Clac. Clac. Clac.

El rítmico e inquietante golpeteo constante de unos tacones era el único sonido perceptible en aquellos momentos en el vacío, oscuro y lóbrego edificio de la Oficina.

En la Biblioteca, por supuesto, aún quedaba gente trabajando. En las Residencias muchos aprendices y estudiantes permanecían levantados repasando. Y en aquellos lugares recónditos que a nadie sin un permiso oficial le estaba permitido visitar, los investigadores y esos especialistas a los que todo el mundo se refería simplemente como Ellas seguían absortos en sus misiones.

Pero toda aquella actividad, por demás silenciosa, latía muy lejos del edificio principal, el Shinigami Haken Kyoukai.

Por eso, ella casi sentía miedo, trazando una ruta repetida mil veces por aquellos pasillos que de día le eran tan familiares. Sobre las cristaleras inmensas se acumulaban las gotas de la tormenta que estaba convirtiendo Londres en un inhóspito barrizal, emborronando aún más la luz de los trémulos faroles de gas.

Al final, prácticamente se dio de bruces con la puerta maciza y la placa cuidadosamente bruñida que rezaba: WILLIAM T. SPEARS. JEFE DE LA DIVISIÓN DE LONDRES.

¿Qué podía querer de ella el sádico y militarmente estricto jefe de división a las tres de la mañana?

Golpeó dos veces y entró sin esperar respuesta, como era su costumbre. En el lóbrego despacho, sólo estaba encendida la chimenea. A Grell le gustaba la luz del fuego, por la forma en la que encendía su piel y arrancaba preciosas chispas doradas, cobrizas y rojas a su cabellera. Will estaba de pie detrás del escritorio, de espaldas a la puerta. Ni siquiera se dio la vuelta cuando ella entró.

-Has tardado mucho –dijo tan sólo, con una voz tan agotada que sorprendió a Grell.

-¿Qué esperabas? –replicó, enfadada, deshaciéndose con un suspiro la empapada coleta hecha a toda prisa. –Estaba durmiendo cuando me llamaste. Debería ser yo quien pregunte qué estoy haciendo aquí; hoy ni siquiera me toca turno de noche, Will.

Al fin, él se dio la vuelta. El flequillo se le había caído sobre los ojos, recordándole a ella su época de estudiante, y parecía muy cansado y bastante molesto.

-Por mucho que me moleste decir esto, Grell Sutcliff, creo que eres la única persona que puede hacerse cargo de esto; lo cual, por otro lado, es bastante lamentable…

-¿Se supone que me estás pidiendo ayuda, Will? –bufó ella, incrédula.

-Digamos que este problema es bastante… es tan inusual como tú.

-¿Pero de qué estás hablando? –casi gritó, exasperada.

-De eso –dijo Will, señalando el sofá que estaba pegado a una pared de la habitación.

"Eso" era un bulto envuelto en una manta ensangrentada, depositado sobre el sofá, más o menos sin ninguna forma conocida y de como un metro de largo.

Grell se adelantó hacia él como con miedo, y desenvolvió una de las puntas de la manta, descubriendo la pálida carita de una niña diminuta de unos tres años de apariencia, que llevaba puesta una apretada capucha y dormía profundamente.

-Pero si es una cría, Will. Se supone que aquí hay gente que se encarga de estas cosas…

-Con ella no se pueden seguir los procedimientos habituales –suspiró el superior, cada vez más cansado. –Busca sus manos. –añadió.

Grell metió una mano pálida y larga debajo de la manta hasta sostener una de las de la pequeña, y la sacó con mucho cuidado. Paralizada, se quedó mirando aquella manita regordeta, blanca como una paloma, suave y estrujable.

Las uñas de la niña eran de un color negro sólido y lustroso, como lacado.

-¿Qué significa esto, Will? –murmuró, asustada, mirándole con fijeza.

-¿Qué sabes de cómo nacen los shinigami, Grell? –preguntó él a su vez.

-No gran cosa. No es mi especialidad. Sé que a veces, cuando se recoge un alma, ésta es seleccionada, ignoro con qué criterios, y se convierte… bueno, en una especie de bebé. Mantiene sus recuerdos y su personalidad, o al menos una parte, y es entrenada para convertirse en shinigami. Eso es todo.

-Hace algún tiempo –empezó a contar él, con la mirada perdida –no sé exactamente cuánto, pero no mucho, fuimos llamados a un lugar en el que nunca debíamos haber entrado. Una de las Islas de la Muerte. Un santuario de demonios. Encontramos un bebé llorando entre las rocas; un bebé con los ojos verdes y amarillos. No sabíamos cómo había ocurrido, pero así era: entre los demonios, había nacido un nuevo shinigami. Lo trajimos aquí y lo escondimos. Por precaución, no lo pusimos con los otros cuatro que llegaron este año. E hicimos bien. Ya sabes que las primeras fases de crecimiento van muy rápido, mucho más que en las personas. Cuanto más crecía ella, más evidente era el problema. Nunca había visto una cosa parecida… Era, es, extremadamente inteligente y mucho más fuerte que los otros. Pero cuando se enfadaba… Un día, la persona a la que se la habíamos dejado, una oficial de operaciones encubiertas, me llamó alarmada, y con razón. Durante una rabieta, las pupilas de la niña se habían convertido en rajas, y sus iris se volvieron de un rojo luminoso y palpitante. Así lo describió. La volví a ver por primera vez desde que se la dejamos. Parecía normal, pero estaba claro que no lo era. Ya estaba furiosa cuando yo llegué. Tenía los ojos rojos… las uñas negras… y descubrí algo que la oficial me había estado ocultando. La razón de sus enfados eran las gafas. Odiaba llevarlas puestas, le daban dolores porque no las necesitaba. Las hizo trizas delante de mí.

-Ella… ella puede ver… ¿sin gafas?

-Sí. Entonces fue cuando exigí acceder a los informes sobre el hallazgo de la niña. Resulta que en esa isla no murió nadie… exactamente. Pero un ser humano perdió su alma y se convirtió en demonio.

-Ciel… Phantomhive –susurró Grell, con los ojos dilatados.

-Por lo visto, cuando él perdió su alma, fragmentos de ella quedaron, por decirlo así, en el aire. Pero se dieron una serie de circunstancias, algunas de ellas culpa tuya, que han conducido a esta catástrofe.

-¿Cómo puede esto ser culpa mía, Will?

-Te lo mostraré –dijo él, cogiendo un libro que estaba encima de su escritorio y colocándoselo a Grell en las manos. De inmediato ésta sintió que le sobrevenía una terrible sensación de que algo iba mal, una náusea que se le enganchaba al cuello y la estrangulaba. Mareada, volvió a dejar el libro donde estaba.

-¿Qué… qué es eso, Will? Es horrible –tartamudeó.

-Hace un año, más o menos, asesinaste a Angelina Durless, alias Madame Red, en presencia de un humano y de un demonio. El chico tocó la Linterna Cinemática de su tía sin que nadie se diera cuenta. Imperceptibles fragmentos del alma de ella quedaron adheridos a la suya. No le pasó nada, más allá de los terribles efectos de presenciar el asesinato de un ser querido. Si él hubiera muerto, nunca nos habríamos enterado de nada. Pero al convertirse en demonio, esos fragmentos se juntaron con los que mencioné antes. El resultado fue un alma totalmente nueva. No un alma dorada, como la de Ciel Phantomhive. No un alma pálida, como lo era la de Angelina Durless en el momento de morir.

Se calló y avanzó hasta la niña. Con cuidado, le retiró la capucha y unos mechones de cabello de un rojo escarlata brillante se desparramaron por sus hombros y le cubrieron la cara.

-Un alma carmesí, como la tuya, Grell Sutcliff. –terminó, sin mirarla. –Lo que has tocado antes era el Libro de Angelina. Esa es la sensación que produce un alma incompleta. Esa es la angustia de un shinigami. Esta niña es el monstruo que tú creaste sin querer. Y, ahora, es tu responsabilidad.

-¿Pero qué dices?

-Te sugiero que busques un tutor que te ayude. A partir de ahora, criarás a la niña. Podrá ir a la escuela y a la Academia con los otros nuevos –añadió, sonriendo un poco –pero, hasta entonces, no puede mezclarse con los pequeños. Y ya no podemos tenerla por más tiempo escondida. Como es obvio, ya no es un bebé. Además, la oficial que la cuidaba ha sido destinada a otra rama. No pueden volver a tener contacto.

-¿Pero por qué yo? –casi gritó Grell, con los pelos de punta ante la idea.

-Porque tú mataste a Angelina Durless y permitiste que el niño tocara la Linterna Cinemática. Si hay que buscar culpables, ese eres tú. Porque tú eres la única alma carmesí que ha llegado a este departamento en los últimos mil años. Porque tienes tiempo de sobra, ya que te sobra el tiempo para vaguear y perseguir demonios por ahí –añadió, y aquella pequeña sonrisa se hizo más cruel. –Y, sobre todo, porque el otro culpable de todo esto no puede hacerse cargo de ella. No sabemos qué efectos puede tener el mestizaje. Esta niña no sólo es un alma carmesí, es una mestiza con poderes de demonio y de shinigami. Quien se la quede será favorecido por ello. Si tú la tienes, es menos probable que Michaelis o su nuevo amo vengan a buscarla. Sólo tienes que cuidarla hasta que pueda ir a la escuela. Eso no tardará mucho en pasar y entonces tú podrás volver al trabajo; estarás relevado hasta entonces. Creo que este es tu apropiado castigo por el asesinato de Angelina Durless y de aquellas otras cinco mujeres. Sin embargo, y por mucho que me moleste, está estipulado que en aquellos casos especiales en que un shinigami tenga que hacerse cargo de un recién llegado, le será aumentado el sueldo. Por supuesto, en lo que a recuerdos básicos se refiere, los recuperará enseguida. En eso funcionará como los otros, recordará pronto cómo se lee, cómo se escribe, todo eso no será necesario enseñárselo. Pero, aparte de eso, no creemos que desarrolle recuerdos propios de sus dos… "progenitores" por decirlo así. Es una niña… me imagino que te llevarás bien con ella.

Grell escuchaba atónita la parrafada de su superior, mirándolos alternativamente a él y al bulto, que parecía haber crecido mientras hablaban. La posibilidad insólita de criar a otro ser de repente se le antojaba sumamente atractiva. ¿No era eso lo que hacían las mujeres que, por lo que fuera, no podían tener hijos propios? Ella no podría nunca llevar en su vientre un bebé, pero aquella niña era la posibilidad soñada y remota de una hija. Acarició los cabellos rojos, del mismo rojo que los suyos y los de su querida Madame. Aunque al morir el alma de Angie hubiera perdido el color, aquella niña sí tenía el alma carmesí que la había cautivado. Sí, decididamente ella era un regalo del destino.

-Will –susurró, con los ojos clavados en la pequeña dormida. –Ella… ¿tiene nombre?

-Sí –respondió él, con un aire más cansado que nunca. –La oficial que la ha estado cuidando pasó gran parte de su vida en Japón, así que le puso un nombre que le recordaba "épocas felices" –dijo, con una mueca sarcástica. –Se llama Rikka. Rikka Hagane.

-Rikka de acero –murmuró Grell, traduciendo aquel falso apellido. –Es un buen nombre para una pequeña luchadora –añadió, con una sonrisa, apartándole el flequillo de la cara. –Si me lo permites, voy a introducir un pequeño cambio en él.

Inclinándose, cogió a la niña en brazos, la arropó con la manta y le besó la frente, dejándole una marca de carmín rojo como un sello.

-Bienvenida a la eternidad, Rikka Angelina Hagane…