Eren.

—Felicidades por la gran inauguración de esta noche.

—Gracias, chicos.

Mientras sorbía la mezcla de un color amarillo neón, la sensación de ser observado volvió. O, mejor dicho, aumentó. Sintió que lo miraban desde el otro extremo de la oscuridad. Levantó la vista por encima del borde del vaso de martini y percibió el brillo de las luces estroboscópicas en unas oscuras gafas de sol.

Unas gafas que escondían una mirada que, sin duda, se encontraba fija en él desde el otro extremo de la multitud.

Los rápidos pulsos de las luces mostraron unos rasgos afilados entre las oscuras sombras, pero el ojo de Eren lo captó al segundo. Tenía un corte sesgado y unos mechones le caían por encima de una frente amplia e inteligente y sobre unos pómulos angulosos. Una mandíbula fuerte y de trazo severo. Y su boca... su boca era generosa y sensual, incluso a pesar de que dibujaba una sonrisa cínica, casi cruel.

Eren apartó la vista, nervioso, y sintió una ola de calor por todo el cuerpo.

Su rostro se le quedó como grabado a fuego en la mente durante un instante, como una imagen se graba en una película. Dejó la copa encima de la mesa y se atrevió a mirar otra vez hacia donde se encontraba él.

Pero ya no estaba.

Al otro extremo de la barra se oyó un fuerte estruendo y Eren giró la cabeza para mirar por encima del hombro. En una de las pobladas mesas, el alcohol se precipitaba al suelo desde un montón de cristales rotos que cubrían la superficie lacada de negro. Cinco tipos vestidos con cuero negro tenían una discusión con otro tipo que llevaba una camiseta sin mangas de los Dead Kennedys y un vaquero gastado y roto. Uno de los tíos que vestía de cuero negro tenía un brazo sobre los hombros de una rubia platino que estaba borracha y que parecía conocer al punki. Su novio, al parecer. Él quiso tomar a la chica por el brazo, pero ella le apartó con un golpe e inclinó la cabeza a un lado para permitir que uno de los tipos la besara en el cuello. Ella miraba desafiante a su novio, furioso, sin dejar de juguetear con el cabello castaño del tipo que parecía pegado a su garganta.

—Esto se ha liado —dijo Mikasa, volviéndose en el momento en que la situación parecía complicarse más.

—Parece que sí —añadió Armin mientras se terminaba el martini y hacía una seña a un camarero para que les trajera otra ronda—. Es obvio que la madre de esa pava olvidó decirle que no conviene marcharse sin el chico con quien ha venido.

Eren observó la situación un momento más, el tiempo suficiente para ver que otro tío de cuero se acercaba a la chica y la besaba en los labios, que ella le ofrecía. Ella aceptó a ambos al mismo tiempo, mientras acariciaba el pelo oscuro del tipo que la besaba en el cuello y el pelo claro del tipo que le chupaba los labios como si fuera a comérsela viva.

El novio punki le gritó unos insultos a la chica, se dio media vuelta y se abrió paso a empujones entre la multitud.

—Este sitio me está agobiando —confesó Eren que, justo en ese momento, acababa de ver a algunos clientes de la sala preparándose sin disimulo unas rayas de coca en un extremo de la larga barra de mármol.

Sus amigos parecieron no oírle a causa del constante estruendo de la música. Tampoco parecían compartir la incomodidad de Eren. Había alguna cosa que no iba bien allí dentro, y Eren no podía quitarse de encima la sensación de que, al final, la noche iba a ponerse fea. Armin y Mikasa empezaron a charlar de grupos de música locales y dejaron a Eren solo, sorbiendo el vaso de martini y esperando, al otro extremo de la mesa, encontrar la oportunidad de dar una excusa y marcharse.

Sintiéndose básicamente solo, Eren dejó vagar la mirada por la masa de cabezas oscilantes y cuerpos ondulantes, buscando disimuladamente esos ojos tras las gafas de sol que la habían observado antes.

¿Estaría él con esos tipos... sería uno de los moteros que estaban provocando todo ese follón? Él iba vestido como ellos, y tenía el mismo aspecto peligroso que tenían ellos.

Fuera quien fuese, Eren no veía ni rastro de él en esos momentos.

Se recostó en el respaldo de la silla y, de repente, dio un respingo al sentir que unas manos se posaban sobre sus hombros desde detrás.

—¡Aquí estáis! ¡Chicos, os he estado buscando por todas partes! —exclamó Sasha, casi sin aliento pero animada al mismo tiempo, mientras se inclinaba sobre la mesa—. Vamos. He conseguido una mesa para todos al otro extremo de la sala. Thomas y algunos de sus amigos quieren venir de fiesta con nosotros.

—¡Guay!

Armin ya se había puesto en pie, listo para ir. Mikasa cogió el nuevo vaso de martini con una mano y con la otra, la mano de Sasha. Al ver que Eren no se movía para seguirles, Mikasa se detuvo

—¿Vienes?

—No. —Eren se puso en pie—. Id vosotros y divertíos. Yo estoy agotado. Creo que voy a buscar un taxi y me voy directo a casa.

Sasha lo miró haciendo un puchero infantil.

—¡Eren, no te puedes ir!

—¿Quieres que te acompañe a casa? —se ofreció Mikasa.

—Estoy bien. Disfrutad, pero id con cuidado, ¿de acuerdo?

—¿Seguro que no te quieres quedar? ¿Otra copa, solamente?

—No. De verdad que necesito salir y tomar un poco el aire.

—Tú mismo, entonces —le dijo Sasha, fingiendo reñirle. Se acercó y le dio un rápido beso en la mejilla. Cuando se apartó, Eren notó un ligero olor a vodka y, por debajo de éste, un olor de alguna cosa menos evidente. Alguna cosa almizclada, y extrañamente metálica—. Eres un aguafiestas, Eren, pero te quiero.

Sasha le guiñó un ojo y pasó los brazos por los hombros de Armin y Mikasa. Con aire juguetón tiró de ambos en dirección a la masa de gente que bullía en la sala.

—Llámame mañana —le dijo Armin por encima del hombro mientras el trío era engullido por la masa.

Eren inició inmediatamente el camino hacia la puerta de salida, ansioso por salir de allí. Cuanto más tiempo pasaba allí dentro, más parecía subir el volumen de la música. La sentía retumbar en la cabeza y le hacía difícil pensar con claridad. Le costaba fijarse en lo que había a su alrededor.

La gente la empujaba desde todos los lados mientras él intentaba abrirse paso, apretujándose contra la pared de cuerpos que se contoneaban y giraban sin dejar de bailar. Le empujaron y le apretaron, le tocaron y le manosearon manos invisibles en la oscuridad, hasta que, finalmente, llegó al vestíbulo, delante de la entrada de la sala y consiguió salir atravesando la pesada doble puerta.

La noche era fría y oscura. Inhaló con fuerza, intentando despejarse la cabeza de todo el ruido y el humo y el inquietante ambiente de The Wall Rose.

La música todavía se oía ahí fuera, y las luces estroboscópicas todavía centelleaban desde el otro lado de las vidrieras de colores, pero Eren se relajó un poco ahora, al sentirse libre.

Nadie le prestó atención mientras se apresuraba hacia la esquina y esperaba a encontrar un taxi. Sólo había unas cuantas personas fuera, algunas de ellas caminaban por la otra acera y otras subían en fila por los escalones de cemento que conducían a la sala de baile. Detectó un taxi amarillo que se dirigía hacia allí y levantó la mano para llamarlo.

—¡Taxi!

Mientras el taxi vacío atravesaba el tráfico nocturno y se acercaba hacia él, las puertas de la discoteca se abrieron con la fuerza de un huracán.

—¡Eh, tío! ¡Qué mierda haces! —En las escaleras, detrás de Eren, la voz de un hombre sonaba atemorizada—. Si vuelves a tocarme, te voy a...

—¿Me vas a qué? —increpó otra voz en tono provocador, grave y amenazador, acompañada de un coro de risas.

—Sí, venga, punki capullo de mierda. ¿Qué vas a hacer?

Eren, que ya tenía la mano en el tirador de la puerta del taxi, giró la cabeza medio alarmado y medio atemorizado por lo que iba a ver. Se trataba de la pandilla del club, los motoristas o lo que fueran, vestidos con cuero negro y gafas de sol. Los seis rodeaban al novio punki como si fueran una manada de lobos y le daban empujones por turnos, jugando con él como si fuera su presa.

El chico intentó darle un puñetazo a uno de ellos y falló, y la situación empeoró en un abrir y cerrar de ojos.

De repente, la refriega se acercó a donde estaba Eren. La pandilla empujó al punki contra el capó del taxi y empezaron descargarle puñetazos en el rostro. De la nariz y la boca del chico salieron disparadas gotas de sangre y algunas de ellas mancharon a Eren. Él dio un paso hacia atrás, anonadado y horrorizado. El chico se debatía para escapar, pero sus atacantes le sujetaban y le golpeaban con una furia que a Eren le resultaba difícil de comprender.

—¡Fuera del jodido coche! —gritó el taxista por la ventanilla abierta—. ¡Dios santo! ¡Iros a otra parte! ¿Me oís?

Uno de los asaltantes giró la cabeza hacia el taxista, le dirigió una terrible sonrisa y propinó un fuerte puñetazo en el parabrisas, que se rompió en mil pedazos. Eren vio que el taxista se santiguaba y que murmuraba unas palabras inaudibles, dentro del coche. Se oyó el cambio de marchas y luego el chirrido agudo de las ruedas en el mismo momento en que el taxi hizo marcha atrás para sacarse de encima la carga del capó.

—¡Espere! —gritó Eren, pero era demasiado tarde.

El transporte a casa y la posibilidad de huir de esa escena brutal habían desaparecido. Con el miedo atenazándole la garganta, observó al taxi que se alejaba a toda velocidad por la calle y cuyas luces desaparecieron en la noche.

En la esquina, los seis motoristas no mostraban ninguna compasión por su víctima: estaban tan concentrados en dejar inconsciente al punki a base de golpes que no prestaron atención a Eren.

Él se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras hasta la entrada de The Wall Rose mientras rebuscaba el móvil en el bolsillo. Encontró el delgado aparato y lo abrió. Mientras abría las puertas de la sala y entraba corriendo en el vestíbulo, marcó el 911, atenazado por el pánico. Por encima del estruendo de la música, de las voces, además del zumbante sonido de su propio corazón, Eren solamente oyó el sonido de espera del otro lado del hilo telefónico. Se apartó el teléfono del oído...

«No hay señal.»

—¡Mierda!

Volvió a marcar el 911, sin suerte.

Corrió hacia la zona principal de la sala, gritando, desesperado, en medio del ruido.

—¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Necesito ayuda!

Nadie parecía oírle. Golpeó a la gente en los hombros, tiró de las mangas y estuvo a punto de sacudirle el brazo a un tipo tatuado con pinta de militar, pero nadie le prestó atención. Ni siquiera la miraron. Simplemente continuaron bailando y charlando como si él ni siquiera se encontrara allí.

¿Era un sueño? ¿Se trataba de alguna perversa pesadilla en la cual él era el único que había visto los actos de violencia que sucedían allí fuera?

Eren desistió de intentar llamar la atención de los desconocidos y decidió buscar a sus amigos. Mientras se abría paso a través de la oscura sala, continuaba marcando la tecla de rellamada, rezando para conseguir cobertura. No consiguió llamar y pronto se dio cuenta de que tampoco iba a encontrar a Armin y a los demás en medio de esa masa de gente.

Frustrado y confundido, corrió de vuelta a la entrada del club.

Quizá pudiera detener a un motorista, encontrar a un policía, ¡cualquier cosa!

El aire helado de la noche le golpeó en cuanto abrió las pesadas puertas y salió fuera de nuevo. Bajó corriendo el primer tramo de escaleras, resollando, inseguro de con qué se iba a encontrar: un chico solo contra seis miembros de una pandilla que posiblemente estuvieran drogados.

Pero no les vio.

Se habían ido.

Un grupo de clientes de la sala subían las escaleras animadamente.

Uno de ellos hacía como que tocaba una guitarra y sus amigos hablaban de ir a alguna otra fiesta rave más tarde.

—Eh —llamó Eren, casi esperando que pasarían de largo. Pero se detuvieron y le sonrieron a pesar de que, a sus veintiocho años, era casi una década más viejo que ellos.

El chico que marchaba al frente del grupo le saludó con un gesto de cabeza.

—¿Sí?

—¿Alguno de vosotros...? —dudó un momento, sin saber si debería sentirse aliviado al darse cuenta de que, después de todo, no se trataba de un sueño—. ¿Alguno de vosotros ha visto la pelea que había aquí hace unos minutos?

—¿Había una pelea? ¡Impresionante! —dijo el líder del grupo.

—No, tío —repuso otro—. Acabamos de llegar. No hemos visto nada.

Pasaron por su lado y subieron el resto de escaleras mientras Eren se preguntaba si estaba empezando a perder la cabeza. Caminó hasta la esquina. Había sangre en el suelo, pero el punki y sus agresores habían desaparecido.

Eren se quedó de pie debajo de una farola y se frotó los brazos para quitarse el frío del cuerpo. Se dio la vuelta y miró a ambos lados de la calle, buscando alguna señal de la violencia de la que había sido testigo unos minutos antes.

Nada.

Pero entonces... lo oyó.

El sonido provenía de un estrecho callejón a su derecha. Flanqueado por un muro de cemento que llegaba a la altura del hombro de una persona y que actuaba como pantalla acústica, unos gruñidos casi imperceptibles llegaban hasta la calle desde el callejón casi completamente oscuro. Eren no pudo identificar esos sonidos desagradables que le helaron la sangre en las venas, despertaron su alarma más instintiva y profunda y le pusieron en tensión todos los nervios del cuerpo.

Sus piernas continuaron moviéndose. No lo hacían en dirección contraria a la fuente de esos inquietantes sonidos, sino en dirección a ellos.

El teléfono en la mano le pesaba como si fuera un ladrillo. Caminaba aguantando la respiración. No se dio cuenta de que no estaba respirando hasta que había penetrado un par de pasos en el callejón y su mirada se hubo posado en un grupo de figuras que se encontraba más adelante.

Los matones vestidos de cuero negro y con gafas de sol.

Estaban agachados, sobre las rodillas y las manos, manoseando algo, tirando de algo. A la tenue luz que llegaba desde la calle, Eren distinguió un jirón de tela en el suelo, al lado de la carnicería. Era la camiseta del punki, destrozada y manchada.

El dedo que Eren todavía tenía sobre el teclado del móvil se movió sigilosamente hacia la tecla de rellamada. Se oyó un callado zumbido al otro extremo de la línea y luego la voz del telefonista de la policía retumbó en la noche como la salva de cañón.

—Novecientos once. ¿Cuál es su emergencia?

Uno de los motoristas giró la cabeza al notar la repentina interrupción.

Unos ojos fieros y llenos de odio se clavaron en Gabrielle como puñales.

Tenía el rostro completamente ensangrentado. ¡Y sus dientes! Eran afilados como los de un animal: no eran dientes, sino colmillos que apuntaron hacia él en el momento en el que él abrió la boca y siseó una palabra de sonido terrible en un idioma extraño.

—Novecientos once —volvió a decir el telefonista—. Por favor, informe de su emergencia.

Eren no era capaz de hablar. Estaba tan aturdido que casi no podía ni respirar. Se acercó el móvil a los labios, pero no consiguió pronunciar ni una palabra.

La llamada de socorro había sido inútil.

Dándose cuenta de ello, y aterrorizado hasta los huesos, Eren hizo la única cosa lógica que se le ocurrió. Con la mano temblorosa, dirigió el aparato hacia la pandilla de motoristas sádicos y apretó el botón de «capturar imagen». Un pequeño destello de luz iluminó el callejón.

Oh, Dios. Quizá todavía tuviera la oportunidad de escapar de esa noche infernal. Eren apretó el botón otra vez, y otra, y otra, mientras se retiraba hacia atrás por el callejón en dirección a la calle. Oyó el murmullo de unas voces, oyó unos insultos, el sonido de pies en el callejón, pero no se atrevió a mirar hacia atrás. Ni siquiera lo hizo al oír un agudo chirrido de acero a sus espaldas, seguido por unos chillidos de agonía y de rabia que no eran de este mundo.

Eren corrió en la noche impulsado por la adrenalina y el miedo y no se detuvo hasta que encontró un taxi en Commercial Street. Subió a él y cerró la puerta con un fuerte golpe. Resollaba, descolocado de miedo.

—¡Lléveme a la comisaría más cercana!

El taxista apoyó un brazo en el respaldo del asiento del copiloto y se volvió hacia él. Le miró con el ceño fruncido.

—¿Está bien?

—Sí —repuso automáticamente. Después añadió—: No. Necesito informar de...

Joder. ¿De qué tenía intención de informar? ¿Del frenesí caníbal de una pandilla de motoristas rabiosos? ¿O de la otra explicación posible, la cual ni siquiera era mucho más creíble?

Eren miró al taxista expectante a los ojos.

—Por favor, deprisa. Acabo de presenciar un asesinato.