Después de su muerte todo se detuvo de golpe. Los ruidos que emitían las espadas al chocarse desaparecieron para dar paso a un amargo silencio, de esos que calan hasta lo profundo de tus huesos. No era para extrañarse, ese era el silencio que se vive en los sepulcros y ahora, lo que alguna vez fueron los jardines del castillo lunar, se habían convertido en un cementerio.

La mire unos instantes, y aunque mi corazón se estremeció de la pena, no pude llorar. Quizás porque ya había derramado demasiadas lagrimas ese día, quizás porque tanto dolor ya me había anestesiado, quizás porque en el fondo sabía que este fatal desenlace era inevitable.

A pesar de lo angustiantes que habían sido sus últimos instantes, se veía tranquila, como si la muerte hubiese puesto fin a su sufrimiento. Después de todo, eso es lo que anhelamos al morir, ir a algún lugar en donde podamos olvidar lo amarga que puede ser la vida. El más allá tiene un tiene un místico encanto, un misterio que me aterroriza pero que no deja de fascinarme. Solo deseo que a donde quiera que vaya, sea muy feliz, más de lo que fue aquí.

Me puse de pie y camine hacia al castillo, dejándola atrás a ella, a mis amigas, quienes seguramente también se encontraron con la fatalidad, y dejándolo atrás a él. Ya no estaban conmigo de todas formas, ya no podía hacer nada por nadie, ni siquiera por mí misma.

Ingrese a la sala de oración, arrastrando la espada legendaria de las Sailors scouts, mire la torre de cristal y mostré mi respeto con una reverencia. Después alcé la espada y la detalle unos segundos antes de clavarla en la piedra sagrada con todas mis fuerzas.

Y Oré.

Oré por las almas de aquellos que habían caído en batalla, rogué perdón por mis errores y suplique por una oportunidad para enmendarlos. Mientras mis lamentos hacían eco contra las paredes, trate de recordar en que momento había fallado, en que momento el destino había tejido los hilos para terminar encontrándonos a todos en el epicentro de la destrucción.