Disclaimer: Los personajes de Hetalia le pertenecen a Hidekaz Himaruya, sip.
MI PROTEGIDO
La vida de Francis era una continua carrera entre la universidad y el trabajo a medio tiempo que tenía por las tardes, de ayudante de cocina en un restaurante. Cuando se independizó contó con el apoyo de toda su familia, que le repitió hasta la saciedad que se cuidara y que, si necesitaba alguna cosa, que la pidiera. Pero el muchacho ya tenía casi veinte años, como se aseguró de recordarle a sus padres. Con el dinero que había ahorrado trabajando se mudó a un piso de alquiler en las afueras, cerca de su universidad, aunque bastante distanciado de su trabajo.
Aquel día, mientras volvía a su casa, iba pensando en lo agotador que era todo.
—Retrasos en el autobús, retrasos en el metro y luego una caminata...oh, qué horror. En París no pasan estas cosas —se quejó, arrebujándose en su gabardina para intentar protegerse del viento. El chico odiaba Inglaterra, hacía un clima del demonio y casi nunca se veía el sol. Pero se habían visto obligados a mudarse dos años antes, a causa de un problema de su tío con la ley.
Francis llegó a su apartamento, abrió las dos cerraduras de la puerta y entró, dejando las llaves en la mesita camilla de la entrada. Luego se apoyó en la puerta.
—Ojalá algún día fuera más entretenido... —suspiró—. Bueno, es hora de mi tiempo de relajación.
Dejó la mochila de la universidad en cualquier sitio y echó toda su ropa a lavar. Luego entró en el baño y se miró al espejo.
—Bien sûr, nunca dejaré de ser tan guapo —sonrió mientras se apartaba el pelo de los ojos en una pose sexy y le lanzaba un beso a su yo del espejo. Luego llenó la bañera de agua caliente y se metió entero, suspirando de alivio.
—Aaaah, ¿qué sería del mundo sin baños? —echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Al empezar a pensar en lo que haría después, se acordó de su familia. Su madre había insistido en que los llamara de vez en cuando para decirles que estaba bien y esas cosas. Y como llevaba una semana sin ponerse en contacto con ellos, decidió que ya iba siendo hora. Al cuarto de hora salió de la bañera, y tras secarse se anudó la toalla alrededor de la cintura. Luego se aseguró de que su cabello rubio quedaba liso, brillante y perfectamente ordenado. Se echó perfume y fue al salón, cogiendo su teléfono móvil y marcando el número de su padre.
—"El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. Por favor, inténtelo de nuevo dentro de unos minutos" —oyó Francis tras esperar varios tonos de marcado. El muchacho colgó, pensando en que se habrían ido a comprar o algo así. Justo antes de llamarlos de nuevo, su teléfono sonó.
—Oui? —habló, con el aparato pegado a la oreja. Le respondió una voz con acento francés:
—Francis, soy Albert, ¿te acuerdas de mí? El abogado de tu familia...
—Ah, oui, le recuerdo. Dígame —respondió el chico, sentándose en el sofá y recostándose. El abogado parecía intranquilo, se notaba hasta al otro lado del teléfono, y Francis se preocupó—. ¿Albert?
—Sí, chico, estoy viendo cuál es la mejor manera de decirte esto...en fin, aquí va. Tus padres han fallecido.
¿Qué? Francis estaba seguro de haber oído mal. Una especie de lanza helada le atravesó el cuerpo.
—¿Perdón? —murmuró, con un hilo de voz. Oyó suspirar al abogado al otro lado de la línea.
—Así es, Francis. No me gusta dar este tipo de noticias, pero debes saberlo. Al parecer, iban en el coche cuando chocaron de frente contra un autocar. No pudieron hacer nada, murieron durante el traslado al hospital.
Francis tenía el móvil pegado aún a su oreja, pero ya no escuchaba a Albert. Entonces, la razón por la que su padre no había contestado a su llamada era porque...
—Pero...pero Albert, ¿estás seguro de que...es decir...cómo? —le espetó, sintiendo algo arderle tras los ojos.
—Es mejor que hablemos en mi oficina, chico...hay temas importantes que tratar. ¿Sabes dónde está el bufete, no?
—Sí, lo recuerdo... —la boca de Francis parecía hablar sola. Su mente no parecía encontrarse allí.
—Te espero dentro de un rato, esto hay que hacerlo rápido —dijo el abogado, y colgó. Francis dejó su móvil sobre la mesita y se quedó estático, con la mirada perdida. ¿Cómo podía haber pasado eso? Se sintió inmediatamente culpable por no haberlos llamado antes preguntando si estaban bien, la semana pasada su padre le había dicho que pasaría a verle para felicitarle por su cumpleaños, que sería en escasos tres días. Y ahora...sacudió la cabeza. No era el momento, y era mejor que acudiera a la oficina del abogado para ver a qué temas se refería, y entonces quedarse tranquilo y pedir la dimisión del trabajo y la cancelación de matrícula en la universidad. No se sentía capaz de seguir con su vida. Se levantó y fue a su armario.
—Esto —decidió nada más abrir el mueble, y se puso un traje negro con corbata a juego. Nunca habría elegido algo así para salir a la calle, pero se suponía que tenía que guardar un luto, así que se lo puso, tras lo cual cogió las llaves del piso y se marchó, dejando el móvil en casa. Tras coger el metro y hacer transbordo, bajó en el centro de Londres sin prestar atención a nada. Llegó al edificio donde se hallaba el bufete, y encontró la puerta abierta. Subió en el ascensor y llamó a la puerta. Albert salió a recibirle en persona, con gesto serio.
—Francis —dijo a modo de saludo, estrechándole la mano—. Entra, por favor.
El chico entró y se dejó guiar por el hombre hasta su despacho, donde se sentó en una de las sillas de cuero que había delante de la mesa. El abogado tomó aire y empezó:
—Bien, ya te lo dije por teléfono, así que iremos directamente al grano y no te tendré aquí mucho tiempo, para que puedas...estar tranquilo. Ante todo, mi más sincero pésame.
Francis lo miró con desagrado. Se sentía enfadado con el mundo en general y no le apetecía estar escuchando palabras de consuelo. Hizo un gesto seco con la mano, y el abogado sacó tres hojas de papel del cajón de su escritorio.
—Esto son unos documentos que es necesario que firmes ahora que eres el cabeza de...
—¿Cabeza de familia? No sé si te habrás enterado, pero yo ya no tengo—le espetó Francis sin contenerse. Albert exhaló un suspiro cansado.
—Ése es uno de los puntos a tratar. Como eres el único heredero, y el único miembro vivo conocido de los Bonnefoy, has heredado la casa familiar, el coche, los fondos depositados en el banco y las propiedades que tenía tu padre. Si firmas este documento, todo pasará a ser tuyo. Si optas por no hacerlo, todo pasaría a ser propiedad del banco.
Albert le tendió un bolígrafo, y Francis se quedó mirando el documento, indeciso. No le apetecía nada volverse rico de la noche a la mañana y cambiarse otra vez de casa, después del lío que se había armado buscando el piso y alquilándolo.
—No, mira, yo paso de meterme en papeleo y notarios y esas cosas, prefiero que se lo quede el banco. ¿Podemos terminar ya? —Francis se estaba cansando, sólo deseaba irse de allí y poner un poco de orden en su mente.
—Bueno, quizá cambies de opinión cuando conozcas tu otra...herencia, por decirlo de alguna manera. Verás, me temo que tu hermana y su cuñado también han fallecido en el mismo accidente, iban los cuatro en el automóvil y no se pudo salvar a ninguno. Supongo que sabrás que tu hermana tenía un hijo...
—¿Un hijo? No, no lo sabía —Francis apretó el puño—. Mi hermana dejó de hablarse con el resto de la familia cuando se casó, y hace unos días se medio reconciliaron. No nos contó nada de que hubiera sido madre.
¿Cuántas noticias fatídicas más le quedaban por saber? La furia iba creciendo en su interior al saberse abiertamente traicionado por Catherine.
—Ya...respecto a eso...¿te apetece conocer a tu sobrino? Di instrucciones para que lo trajeran aquí, creo que deberías verlo al menos.
Francis se encogió de hombros como diciendo "si no hay más remedio, vale". El abogado se levantó.
—Por aquí, por favor —le señaló al muchacho una puerta que daba a la vivienda del hombre—. Como no tengo sala de espera, lo he tenido que dejar en el salón de mi casa.
Francis abrió la puerta, y nada más entrar en el cuarto, lo vio. Sentado en un sofá, con la cabeza gacha y los brazos colgándole flácidos a los lados. Tenía el cabello rubio, con un pelito suelto que le caía por delante haciendo varios bucles. Una mochila roja descansaba a su lado.
—Matthew, tu tío está aquí —le llamó Albert. El chico levantó la vista y Francis vio que tenía los ojos azules, aunque enrojecidos por haber llorado. Llevaba gafas, las cuales estaban algo empañadas.
—¿Mi tío? Yo no le conozco... —murmuró el niño con una vocecilla casi inaudible. Albert acudió a su lado y le puso una mano en el hombro.
—Lo sé, pero ahora él va a hacerse cargo de ti, tendrás que vivir con él, ya que sólo os tenéis el uno al otro. Es triste, pero cierto.
—¿Cómo? —Francis se puso de cara al abogado, con un tic en el ojo—. ¡No estarás diciendo en serio que yo tengo que cuidar de este crío! No, mire, lo siento, pero no. Estoy estudiando en la universidad y trabajo por las tardes. No tengo tiempo. Búscale una familia de acogida o haz lo que quieras, pero yo no...
—Francis —la cara de Albert se había vuelto seria de repente, más de lo que ya estaba—. Ven aquí.
Lo sacó del salón tirándole del brazo, y ya en su despacho, cerró la puerta.
—Ya no te hablo como abogado, te hablo como el amigo de tu familia que he sido durante bastantes años. Tienes que cuidar a ese niño, ¿no le has visto?
—Sí, lo he visto, pero ahora escúchame tú, Albert. Acabo de perder a toda mi familia a la vez, mi vida es un continuo sinvivir entre la universidad y el trabajo, tengo diecinueve años, ¿y ahora me dices que tengo que cuidar a un niño que no conozco? No pienso hacerlo.
—¡Francis, por favor, tiene doce años! —intentó hacerle entrar en razón el abogado—. Un niño de esa edad no olvida fácilmente. Si te niegas a cuidarlo y lo mandamos a una familia de acogida puede coger una depresión y arruinar su vida más de lo que ya está. ¿Quieres cargar con eso en tu conciencia?
—¡Albert, no me jodas! —Francis elevó su tono de voz hasta casi gritar—. ¡Deja de ponerme entre la espada y la pared! Sabes que yo no soy capaz de cuidar de nadie y además...
Se oyó un pequeño "meep" procedente de la puerta del salón. Se había abierto, y Matthew se encontraba allí, mirándolos con sus ojos color celeste llenos de lágrimas.
—P-perdón... —susurró—. N-no he podido evitar oírles y...no es necesario que discutan por mí...me puedo quedar en cualquier sitio...
Francis lo miró. Aquel niño tenía una carita frente a la que, sencillamente, no podía hacer nada. Sintió la imperiosa necesidad de consolarle y avanzó hacia él. El muchacho lo miró.
—¿Te llamas Matthew, no? —le preguntó. Su boca se movió por sí sola y dibujó una sonrisa. El niño asintió, algo temeroso. Francis llevó una mano al pelo del pequeño y lo acarició, provocando un leve sonrojo en el rostro de Matthew—. Supongo que no pasará nada porque te vengas...
La cara del niño se iluminó, y sonrió mientras cerraba los ojos. Era una visión angelical.
—Bien, ¿entonces vas a firmar? —preguntó Albert, entregándole los tres papeles. Francis firmó el de la custodia del niño y el de la apropiación de los fondos bancarios.
—"No es justo para él que lo críe en ese piso...tsk...tendré que firmar lo otro también" —suspiró y signó el papel de la herencia. Albert asintió con aprobación y le tendió al francés unas llaves.
—Son las de la casa, está todo cerrado y nada ha sido cambiado de lugar. Lo encontrarás todo como lo dejaste al irte, espero. Para cualquier cosa que necesites puedes acudir a mí, muchacho —ofreció el abogado, mientras miraba al pequeño Matthew—. Y cuídalo bien, ¿vale?
—Lo haré —prometió Francis—. Hasta la vista. ¿Nos vamos, Matthew?
Cogió al niño de la mano y salieron del despacho, bajando de nuevo en el ascensor y saliendo a la calle. Regresaron de nuevo al piso de alquiler y Francis hizo la maleta, con la ropa que se había llevado al mudarse. Luego llamó a su casero para avisar de que abandonaba la vivienda, y salió con su sobrino, de vuelta a la casa familiar. Seguía tal y como la recordaba, era un chalet de dos pisos en pleno centro de Londres, y antes de entrar, el francés respiró profundamente.
—Tío Francis... —le dijo el pequeño Matthew, tirándole de la manga—. ¿Sucede algo?
El chico se volvió a verlo y notó en su cara que estaba preocupado. Sonrió y le acarició la mejilla.
—Non, mon petit —mintió para no preocuparle. No se atrevía a entrar en aquella casa otra vez—. No pasa nada.
Matthew se sonrojó y asintió. Francis abrió la puerta y se internó en el oscuro recibidor.
—¿Tienes más ropa, Mattie? —le preguntó el francés, usando ese apelativo cariñoso. El pequeño negó con la cabeza.
—No, sólo llevo lo puesto. ¡Ah, y un pijama que tengo en la mochila! —el niño la levantó en el aire—. Pero no tengo nada más.
—Bien, entonces me imagino que mañana habrá que ir a comprarte algo —decidió el mayor—. Ven conmigo, te llevaré a tu habitación. Hay tres, puedes elegir la que quieras.
Subieron las escaleras y el pequeño entró en la primera que vio. Era de tamaño mediano y sólo había una cama en el rincón. Las estanterías estaban vacías y el armario entreabierto, también. Francis se sorprendió, aquella habitación era la que él había ocupado desde los cuatro años.
—¡Me quedo con ésta, tío Francis! —Matthew dejó la mochila en la cama y se volvió. Francis sonrió.
—Como quieras, ahora instálate, cuando termine yo iremos de compras —respondió, tras lo cual salió de allí y se fue a la habitación de al lado. Era la de sus padres, y nada más entrar notó otra punzada en el corazón. Al mismo tiempo, decidió que él dormiría allí. No se lo tuvo ni que pensar. Dejó sus maletas encima de la cama y se acostó en el trozo libre, con los brazos detrás de la cabeza, apoyada a su vez en la almohada, y fijó su vista en el techo. Dio un largo suspiro. Su vida se había vuelto del revés en apenas cinco minutos y ahora Albert esperaba que él se hiciera cargo de todo, incluyendo a ese niño. Aunque, pensándolo en frío, cuidar de Matthew no iba a ser malo. Era un chico muy guapo, muy amable y, por lo que había visto hasta ahora, cariñoso. Había empezado incluso a tomarle aprecio.
—¿Tío Francis? —se oyó la vocecita del niño desde la puerta. El aludido lo miró, sin poder evitar una sonrisa.
—¿Qué sucede, Matty? —le preguntó. El muchacho se ruborizó y respondió:
—Es que ya me he instalado. Y me preguntaba si...podrías llevarme a algún sitio.
Francis no estaba para salir, pero no convenía preocupar al pequeño, por lo que asintió y se levantó de la cama.
—¿Dónde quieres ir, pequeño Matthew? —le cogió de la mano.
—Pues espero que no te moleste, pero...yo...yo tenía un osito de peluche hasta hace muy poco, pero se descosió y lo tuve que tirar. Y me preguntaba si... —murmuró con la boca pequeña y mirando al suelo. Francis adivinó lo que le quería decir y le guiñó un ojo.
—Quieres que te compre otro, ¿verdad? —Matthew asintió, avergonzado—. ¿Cuántos años tienes, Matty?
—Do-doce, ya sé que soy mayor para ositos de peluche, pero me han gustado desde siempre y...
—No pasa nada, si quieres uno, te lo compraré. ¿Nos vamos?
El muchacho sonrió y le tomó la delantera a su tío, saliendo de la casa. Francis cogió las llaves y lo siguió.
—Iremos por aquí primero, ¿de acuerdo? —el francés recordaba la zona casi a la perfección—. Creo que hay una juguetería cerca.
Matthew asintió y se pegó al costado del mayor. Caminaron un poco hasta llegar al emplazamiento de la juguetería, en el cual sólo descubrieron un solar vacío.
—Vaya, parece que la tienda quebró, o algo así. No hay remedio, tendremos que ir al centro para conseguir un...
—¡Mira, tío Francis! ¡Allí! —señaló el menor ilusionado. A poca distancia de ellos, calle adelante, había otra...¿juguetería? Así lo parecía, ya que en el escaparate había cientos de peluches, pero en el letrero encima de la puerta ponía "TIENDA DE MAGIA".
—¿Quieres que entremos a comprarlo aquí? —preguntó Francis. El muchacho asintió como respuesta—. Bien, no tiene mal aspecto, aunque yo no es que crea en estas paparruchadas...
Entraron en la tienda. Era pequeña y estaba absolutamente abarrotada de cosas apiladas en estanterías, desde el suelo hasta el techo. Una puerta situada detrás del mostrador tenía un letrero que decía "PROHIBIDO PASAR", y otra a su lado rezaba "TRASTIENDA, SÓLO EMPLEADOS".
—Esto promete —murmuró Francis con desagrado en su voz—. Te espero fuera, Matty, aquí tienes esto para pagar.
Le tendió veinte libras y salió del establecimiento, apoyándose en la puerta por fuera. Matthew, vacilante, se acercó al mostrador.
—Esto...¿hay alguien que atienda? —preguntó, alzando un poco la voz. En respuesta, la puerta de la trastienda se abrió entre chirridos y apareció un muchacho que parecía de la edad de Matthew. Tenía el pelo rubio, como él, solo que algo más oscuro, y como él llevaba gafas. Matthew se sorprendió, ya que eran bastante parecidos. El recién llegado tenía cara de listillo y sonreía, lo cual, por alguna razón, hizo al canadiense sonrojarse.
—¡Un cliente! —al muchacho se le iluminaron los ojos—. ¡Bienvenido! Eres el primero que entra aquí desde que abrimos esta tienda. Dime, ¿en qué te puedo ayudar?
—P-pues yo... —Matthew no se había recuperado del torrente de palabras del otro muchacho—. Quería comprar uno de esos ositos de peluche que tienen gorro de brujo...
Se puso colorado nada más decir aquello. A lo mejor aquel muchacho también pensaría, al igual que tío Francis (aunque éste no había pronunciado esas palabras exactas), que era un infantil. Pero para su sorpresa, el otro sonrió y asintió.
—Enseguida te lo saco. Me gusta que haya alguien de nuestra edad que todavía se interesa por estas cosas. A mí también me gustan los muñecos de peluche.
Mientras el joven dependiente iba a buscar el juguete, Matthew notó cómo su corazón empezaba a latir y se ruborizaba, de nuevo sin comprender el motivo.
—Vaya, pues me alegro —murmuró, con la esperanza de que no le oyera.
—Muy amable —le dijo el otro niño, que había acudido a su lado tras sacar el peluche del escaparate—. Por cierto, mi nombre es Alfred F. Jones. ¿Cómo te llamas?
—Y-yo soy Matthew Williams, es un placer.
Alfred le estrechó la mano efusivamente.
—Lo mismo digo, veamos... —el chico fue hacia la caja y marcó el número del producto—. Son quince libras, por favor.
Matthew le dio el billete, recibiendo el cambio después.
—Me parece un poco caro para un simple peluche —observó el rubio. Alfred perdió varias décimas de su sonrisa.
—Ya lo sé, pero así es mi hermano. Como no tenemos clientes ha puesto los precios por las nubes para que así, aunque entren pocos a comprar, podamos ganar lo suficiente para pasar el mes. ¡Pero eso no tiene que preocuparte a ti!
Le sonrió mientras se sentaba en una banqueta tras el mostrador.
—Gracias por tu compra. ¡Espero que vuelvas por aquí!
Le hizo un gesto de despedida con la mano. Matthew se despidió y salió de la tienda. Posiblemente la última frase era algo que diría a todos los clientes, pero a Matt le pareció que la había dicho especialmente para él. O al menos, según él.
—¿Ya tienes el osito? —le preguntó Francis, sacándolo de sus pensamientos. El pequeño asintió—. Perfecto, ¿volvemos?
—De acuerdo...
Comenzaron a andar para volver a casa, y en un punto concreto, Matthew le tiró a su tío de la manga.
—Tío...en esa tienda había un chico de dependiente, y... —apartó la mirada sonrojándose—. Me gustaría hacerme amigo suyo. ¿Puedo?
El francés se sorprendió. No obstante, le encantó la perspectiva de que su sobrino, después de haber encajado un golpe como el que le había propinado la vida, ya quisiera tener amigos. No sería él quien le pusiera trabas.
—Por supuesto que puedes, Matty, por supuesto que puedes —le guiñó un ojo.
