Por fin, después de infinitas horas de espera lo había conseguido, ahí estaba su sueño volviéndose una realidad entre los tímidos labios del hindú.

Desde que lo vio no pudo volver a ver a nadie mas, su camino se había entrelazado con el de aquel jovencito casi por casualidad, un tropezón entre ambos por andar cada uno distraído, absorto en sus pensamientos que ninguno se fijó de la presencia del otro hasta atropellarse... y desde entonces Aioria sólo tuvo ojos para él. Ojos que le seguían de lejos, que cuidaban de él cuando se aventuraba en la calles de una ciudad nueva y desconocida para él, cuando meditaba por horas frente al mar...

Hasta acercarse y hablarle con timidez después de acecharlo por un par de años que le parecieron siglos, y hasta escuchar su voz angelical y amable responderle, pedirle que le acompañara porque era un extranjero que aún no se hallaba a Athenas. No dudó ni un segundo y desde entonces le siguió, siempre amable, siempre atento y procurando que el sentimiento que aceleraba su corazón ya no creciera, pues aunque Shaka era dulce, no mostraba ningún indicio de corresponderle, no como él esperaba, siempre había una barrera que le impedía acercarse más a él, siempre.

Su compañía empezó a dolerle, la frustración crecía cada noche y el pecho le dolía al final de cada encuentro; ya casi no sonreía, se volvía cada vez más callado, más pensativo, menos él y más un triste desconocido.

Y llegó, el día en que Shaka preguntó, porque los años de conocerse le mostraban al griego transformado en alguien tan diferentes que se sorprendió.

No le pasaba nada, decía, pero Aioria nunca había aprendido a mentir. Y el virgo presionó, insistió hasta el cansancio, hasta que consiguió provocar a su entonces amigo, hasta que vio una reacción, sus puños se alzaron igual que su voz, negándose a ceder, intentando huír sin conseguirlo. Por qué? Que le sucedía?

Hasta que lo dijo, casi gritando, casi llorando.

Soy un tonto. Me enamoré. Me enamoré de ti.

Las pupilas de Shaka se dilataron mostrando todo su esplendor ante la confesión. Aioria casi rugió de frustración ante la respuesta que nunca llegó a intentó irse, ahora sí que quería desaparecer.

Pero no pudo, un agarre firme en su brazo lo detuvo, un tirón fuerte lo hizo tambalearse hacia adelante y fue atrapado por Shaka y sus labios. El beso por fin llegó, suave, lento, dulce, muy dulce y lleno de amor y deseo y el león gimió entre los labios del objeto de su amor, que después de años de incertidumbre por fin le correspondía.