Hola a todos de nuevo... :) aqui les traigo la continuacion de Reflejos.. esta historio al igual que la otra no me pertenece al que los personajes, ya que solamente es una adaptacion de los libros de Nora Roberts.. Espero les guste este primer cap.
bye..
Capitulo 1
El gato yacía inmóvil boca arriba, con los ojos cerrados y las garras sobre el pecho
Los últimos rayos de sol que se filtraban por las persianas caían sobre su cuerpo, iluminando su pelaje anaranjado. De pronto, el ruido de una llave en la cerradura rompió la calma del apartamento. El animal abrió los ojos al oír la voz de su dueña, pero los volvió a cerrar con pereza cuando supo que no había llegado sola. Otra vez venía acompañada de aquel hombre.
—Pero, Rose, no son ni las ocho y el sol todavía está en el cielo.
Ella dejó las llaves en la mesita del vestíbulo y se volvió con una sonrisa.
—Royce, ya te lo he dicho. Tengo que acostarme temprano. La cena ha sido encantadora y me alegra que me invitaras a salir.
—En ese caso —dijo él tomándola en sus brazos—, déjame invitarte a algo más.
Rosalie aceptó el beso y la punzada de calor que sintió bajo la piel, pero cuando él se acercó más, se apartó y volvió a sonreírle.
—Royce, de verdad tienes que irte.
—Una última copa —sugirió él con otro beso suave y persuasivo.
—Esta noche no —respondió ella—. Mañana tengo clase y ensayo.
—Sería más fácil si yo fuera otro hombre — le estampó un rápido beso en la frente—, pero esa pasión por el baile... — se encogió de hombros y se dio la vuelta.
Rosalie Hale era la primera mujer en años que había conseguido mantenerle a raya. ¿Por qué, entonces, seguía insistiendo?
Al ver su silueta recortada contra la luz de la puerta, supo la razón. Era muy hermosa... tan hermosa, que era única.
Rosalie echó el cerrojo y sonrió. Le gustaba Royce King. Era alto, rubio y muy atractivo, con un mordaz sentido del humor y un gusto exquisito. Ella respetaba su talento como diseñador, vestía unos modernos modelos suyos y podía relajarse en su compañía; aunque estaba claro que King hubiera preferido algo más íntimo.
Sin embargo, aunque había cierta atracción, no era un hombre que despertara sus emociones más profundas. Podía hacerla reír, pero jamás podría hacerla llorar...
Se miró a sí misma en el espejo con el marco dorado y sintió una repentina soledad.
Aquel espejo era una de las primeras cosas que había comprado cuando se mudó a su nuevo apartamento, y significó mucho para ella poder colgarlo en el vestíbulo de su hogar. A la tenue luz del ocaso, contempló la larga y espesa melena oscura que le llegaba hasta los codos. Su rostro era pequeño y delicado, con unos labios grandes y carnosos, una nariz recta y una barbilla prominente. Una cara exótica, le habían dicho, rematada por la mirada felina de sus grandes ojos azules. Pero ella no se encontraba guapa, y aunque sabía que con el maquillaje adecuado podría resultar fascinante, el resultado sería ficticio; no sería Rosalie Hale.
Dio un suspiro y se apartó del espejo para echarse en el sofá Victoriano. A los pocos segundos, Nijinsky soltó un profundo bostezo y se subió a su regazo. Rosalie empezó a acariciarle las orejas, distraída. ¿Quién era Rosalie Hale?, se preguntó.
Cinco años atrás había sido una estudiante novata llena de entusiasmo que empezaba su carrera en Nueva York. Gracias a Alice..., recordó con una sonrisa. Alice Dunne, la mejor bailarina que había visto en su vida, había sido su profesora, amiga e ídolo. Se acabó casando con Jasper, el tío de Rosalie, y vivía en Connecticut con sus hijos. Cada vez que Rosalie los visitaba la sorprendía el amor que se profesaban el uno al otro. Exceptuando quizá padres, no conocía a ninguna otra pareja más enamorada.
Incluso después de seis años, la tristeza la invadía al pensar en sus padres. Pero, en el fondo, sabía que la muerte de aquellos seres tan queridos la había llevado hasta donde se encontraba.
Jasper Hale se convirtió en su tutor y los dos se mudaron a un pequeño pueblo costero en Connecticut. Allí, Alice consiguió convencerlo de que su sobrina necesitaba entrenarse mucho más. A Jasper le costó mucho, pero al final permitió que Rosalie, con tan solo diecisiete años, se marchara a Nueva York. La vida de la joven cambió en aquel momento para siempre.
O quizá empezó a cambiar la primera vez que estuvo en la escuela de danza de Alice, pensó Rosalie. Fue allí donde había bailado para McCarty.
¡Qué miedo sintió al estar frente al mejor bailarín de la década! Emmett McCarty era una leyenda viva y había enseñado a las bailarinas de mayor talento, entre ella Alice Dunne.
Había ido a Connecticut para convencer a Alice de que volviera a Nueva York y que fuera la estrella del ballet que él había montado.
Rosalie recordó lo aterrorizada que se quedó cuando Emmett le pidió que bailara para él. Pero resultó ser un hombre tan encantador, que a ella le resultó muy fácil obedecer y dejarse llevar por la música.
—Cuando vayas a Nueva York, ven a verme —le había dicho al acabar.
Desde entonces, Rosalie pensó en él con una especie de adoración reverencial, y habría sido capaz de bailar desnuda en Broadway si se lo hubiera pedido.
Sin embargo, tuvo que trabajar muy duro para complacerlo, incapaz de resistir su desaprobación. Y él la llevó hasta el límite de sus posibilidades con una exigencia implacable y despiadada.
Rosalie llegaba tan agotada a la cama, que no tenía fuerzas ni para llorar de humillación. Pero todo el dolor se le olvidaba en cuanto él le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas.
Había bailado, luchado y reído con él. Había observado el cambio que se producía en Emmett con los años, y aún no lo conocía del todo.
Tal vez fuera ese el secreto que lo hacía irresistible a las mujeres; el aire enigmático el acento extranjero, la reticencia a hablar de su pasado...
Rosalie sonrió al recordar lo enamorada que había estado de él con dieciocho años. Emmett tenía entonces casi treinta y no pareció darse cuenta de nada. No le faltaban mujeres hermosas alrededor, ni le faltarían nunca.
«Estoy a salvo», pensó Rosalie. Tal vez demasiado a salvo. Soltó un sonoro bostezó y se estiró en el sofá, provocando que el gato saltara al suelo y se alejara bufando.
El sudor le empapaba la camiseta y algunos mechones de pelo se le soltaron del recogido.
Solo eran las once de la mañana, pero Rosalie ya llevaba dos horas ensayando la nueva y complicada coreografía de Emmett, "The Red Rose". Era realmente agotadora, pero viéndolo a él desaparecía la menor idea de cansancio.
Como director artístico de la compañía ya no tenía que bailar para mantenerse en la cumbre. Si lo hacía, a sus treinta y tres años y a pesar de todas sus obligaciones, era porque había nacido para ello, con un cuerpo alto, fuerte y esbelto. Su pelo oscuro y rizado le caía a ambos lados del rostro, cuyos rasgos seguían manteniendo el encanto juvenil. Tenía una boca preciosa y cuando sonreía...
Cuando sonreía, sus ojos grises cobraban un brillo especial y, entonces, no había modo de resistirse a él.
—Está bien —dijo con su acento ruso tan musical, al tiempo que detenía al pianista con la mano—. Podría ser peor.
En el lenguaje propio de McCarty, aquello era lo más parecido a un halago.
—Rosalie, el pas de deux desde el primer acto.
Ella se acercó a él inmediatamente. Los cambios de humor en Emmett eran tan variados como inexplicables, pero Rosalie sabía cómo soportarlo.
Sin decir nada, juntó la palma de su mano derecha con la suya y empezaron.
Aunque era una escena de amor, parecía más un duelo que una compenetración romántica. Pero, esa vez, Emmett no había compuesto un cuento de hadas, sino una apasionada historia entre un príncipe y una gitana. Los movimientos eran tan exuberantes y dinámicos, que remarcaban el desafió entre los dos personajes. Él exigía mientras que ella se resistía a sus demandas. Cada gesto con la muñeca o la cabeza acrecentaba el dramatismo de ambos.
El sol se colaba por las ventanas y dibujaba extraños reflejos en el suelo. Las gotas de sudor caían por la espalda de Rosalie, pero ella no las sentía. Estaba metida en el personaje de Carlota, quien conquistaría el corazón del príncipe en su primer encuentro.
Cuando bailaba con Emmett era cuando se daba cuenta de que siempre lo adoraría. No había nadie como él, y ser su pareja en el escenario había sido el mayor éxito de su vida. Emmett la había llevado más allá de sus esperanzas y posibilidades... pero solo como bailarina.
Rosalie se paró un segundo para respirar, aprovechando que el pianista volvía la página de la partitura.
—¿Dónde está hoy tu pasión, pequeña? —le preguntó Emmett tendiéndole la mano.
Ella odiaba aquel gesto, y él lo sabía, pero no dijo nada.
—Ahora, gitana mía, dime que me vaya al infierno. Con tu cuerpo y con tus ojos.
Empezaron de nuevo, pero esa vez Rosalie no pensó en el placer que le producía bailar con él. Fue como una competición real, en cada paso y en cada salto. Y su enojo le dio a Emmett lo que quería porque de manera inconsciente lo desafiaba a ser mejor que ella. Rosalie se dejó caer entre sus brazos, lo miró un momento con ojos encendidos, y se alejó de él, retándolo a seguirla.
Acabaron en la posición inicial, palma contra palma, y con la cabeza de Rosalie echada hacia atrás. Emmett la abrazó riendo y la besó con entusiasmo en ambas mejillas.
— ¡Ahora has estado maravillosa! Me has rechazado aun cuando me ofrecías tu mano.
Ella lo miró mientras recuperaba la respiración. Todavía le ardían los ojos con enfado y sintió un estremecimiento por la columna. Entonces, supo que Emmett lo había notado. Lo supo por su mirada y por la tensión de sus dedos en la espalda. Pero solo un instante y volvió a soltarla.
—A comer —anunció a los demás, quienes murmuraron con aprobación y salieron. Rosalie hizo ademán de irse con ellos, pero él la agarró por la mano —. Rosalie, quiero hablar contigo.
—De acuerdo, después de comer.
—Ahora.
—Emmett —le dijo con el ceño fruncido—, no he desayunado y...
— Hay yogur y Perrier en la nevera de bajo —la soltó y se dirigió hacia el piano —. Trae también para mí —le dijo mientras se sentaba y empezaba improvisar
Rosalie se quedó de pie con las manos en las manos en las caderas. Era obvio que Emmett no consideraba la posibilidad de una negativa o de que ella tuviera otros planes. Esperaba que obedeciera sin rechistar.
—Insufrible.
—¿Decías algo? —preguntó él sin dejar de tocar.
—Sí, he dicho que eres insufrible.
—Es cierto —respondió Emmett con una sonrisa—. Lo soy.
Rosalie se echó a reír.
—¿Qué sabor? —le preguntó, y vio satisfecha cómo él se quedaba en blanco—. Yogur —le recordó—. ¿Qué sabor quieres, McCarty?
Al poco rato subía las escaleras con los brazos cargados de yogures, cucharas, vasos y una botella de Perrier. De abajo le llegaba el sonido de voces de la cantina, y de arriba la música del piano. Se paró en la puerta y contempló a Emmett. Estaba tocando un tema propio, suave y melancólico. Pero no era una composición escrita en papel. Era algo que le salía del corazón...
Los rayos de sol le iluminaban el cabello y las manos. Eran unas manos exquisitas, con dedos largos y vivaces que podían expresar más que mil palabras.
¡Parecía tan solo!
Aquel pensamiento la desconcertó. Era por la música, pensó con rapidez, es solo porque toca música triste. Caminó hacia él sobre el suelo de madera, sin hacer ruido gracias a sus zapatillas de baile.
—Pareces solitario, Emmett.
Por la manera tan brusca con que levantó la cabeza, Rosalie supo que lo había interrumpido en algún pensamiento íntimo. La miró extrañado por un momento, sin levantar los dedos de las teclas.
—Lo estaba —dijo al final—. Pero no es eso de lo que quiero hablarte.
—¿Va a ser esta una comida de negocios?—le preguntó ella arqueando una ceja mientras dejaba los yogures sobre el piano.
—No, no sería bueno para la digestión que discutiéramos, ¿verdad? —Tomó la botella de Perrier y le quitó el tapón—. Ven siéntate a mi lado.
Rosalie se sentó en el banco, y automáticamente se armó de valor para la sacudida que le provocaba su cercanía. Estar donde él estaba era como caer en un torbellino de poder. Incluso en aquellos momentos, mientras comía tranquilo y relajado, Emmett despedía tanta electricidad como un circuito de corriente alterna.
—¿Hay algún problema? —le preguntó ella
—Eso es lo que quiero saber.
Ella se volvió asombrada y lo encontró mirándola con atención. Sus ojos eran de un gris insondable, cristalinos como el vidrio, y tan serenos como solo podían ser los ojos de un bailarín.
—¿Qué quieres decir?
—Me ha llamado Alice.
—¿Ah, sí? —Rosalie arrugó la frente.
—Cree que no eres feliz —su mirada era tan intensa que ella sintió presión en el cuello. Tuvo que apartarse para aliviarla. Nadie más podía incomodarla tanto con una sola mirada.
—Alice se preocupa demasiado — dijo en tono despreocupado mientras hundía la cuchara en el yogur.
—¿Lo eres, Rose? —Emmett le puso la mano en el brazo, y ella se sintió obligada a mirarlo—. ¿Eres desgraciada?
—No —respondió de inmediato y con sinceridad—. No —repitió, esbozando una media sonrisa.
Él siguió escrutándole el rostro y deslizó la mano hasta su muñeca.
—¿Eres feliz?
Ella abrió la boca, preparada para responder, pero la volvió a cerrar y emitió un pequeño sonido de frustración. ¿Por qué la miraba de ese modo, con aquellos ojos tan directos y sinceros? Unos ojos que no aceptarían una respuesta fácil.
—¿No debería serlo? —empezó a levantarse, pero él le apretó la muñeca,
—Rosalie —ella no tuvo más elección que mirarlo de nuevo—. ¿Somos amigos?
Ella intentó pensar en la respuesta apropiada. Un simple «sí» no definiría todos sus sentimientos que tenía hacia él, ni tampoco el alcance de su relación.
— A veces —respondió con cautela—. A veces lo somos.
Emmett aceptó la respuesta. Los ojos le brillaban de regocijo.
—Bien dicho —murmuró. Entonces, le sujetó las manos de manera inesperada y las llevó a los labios. Su boca era tan suave como un susurro en la piel. Rosalie no la soltó, pero se puso rígida de la sorpresa el la miró como si no fuera consciente del rechazo—. ¿Vas a decirme por qué no eres feliz?
Con mucho cuidado, Rosalie retiró las manos. Era muy difícil contenerse sintiendo su tacto. Era un hombre con necesidades físicas, que pedía respuestas físicas. Ella se levantó y se dirigió hacia una ventana. Manhattan se extendía a sus pies.
—Para ser sincera, no he pensado mucho en mi felicidad —dijo, y se echó a reír—. Oh, no, eso ha sonado muy pomposo —se dio la vuelta y lo miró, pero él no sonreía—. Emmett, quiero decir que no me había planteado mi felicidad ni mi desgracia hasta que tú me lo has preguntado —se encogió de hombros y se apoyó contra el alféizar de la ventana.
Emmett sirvió un vaso de Perrier y se levantó para llevárselo.
—Alice está preocupada por ti —le dijo.
—Alice tiene bastante de qué preocuparse con tío Jasper, los niños y la escuela.
—Ella te quiere.
—Sí, lo sé.
—¿Y eso te sorprende? —le preguntó él mientras con un movimiento distraído le acariciaba un mechón suelto.
Rosalie tenía el pelo suave y un poco húmedo.
—Es su generosidad lo que me sorprende y supongo que será siempre así —hizo una pausa antes de preguntarle lo siguiente: ¿Alguna vez estuviste enamorado de ella?
—Sí —respondió él de inmediato, sin vergüenza ni arrepentimiento —. Hace años — sonrió y le puso el pelo detrás de la oreja —. Siempre se mantuvo fuera de mi alcance. Y antes de que me diera cuenta, nos hicimos amigos.
—Extraño —dijo ella después de unos segundos—. No puedo imaginarte pensando en algo o en alguien que esté lejos de tu alcance.
—Era muy joven —dijo él con otra sonrisa—. Tenía la edad que tú tienes ahora, es de ti de quien estamos hablando, Rosalie, no de Alice. Ella cree que quizá te este exigiendo demasiado.
—¿Exigiéndome demasiado? —ella hizo un gesto de incredulidad con los ojos—¿Tú, Emmett?
—A mí también me cuesta creerlo — dijo él en tono jocoso.
Rosalie sacudió la cabeza y volvió junto al piano. Dejó el vaso de Perrier y tomó otro yogur.
—Estoy bien, Emmet. Espero que le dijeras eso —él no respondió y ella se volvió con la cuchara entre los labios—. ¿Emmett?
—Pensé que tal vez hubieras tenido una relación... desgraciada.
—¿Quieres decir que estoy triste por un amante?
Era evidente que él no se preocupaba en elegir sus palabras.
—Eres muy franca, pequeña.
—No soy una niña —respondió ella—. Y no...
—¿Sigues viendo a ese diseñador? —la interrumpió él con frialdad.
—El diseñador tiene un nombre —dijo ella con voz cortante—. Royce King. Haces que parezca la etiqueta de un vestido.
—¿Ah, sí? —Emmett esbozó una sonrisa libre de culpa—. No has respondido a mi pregunta.
—No, no lo he hecho —Rosalie levantó el vaso de Perrier y dio un pequeño sorbo, pero no puedo evitar el brillo de furia en sus ojos.
—Rosalie, ¿lo sigues viendo?
—No es asunto tuyo —intentó hablar con un tono ligero, pero la dureza era evidente.
—Eres un miembro de la compañía. Y yo soy el director.
—¿También has adquirido el papel de un confesor? —replicó ella—. ¿Tus bailarines tienen que informarte de sus amantes?
—Ten cuidado de cómo me provocas — advirtió él.
—No tengo que justificar mi vida social, Emmet —espetó Rosalie—. Voy a clase, soy puntual en los ensayos. Trabajo duro...
—¿Te he pedido que justifiques algo?
—No, pero estoy harta de que te comportes conmigo como un padre o un tío severo —frunció el ceño y se acercó a él—. Ya tengo un tío así y no necesito que me estés vigilando.
—¿No? —volvió a enroscar un dedo en los mechones que se le desprendían.
— ¡No! —gritó enfurecida—. Deja de tratarme como a una niña.
Emmet la agarró por los hombros, en un gesto tan violento que la sorprendió. Ella se quedó apretada contra él, con el cuerpo amoldado a aquellos músculos que tan bien conocía. Pero esa vez era distinta. Esa vez no había música ni pasos de baile. Rosalie podía sentir su enfado... y algo más. Sabía que él podía llegar a enfurecerse mucho, pero también sabía cómo tratarlo. Sin embargo, en esos momentos...
Se quedó perpleja al notar cómo respondía su propio cuerpo. Los dos corazones latían enfrentados, los dedos de Emmett se hundían en su carne, pero no había dolor.
Entonces, él bajó la mirada hasta sus labios y una punzada de deseo la atravesó. Era una sensación más dulce y afilada que ninguna que hubiera experimentado antes, y la dejó aturdida por completo.
Con lentitud, Rosalie se inclinó hacia delante preparándose para el beso. Sentía el susurro de su respiración en los labios. Los separó ligeramente y pronunció su nombre.
Emmett murmuró algo en ruso y la apartó.
—Deberías conocerme mejor —la espetó—, y no hacerme enfadar de manera tan deliberada.
—¿Era eso lo que estabas sintiendo? — preguntó ella, asombrada por su rechazo.
—Quédate con tu diseñador —le murmuró mientras se volvía hacia el piano que parece irte tan bien.
Se sentó y empezó a tocar, despreciándola con su silencio.
Review..? jejje que tal el primer cap hasta ahora..
nos leemos..
bye
