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You're gone, gone, gone away

I watched you disappear

All that's left is a ghost of you

—Te vas a enfermar si sigues aquí en el frío.

Arrodillada frente a la tumba del hombre más maravilloso del mundo, Candy se limpió las lágrimas y trató de sonreírle a la mujer detrás de ella, aunque por dentro sentía que se estaba rompiendo en mil pedazos.

—Me encontró en medio de una tormenta de nieve, Lady Catherine —replicó—, yo soy el invierno, y el invierno es parte de mí.

De cualquier manera, Lady Catherine cubrió sus hombros con un suéter y la ayudó a levantarse. Candy la miró: también estaba llorando, y las líneas de la edad en su rostro eran más notorias que de costumbre. Lucía pálida, cansada y destrozada, como si hubiera envejecido de golpe veinte años más.

—Vamos adentro, querida Candy —le dijo, dándole un beso en el cabello—, haré que te preparen una taza de chocolate caliente, ¿qué te parece?

—Mañana sería nuestro primer aniversario.

Lo dijo tan abruptamente que la anciana se paralizó por unos segundos. Después, sus ojos (esos mismos ojos grises y bondadosos que le heredó a él) se suavizaron y llenaron de tanta tristeza que Candy pensó que podría ahogarse en su profundidad.

—Lo sé, mi dulce niña, lo sé. Abraham estaría tan contento.

—Estoy segura de que me habría traído flores. Rosas rojas, sin importar cuán difícil fuera conseguirlas, solo para mí. Para verme feliz —su aliento formó una voluta de humo en el aire. Tenía el rostro hinchado y los labios partidos por el frío, y Candy miró a la tumba, donde yacía la mitad de su corazón y observó a su suegra—. Como quisiera verlo sonreír, Lady Catherine.

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Candy solía tener la misma pesadilla constantemente. Y siempre lo perdía, a su Abraham, sin importar cuanto lo intentara; él se escapaba de sus brazos una y otra vez y no existía nada que ella pudiera hacer para evitarlo. Esa pesadilla estaba rodeada de sangre, y Candy gritaba y lloraba, y despertaba cubierta de sudor y con la almohada empapada de lágrimas.

Pero esa noche fue diferente. El sueño le trajo calma a su corazón agitado, y lo vio sonriendo, de esa manera que solo él sabía hacerlo. Podía jurar que lo sintió acariciarle sus mejillas y decirle en el oído que era una chica tonta, que no tenía por qué estar triste. Que la amaba sobre todas las cosas.

Despertó tranquila, con el tacto de sus labios todavía presente en su piel.

Candy se acercó a la ventana. Aun no amanecía del todo, y la nieve caía en copos brillantes tras el cristal. Había pasado casi un mes desde la muerte de Abraham Weston, desde la última vez que lo vio. Y ese día era su aniversario de bodas.

La chica contempló el hermoso anillo en su mano y sintió un nudo en la garganta al pensar que perdió mucho tiempo. Si se hubiera dado cuenta antes, si hubiera sido más inteligente, su tiempo con él habría sido más largo.

Pero ya era muy tarde para eso. Lo que pasó, pasó, solía decirle Abraham, y tenía razón.

—Feliz día, amigo del alma —susurró, por si de alguna manera él la estaba escuchando.

Decidió ir a dar un paseo por los alrededores para distraerse un poco de la opresión en su pecho. Siendo la viuda de un Conde, lo normal sería que llevara una doncella consigo, pero Candy extrañaba aquellos días donde solo era ella contra el mundo, donde podía ser libre de hacer y decir lo que quisiera.

El frío le puso rojas las mejillas, pero valía la pena ir congelándose con los dedos entumecidos. La gente amaba a Abraham, y también a ella, y lo recordaban con tanto cariño que le llenaba el pecho de un sentimiento muy agradable. Saludó a la florista y al panadero, que le regaló un pedazo de pan recién caliente.

Pero la tranquilidad de su mañana fue violentamente interrumpida cuando escuchó una voz demasiado familiar a sus espaldas.

—Candy White. O debería decir, Candy Weston.

Sintió que el alma se le cayó del cuerpo. No necesitaba mirarlo para saber de quien se trataba.

—Ian.

Ian Bennett, imponente y autoritario, sonrió como si le provocara gran placer escuchar su nombre en los labios de Candy. Se acercó a ella, y antes de que pudiera reaccionar, besó la palma de su mano.

—Debo admitir que sigues siendo tan hermosa como te recordaba, quizás más. Supongo que el matrimonio te sienta, querida Candy.

Trago en seco.

—Ian…

—¡Oh, es verdad! —Exclamó, soltando una carcajada que no pudo disimular—, escuché las terribles noticias en cuanto llegué a Londres; es una verdadera tragedia lo que sucedió con tu marido, te ofrezco mis condolencias.

Candy dudaba que eso fuera cierto, pero se obligó a sonreír débilmente.

—Te lo agradezco, Ian. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que estabas en Francia.

—Italia, en realidad —la corrigió, y Candy tuvo que resistir las ganas de decirle que no le importaba en lo más mínimo—. Afortunadamente pude terminar mis negocios antes de lo que pensaba, y lo primero que quise hacer es visitarte. Bueno, a Lady Catherine, por eso me dirijo hacia la mansión.

—No debiste molestarte.

—No es molestia. Sabes lo importante que eres para mí.

No pasó desapercibido para Candy la manera en la que él la miraba, y la forma en la que pronunció esas palabras, como el ronroneo de un gato. Un escalofrío le recorrió la columna y entró en pánico por un instante.

—Debo irme, Ian, fue un placer.

Sin embargo él fue más rápido, y apresó su brazo con más fuerza de la necesaria, manteniéndola firmemente en su lugar.

—Te acompaño.

—No voy a la mansión, necesito hacer otras cosas.

—Eso no importa, tengo tiempo. Voy contigo.

Pero Candy no era una muchachita débil. Se recordó a sí misma quien era, Candice White, protegida de Lady Catherine Weston. La esposa de Abraham Weston, y este hombre que está frente a mí no es alguien de fiar. Así que se alejó firmemente de él y lo miró con dureza.

—No, Ian. Agradezco tus condolencias, pero agradecería más si me dejaras tranquila.

No esperó respuesta de su parte y prácticamente salió corriendo del lugar sin rumbo alguno. Un par de minutos después, se giró para comprobar si la estaba siguiendo. No era así.

Respiró profundamente. Desde que lo conoció, Ian Bennett le provocaba un sentimiento indescriptible, un miedo que no era capaz de superar. Por eso, cuando le propuso matrimonio un año atrás, supo de inmediato que preferiría estar muerta antes que ser algo de ese sujeto.

Pero de alguna manera, fue él quien la llevo a los brazos de su esposo. Si no hubiese sido por Ian, jamás habría conocido lo que sería tener el privilegio de haber sido la compañera de vida de un hombre como Abraham.

Quizás todo tenía una razón de ser. Pero mientras Candy caminaba sola, todavía asustada por su encuentro con Ian, comenzó a llorar. Si todo pasaba por un motivo, ¿por qué Dios permitió que amara tanto a ese hombre, para después arrebatárselo con tanta violencia?

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Notas de la autora

¡Hola! De verdad espero que les haya gustado el primer capítulo de esta historia, que como ya debieron notar, es un Albertfic. Aquí, Candy no nació en América, sino en Londres, y fue "adoptada" por una mujer aristócrata que la crio como su protegida, Lady Catherine. Los detalles se verán conforme avancemos, pero para evitar confusiones, Lady Catherine tenía un hijo, Abraham, y por azares del destino Candy y él se casaron, pero desafortunadamente falleció y ella tiene el corazón roto. Pero no se preocupen, pronto veremos a Albert ;)

Parte de esta historia está inspirada en la canción Little Talks, de Monsters and Men. Espero que la disfruten, y cualquier duda, estoy a su disposición.

-Silken.