RECOGER EL GUANTE
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es de Rowling. La Magia Hispanii la creó Sorg-esp.
¡Hola, holita!
Aquí estoy otra vez, presentando ante todos vosotros mi historia número 300. Disfruto tanto escribiendo que no tengo la menor idea de cómo he llegado hasta aquí. Lo que sí tengo claro es que quiero que este fic sea especial y, antes de nada, tengo que dedicárselo a todos los usuarios del "Foro de las Expansiones".
Me encanta participar en sus retos y en sus topics. Es muy inspirador escribir sobre MH y esta historia será un homenaje a todos esos retos que ya están cerrados. Porque muchas veces no basta con tres relatos, aquí iré subiendo capítulos que siguen las pautas de cada uno de ellos. Por lo menos mientras dure la inspiración.
Y dicho eso, empecemos por el principio.
1
Reto "Momentos históricos"
El Hechizado
Toledo. Año 1684
El anciano caminaba encorvado, apoyado en un bastón retorcido. Las manos y las piernas le temblaban, aunque se movía con cierta rapidez. Tenía el pelo largo, ralo y blanco, y una nariz grande, chata y roja por el frío. Sus ojos, pequeños y rasgados, eran de color oscuro y mirada sagaz.
En la taberna le habían dicho que él podría decirle todo lo que quisiera saber, pese a lo cual desconfiaba. Porque el anciano no había dicho una palabra desde que fue a saludarle y porque los rumores sobre su naturaleza parecían ciertos. Pese a que el miedo amenazaba con atenazarle, Fernando no pensaba detenerse. Había prometido que cumpliría aquella misión y el fracaso era inadmisible. Él siempre hacía realidad sus promesas y ni siquiera la brujería iba a detenerlo.
Porque de eso se trataba. Brujería. Temida y admirada a partes iguales. A Fernando le habían enseñado desde pequeño a temer a los brujos, pero al mismo tiempo había visto como su madre solicitaba una y mil veces los servicios de curanderas y videntes capaces de obrar toda clase de prodigios. No era un experto, pero tenía la sensación de que la línea que separaba las maldiciones de los milagros era muy fina.
El anciano se detuvo de sopetón. Estaban en una de las callejuelas que rodeaban la catedral, parados frente a un grueso muro de piedra. Le miró con los ojos entornados y extendió una mano.
—Dejadme ver la carta.
—Ya os la enseñé antes.
—Quiero asegurarme de que es auténtica.
Fernando suspiró. Comprobó una vez más que nadie les seguía y extrajo el documento de su bolsillo. Llevaba el lacre real, símbolo inequívoco de su importancia. Sólo debía hablar de su misión con las personas adecuadas. Por lo demás, era alto secreto.
El anciano examinó la carta. La caligrafía de aquella que la había escrito era exquisita. Y él podía ser viejo, pero durante toda su vida fue un hombre ilustrado y apreciaba aquellos detalles. Ese manuscrito era digno de una reina.
—Debéis esperarme aquí.
—Prefiero ir con vos. He de hablar con él cuanto antes.
—Con ella.
—¿Disculpad?
El anciano le dirigió una sonrisa socarrona y sus ojos parecieron llenarse de vida.
—La persona que buscáis es una mujer. Y os repito que debéis esperar aquí. No tardaré.
Fernando quiso protestar nuevamente, pero el anciano desapareció. Parpadeó. No sabía cómo había ocurrido. Un segundo antes estaba frente a él y en un momento se había ido. Miró a su alrededor, pensando que tal vez se alejaba corriendo por aquel laberinto de callejuelas oscuras y empinadas, pero no vio a nadie.
Se resignó a esperar. Poco más podía hacer dadas las circunstancias. Medió sobre las palabras del anciano, sorprendido porque fuera una mujer la destinataria de las súplicas de su señora. Porque estaba en Toledo siguiendo las instrucciones de una mujer.
Comenzó a sentir frío tras diez minutos. Se planteó la posibilidad de que el anciano le hubiera engañado y pensó que tendría que volver a preguntar por ahí. La gente en las tabernas solía hablar sobre todo y sobre todos y sin duda le servirían de ayuda. Lo único que lamentaba era aquella más que evidente pérdida de tiempo.
Estaba a punto de marcharse cuando vio a alguien acercándose. Iba envuelto en una capa oscura y apenas podía distinguirse el tono pálido de sus manos. Fernando necesitó estar prácticamente frente a ella para descubrir que era una mujer.
—¿Sois don Fernando?
—Sí, señora.
Ella descubrió su rostro. No era exactamente hermosa, pero tenía el pelo oscuro, largo y rizado y los ojos verdes más bonitos que había visto nunca. Hubiera quedado prendado si su misión no fuera tan importante.
—Soy Azucena. He oído que queréis hablar conmigo.
Fernando inclinó la cabeza y, con un gesto ciertamente aparatoso que pretendía ser galante, le entregó la carta que custodiaba. No dijo nada mientras ella leía. Y, pese a no ser algo habitual, no le sorprendió que aquella mujer supiera leer. Sin duda alguna era capaz de mucho más.
—Así que se requiere de mi presencia en palacio —Dijo al terminar. En su voz no había sentimiento alguno.
—Dicen que sois la mejor sanadora de las Españas. Como sabéis, el Rey está muy enfermo.
—Hechizado, más bien.
Azucena se cruzó de brazos y le observó con expresión insondable. No iba a ser fácil convencerla. Fernando no estaba seguro de querer hacerlo en ese lugar, donde cualquiera podría oírlos.
—¿Podemos ir a un sitio más discreto?
—Os aseguro que no existe un lugar en Toledo más discreto que este.
—¿Por qué decís eso?
—¿Acaso no podéis sentirlo?
Fernando se quedó inmóvil y de forma casi inmediata sintió un escalofrío. La mujer sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes blancos y alineados que muy pocos tenían. Y entonces, sin saber por qué, lo supo.
—¿Nos silencia alguna clase de brujería? —Susurró.
—Estamos en la línea entre dos mundos, don Fernando. Si nos quedamos aquí, nadie podrá vernos ni oírnos.
—¡Oh!
Temió que el mismísimo diablo anduviera por aquel lugar, pero allí no estaban más que ellos dos. Respiró profundamente para recuperar el aplomo y supuso que lo mejor que podía hacer era seguir con la conversación como si lo que estaba ocurriendo fuera lo más natural del mundo. Nada iba a ganar entregándose al pánico.
—Desde que el Rey era un niño —Fue Azucena la que habló—, aquellos más cercanos a él aseguran que su debilidad es fruto de un terrible hechizo.
—Yo no creo que lo sea.
—¡Bien sabe Dios que no lo es! Hace siglos que no intervenimos en los asuntos reales.
—¿Disculpad?
La mujer frunció el ceño y le miró fijamente durante largos segundos, hasta el extremo de incomodarle. Parecía meditar muy seriamente lo que decir a continuación.
—No creo que mi ayuda vaya a servirle de nada al Rey —Aseveró, retomando el hilo de la conversación como si no le interesara que siguiera por ese camino. Era evidente que pretendía dar media vuelta y marchar con viento fresco, pero Fernando no pensaba rendirse tan pronto.
—La Reina confía en vos.
María Luisa de Orleans, la joven reina francesa que apreciaba lo suficiente a su esposo como para buscar a alguien que pudiera sanarle de todos sus males. La mujer por la que Carlos II el Hechizado sentía absoluta devoción, la única a la que le concedía todos sus caprichos. Su amada esposa.
Cuando contrajo matrimonio con el Rey, muy pocos imaginaron que pudiera llegar a sentir afecto por su esposo. Por supuesto que no se hablaba en ello en público, pero Carlos II era débil física y mentalmente. Cualquier otra joven pudiera haberse sentido desgraciada al tener que unirse con un hombre así, pero la joven María Luisa sabía valorar los gestos de su esposo y era todo lo feliz que podía ser dadas las circunstancias. Su gran pena, aparte de la preocupación lógica por la salud del Rey, era no haber podido darle un heredero.
—La Reina no me conoce.
—Ha oído historias. Las gentes de las aldeas dicen que un ángel aparece en plena noche para salvar a los moribundos y traer a la vida a los bebés. Pensábamos que era un caballero, pero sois vos.
Azucena le miró, mostrando interés por primera vez. Se cruzó de brazos y su silencio confirmó las sospechas de Fernando. Ella, la salvadora de la que tanto hablaban las gentes humildes.
—Si os preocupan los campesinos y sus familias, si os amparáis en la oscuridad para ayudarles, con más razón habéis de ayudar al Rey.
El joven consideró que sus palabras eran las adecuadas, pero la expresión de ella cambió. Pareció airada y nuevamente dispuesta a partir.
—¿Consideráis que la vida de un rey es más importante que la de un campesino?
Fernando no supo qué decir. La respuesta era obvia. O tal vez no.
—No soy nadie para juzgar tales cosas. Su Alteza me encomendó una misión y he venido a cumplirla.
—¿Y Su Alteza no pudo venir por su propio pie?
—Sabéis que no, señora.
Azucena permaneció inmóvil un instante, aunque finalmente asintió. Daba la impresión de estar más satisfecha que antes y Fernando sintió cierto alivio. No deseaba defraudar a la Reina.
—No os mentiré —Envalentonado, siguió hablando—. Son muchos los que creen que el Rey es víctima de un maleficio, incluida la Reina.
Hablaba de enfermedad para no despertar su ira. Azucena alzó las cejas y sonrió con sarcasmo.
—Cuando escuchó los rumores sobre vos, os tomó por una hechicera de magia blanca. Cree que podéis ayudar a Su Alteza. Y a ella.
—¿También está hechizada?
Fernando sintió cómo le subían los colores. No estaba preparado para tratar ciertos temas, pero no le quedaba más remedio.
—A la Reina le preocupa no ser capaz de engendrar un heredero. Dicen que vos sois experta en asuntos relacionados con la maternidad.
—Más bien soy experta en alumbramientos —Espetó con aire divertido, haciéndolo enrojecer aún más—. Podría proporcionarle ciertos remedios para aumentar las posibilidades de quedar en estado, pero no son muy efectivos.
Fernando asintió, negándose a preguntar. Si conseguía convencerla para que visitara la residencia real, sería la Reina la encargada de plantear cualquier cuestión que se le viniera a la cabeza.
—Y debemos tener en cuenta otra posibilidad.
—¿Cuál?
—Que la semilla del Rey sea tan débil como él.
Fernando se atragantó con su propia saliva. Los rumores sobre la impotencia del Rey eran una constante entre sus más allegados, pero no solían presentar el asunto con tanta crudeza. Dio un paso atrás, deseando que se lo tragara la tierra. No era posible que estuviera allí, hablando sobre esos temas con una mujer. Era antinatural.
—No pongáis esa cara. Cuando un matrimonio no tiene hijos siempre se culpa a la mujer, pero sé por experiencia que los hombres son igual de responsables.
—No es eso —Carraspeó, pasmado por la naturalidad de ella—. Estamos hablando sobre Su Alteza. Insinuar que…
—¿Acaso no es un hombre? Pues como todo hijo de vecino puede caer enfermo y ser…
—No lo digáis, por favor.
Pensó que pronunciaría la palabra de todas formas, pero Azucena cerró la boca y soltó una risita apenas audible. Claramente no iba a irse a ninguna parte y, aunque era pronto para cantar victoria, Fernando tuvo la certeza de que estaba a punto de cumplir con su cometido.
—Los ingenuos nunca dejaréis de sorprenderme.
—¿Quién?
—Vos y los de vuestra misma condición —Azucena le señaló con un dedo—. Los que no podéis hacer magia. Los brujos os conocemos como ingenuos.
—¿Hay muchos más?
—No tenéis ni idea.
Por su mente pasó el pensamiento fugaz de que posiblemente en el pasado la Inquisición había ejecutado a más herejes que brujos, cosa que tal vez debiera cambiar. O tal vez no.
—En cualquier caso, para descubrir por qué Sus Altezas no han engendrado un heredero, debéis venir conmigo para entrevistaros con la Reina.
—Sois insistente.
—Me gusta tratar mis asuntos de frente, sin rodeos.
—Me gusta que os guste.
—Entonces…
—Entonces lo pensaré —Azucena se cubrió la cabeza con su capa oscura—. Sabréis de mí en breve.
Toledo. Días después
Aunque se había resistido, finalmente sucumbió ante la impaciencia. Cabalgó durante horas hasta llegar a Toledo y se apostó en el mismo callejón en el que hablara largo y tendido con Azucena, la bruja. Pasó horas allí, viendo pasar a gentes de toda clase y condición. Incluso hubiera jurado que cuatro o cinco de ellos eran brujos, a juzgar por la rapidez con que desaparecían de su vista.
Posiblemente ella tardara días en volver por allí, pero no le importaba esperar. No era un hombre acostumbrado a no cumplir con su palabra y obtendría una respuesta a cualquier precio. Incluso si tenía que dormir de pie, apoyado en esas rocas frías y húmedas. Aunque no pudiera comer ni beber durante días, no se movería hasta exigirle una respuesta.
—Buenas tardes, don Fernando.
Se llevó un buen sobresalto. La voz había sonado a su espalda y al girarse la vio. Azucena, ataviada con un elegante vestido y con el cabello recogido según marcaba la moda. No pensaba que las brujas pudieran lucir un aspecto tan atractivo.
—Al fin os encuentro, señora.
—Ignoraba que me estuvierais buscando. De haberlo sabido, hubiera tardado menos en venir.
Fernando se envaró, indignado porque durante días se había olvidado de su existencia.
—Dijisteis que sabría de vos y he pasado varios días sin recibir ninguna noticia —Le reprochó—. Su Alteza espera una respuesta.
—La impaciencia no es una virtud.
—La mentira tampoco.
—Yo no os he mentido.
—¡Desaparecisteis! —subió la voz, aún cuando no era su intención. Azucena le observó en silencio antes de hablar con una firmeza y decisión nunca vistas.
—Sabed una cosa sobre mí, don Fernando: siempre hago las cosas a mí manera. No necesito de ningún lacayo para actuar. Obro libremente.
Fernando se quedó patidifuso. ¿Esa mujer le había llamado lacayo? ¿A él, un distinguido guardia real que había salvado la vida de la mismísima Reina cuando estuvo a punto de ser atacada por un lobo? Se disponía a reprocharle sus palabras cuando cayó en la cuenta de otra cosa.
—¿Habéis visitado a la Reina?
—He visitado a Sus Altezas. Les he examinado como lo haría un médico y como lo hace una sanadora y les he comunicado mis conclusiones. Y antes de que lo preguntéis, os diré que son secretas. Sólo ellos han de saberlo.
Fernando abrió la boca y volvió a cerrarla, consciente de que esa mujer era tan terca que no cambiaría de idea por más que intentara convencerla.
—Lamentablemente, no podía dejar que lo recordaran.
Dicho eso, Azucena sacó la varita. Fernando desconocía lo que era, pero sintió miedo y echó mano de su espada. Quemaba tanto que tuvo que dejarla en su cinto.
—No lo hagáis más difícil —Dijo ella con suavidad.
—¿Qué vais a hacer?
—El secreto de la magia es demasiado valioso para permitir que aquellos que pueden dañarnos lo conozcan.
Fernando alzó las manos, incrédulo.
—Yo no pretendo dañar a nadie.
—Puede que no. Y posiblemente Sus Altezas tampoco, pero da igual.
—¿Qué les habéis hecho?
Azucena dudó entre ser o no sincera.
—He hecho que me olviden.
Intentó ayudarles, pero era poco lo que podía hacer por ellos. María Luisa disfrutaba de una salud excelente, pero el desdichado Carlos II era otro cantar, una auténtica calamidad, un compendio de enfermedades imposibles de tratar.
—Y eso haré con vos, don Fernando.
—Pero…
No terminó de formular su protesta.
—¡Obliviate!
Fernando enmudeció y su mirada se perdió en la nada durante unos segundos. Después, agitó la cabeza, miró a su alrededor y salió corriendo como si no la hubiera visto. Azucena sonrió. Se le daban realmente bien los hechizos desmemorizadores. Eran muy útiles habida cuenta de la labor que desempeñaba. Muchos consideraban que se ponía en peligro al ayudar a los ingenuos, pero ella estaba segura y orgullosa de lo que hacía.
Samira, la hermana de su abuelo, había dado su vida por ayudar a tres almas errantes. Eso fue peligroso. Azucena se limitaba a utilizar su talento para salvar vidas. No era nada en comparación.
Hola de nuevo. Pues así queda la cosa.
Cuando se planteó el reto por primera vez se me pasó por la cabeza la idea de utilizar al Hechizado. Yo no considero que Carlos II fuera un mal rey simplemente porque el pobre hombre no estaba en condiciones de hacer nada. Era un desastre y se dice que sus múltiples males le ocasionaron grandes dolores durante toda su vida, así que lo compadezco un montón. Luego sí que vino el desastre (Fernando VII… ¡PUAJ!).
Según lo que he leído por allí, María Luisa de Orleans le tenía cariño. No sé hasta que punto pudieron intimar si Carlos II era sospechoso de ser impotente o eyaculador precoz, pero da igual para la historia. Ignoro si ella llegó a preocuparse tanto por él, pero ahí lo dejo. Lástima que la pobrecita muriera tan joven (supuestamente de una apendicitis) y sin hijos.
Espero vuestros comentarios. Y que sepáis que habrá más.
