El dulce sabor del recuerdo
Después de casi morir por la culpa de un batido de chocolate con fresas, Helga se da por vencida con Arnold, pero dejar de lados sus sentimientos no es tan fácil como cree, o por lo menos lo era hasta que es golpeada nuevamente por una bola de béisbol del chico con cabeza de balón. Helga otra vez tiene amnesia, aunque esta vez lo único que olvidó fueron sus sentimientos por Arnold.
[Continuación de "El amargo sabor de la venganza" POSTFTI - PRETJM]
DISCLAIMER: No poseo los derecho de ninguno de los personajes ni del universo de Hey Arnold!
Creditos de la imagen de portada a Loredanneg.
Un agradecimiento especial mi beta reader que hace que esta historia sea mas especial.
Capítulo I
El cielo estaba despejado, el pasto era de un color verde brillante y una suave brisa acariciaba su piel. Arnold no recordaba cómo había llegado hasta ahí, pero se sentía muy cómodo recostado bajo la sombra de un árbol mientras escuchaba una voz que recitaba poemas.
Para Arnold y sus bellos labios rojos.
Tu cabeza de balón,
Tu hermoso rostro,
Tu gallardía,
Tu linda gracia,
¿De quién son los labios que quiero probar?
¡Arnold!
¡Arnold!
¡Arnold!
No estaba seguro de dónde provenía, pero habían pasado horas desde que comenzó a hablar. No podía querer dejar de escuchar sus versos. Y aunque sonara vanidoso, le gustaba saber que esa persona estaba hablando de lo mucho que él le gustaba. Lo hacía sentir cálido y seguro, o por lo menos hasta ese momento en que una corriente helada de aire le recorrió la columna, haciendo que se estremeciera y provocara que abriera los ojos, solo para darse cuenta de que el clima estaba cambiando rápidamente.
Arnooooold…
Escuchó que su voz lo estaba llamando e intentó seguirla, pero todo era demasiado oscuro y el viento se hacía cada vez más y más fuerte.
Arnooooold…
La luz del relámpago iluminó el cielo oscurecido por nubes negras. El sonido del trueno estremeció la tierra haciendo que se detuviera el tiempo solo unas milésimas de segundos antes de que la lluvia cayera estruendosa sobre la superficie.
Arnooooold…
La voz seguía llamándolo, pero solo podía sentir las gotas de agua que caían como afiladas agujas sobre su piel. Necesitaba llegar hasta a ella. Necesitaba protegerla. Necesitaba decirle… ¿Qué es lo que necesitaba decirle?
El chico caminó casi enceguecido por la tormenta que por poco amenazaba con acabar con el mundo; solo se detuvo cuando llegó hasta una banca rosa. Él estaba en el parque de la ciudad, aunque no sabía por qué, pero estaba completamente seguro de que se encontraba solo a excepción de la voz que seguía llamándolo.
Un rayo tocó la tierra muy cerca de él, haciendo que cayera hacia atrás, cegándolo, y el estruendo del trueno retumbó en sus oídos, dejándolo sordo por algunos segundos.
El tiempo se detuvo nuevamente.
La lluvia ya no caía sobre él, pero podía escuchar a lo lejos la tormenta. Estaba en un lugar oscuro y frío con el corazón agitado. No sabía por qué, pero se sentía frenético, ansioso y tan esperanzado como asustado.
Arnold miró en todas las direcciones percatándose que ahora estaba en una especie de cuarto de máquinas, también se dio cuenta que había un teléfono cerca de él, y por algún motivo, él esperó que sonara.
RING
Apresuradamente tomó la llamada. Escuchó, nuevamente, a la voz nombrarlo, aunque esta vez sonaba tétrica, casi fantasmal. No estaba seguro del por qué, pero ahora sabía el lugar exacto en el que ella se encontraba. Así que, dejando caer el teléfono, caminó hasta la puerta que daba al exterior; a la azotea. Porque ese cuarto de máquinas no estaba bajo tierra y la dueña de esa voz estaba esperándolo bajo la tormenta.
Cruzó el umbral y una luz blanca lo envolvió.
Ya no estaba en el mismo lugar, sin embargo, la tormenta seguía cayendo sobre la ciudad.
Ahora se encontraba sentado en el asiento trasero de un automóvil con el incesante parloteo de un niño pequeño llenando el cálido ambiente.
—¡Mira, abuelo! —gritó repentinamente el niño—. ¡Es ella!
—Ten cuidado, hombrecito. Espera a que me detenga —pidió el hombre mayor que iba conduciendo.
Arnold miró sorprendido a su abuelo e inmediatamente observó al niño, percatándose que era él hace unos años atrás.
—Pero, abuelo… Ella no tiene un abrigo y se está mojando. Si se enferma no podrá venir a clases y ya no la podré seguir mirando —explicó el niño afligido—. Por favor, por favor, apresúrate.
Arnold miró por la ventana del vehículo para intentar ver quien era la persona de la que su yo más pequeño se preocupaba tanto, pero apenas fue capaz de distinguir su silueta, ya que en cuanto el auto se detuvo, el pequeño Arnold bajó rápidamente para cubrir a una solitaria niña de cabello rubios y ropas de color rosa.
La puerta se abrió, invitándolo a bajar para que fuera testigo de la escena que transcurría bajo la lluvia.
—Hola. Lindo moño —saludó el pequeño con una sonrisa.
—¿Qué?
Ambos niños caminaron juntos un par de pasos.
—Me gusta tu moño porque es rosa como tu ropa.
Arnold recordó ese momento. Fue la primera vez que se atrevió a hablarle directamente a Helga después del primer día de clases. Antes de eso se había sentido demasiado cohibido para acercarse y comenzar una charla de manera casual (como le aconsejaba Gerald), porque cuando estaba en su presencia, su corazón latía como loco, así que hasta ese momento solo se había limitado a mirarla desde lejos con la esperanza que ella alzara la vista y sus ojos se encontraran de vuelta.
El preadolescente intentó ver a la niña que se había quedado afuera, pero todo a su alrededor desapareció, así que no le quedo de otra que seguirse hasta el interior.
Después de que el pequeño Arnold colgara su chaqueta amarilla, entró rápidamente en la estancia para buscar una pared donde poder apoyarse.
—¡Pero que tonto soy! —se reprochó—. ¡¿Cómo le pude decir que me gusta su moño porque es rosa como su ropa?! Ahora ella ya no querrá ser mi amiga y pensará que soy un soso.
—Hola, Arnold. ¿Quién pensará que eres un soso? —dijo la voz de una mujer.
Arnold miró a su maestra que esperaba su respuesta.
—Hola, señorita Graham —saludó el pequeño Arnold, no queriendo responder la pregunta.
—Y bien, ¿me dirás quien pensará eso de ti? —insistió la mujer con una sonrisa tranquilizadora.
A Arnold no le gustaba esconderles cosas a los adultos, así que dio un suspiro lastimero antes de responder:
—A Helga. Le dije algo muy tonto y de seguro que ahora me odia.
La mujer se puso de cuclillas frente al pequeño para poder mirarlo a los ojos.
—De seguro que no fue algo tonto y no creo que ella te odie, querido —la mujer miró a ambos lados buscando a la niña—. ¿Y dónde está Helga?
Arnold se golpeó la frente con su pequeña mano, recién percatándose de que con el apuro de escapar por la vergüenza olvidó a Helga. ¿Cómo podía ser tan tonto?
—Ella estaba en la entrada, señorita Graham.
—Gracias, Arnold. Ahora ven conmigo para que te saques las botas de agua y luego te irás a lavar las manos.
El niño asintió, tomando la mano que su maestra le ofreció. Caminó junto a ella con una sonrisa nerviosa en la boca y mentalmente ansioso, preparándose para interactuar nuevamente con Helga.
Lo primero que ambos vieron en cuanto llegaron a la entrada fue al abuelo de Arnold limpiando el rostro de Helga con un pañuelo mientras ella vestía un abrigo que le quedaba ridículamente grande a su pequeño cuerpo.
—Buenos días, señor Shortman.
—Hola, Alice —respondió el hombre levantándose.
—Hola, Helga. ¿Te viniste con Arnold y su abuelo hoy?
—No —negó rápidamente la niña sintiendo el calor y el aroma a hierbabuena de la chaqueta del hombre mayor envolverla.
—¿No? —la mujer preguntó, enarcando una ceja intrigada.
—Verás, Alice. Cuando nosotros llegamos, la pequeña Helga ya estaba aquí y al parecer tuvo un pequeño accidente en el camino; fue por eso que le dejé mi abrigo.
—¿Un pequeño accidente? —la mujer miró preocupada a la niña, pensando que otra vez estaba teniendo problemas.
—Me refiero a que, al parecer, un auto le dio un buen baño sucio a esta pequeñita —corrigió el abuelo de Arnold.
La mujer soltó la mano del niño y rápidamente se inclinó para revisar las ropas de la pequeña.
—¡Oh Dios mío, Helga! ¡Estás toda cubierta de barro! —la mujer volvió a cubrir a la niña antes de tomarla en brazos—. ¿Qué es lo que te pasó? —preguntó preocupada.
Helga le contó a su maestra todo el relato desde que se dio cuenta que se le hacía tarde hasta que llegó al preescolar (solo guardándose para sí misma las palabras de Arnold).
—Cariño, si tus padres no te pueden venir a dejar, no puedes simplemente caminar por las calles tú sola.
—Pero ellos estaban ocupados escuchando a Ol-ga tocar el piano y se hacía tarde, además, no es la primera vez que lo hago—. Helga se encogió simplemente de hombros.
Arnold miró a la niña sumamente preocupado. Él jamás sería capaz de caminar solo desde la pensión hasta el preescolar. El solo hecho de pensar en caminar solo bajo la lluvia lo llenaba de aprensión.
La mujer suspiró.
—De acuerdo, Helga. Ya hablaremos sobre esto. Ahora debemos cambiar tu ropa y devolver el abrigo del señor Shortman.
—No te preocupes, Alice. Tengo otro de repuesto en el automóvil, además, tengo que ir a arreglar un par de goteras en la pensión.
—De acuerdo y gracias —respondió la mujer, y luego miró al niño—. Arnold, cariño, ahora yo debo ir con Helga. No olvides lavarte las manos después de sacarte las botas.
—Sí, maestra.
Arnold de diez años miró como la mujer entraba con la niña aferrada a su regazo. Él quiso seguirlas, pero sus pies quedaron inmóviles, mirando a su yo más pequeño quedarse junto con su abuelo.
—¿Crees que estará bien? —preguntó el niño sin poder quitar su mirada del lugar en el que había entrado Helga.
—Claro que lo estará. Es una chica fuerte, chaparrito —respondió el hombre con una sonrisa sabionda—. A propósito, dejaste tu lonchera con las prisas —dijo el hombre, pero no a su yo más pequeño, sino que su abuelo lo miró directamente a él.
El preadolescente siguió a su abuelo hasta la puerta de entrada, pero en vez de salir nuevamente al oscuro y lluvioso invierno afuera, había un bonito y caluroso día de verano.
Arnold miró a su alrededor y encontró un cartel que decía "Bienvenidos".
El chico avanzó, viendo como padres e hijos caminaban a la escuela. Reconoció a las versiones más jóvenes de sus amigos, entre ellos vio a Harold aferrarse con lágrimas y mocos a la pierna de su madre.
—Cariño, ¿no podemos esperar otro año más para que nuestro pequeño bebé asista al preescolar?
—No, Marilyn. Él ya está bastante atrasado.
—Descuide, señora Berman. Harold estará bien cuidado y podrá conocer a otros niños —dijo la mujer de cabellos castaños mientras intentaba despegar al niño de su madre.
Arnold sonrió ante la escena y luego otra familia llamó su atención.
—No, no, no y no. No dejaré a nuestra princesa con estas personas.
—Señora Lloyd, nuestro personal está perfectamente capacitado para cuidar de su hija.
—Tiene razón, Brooke. Además, sabes que la enfermera de Rhonda comenzará a trabajar en la primaria, y si quieres seguir asistiendo a tus actividades sociales, necesitamos que nuestra princesa sea más independiente.
—Pero…
—Vamos, amor. Sabes que Shelley ha cuidado a Rhonda como una hija desde que nació y no nos recomendaría nada que le hiciera daño.
—De acuerdo —asintió la mujer de mala gana—. Y ahora, ¿dónde está el fotógrafo? Debemos inmortalizar el momento en que Rhonda Wellington Lloyd tiene su primer día de clases.
Arnold vio como Rhonda y su madre avanzaron hasta el hombre que tenía la cámara y que en ese momento estaba fotografiando a Nadine.
Mientras miraba a la madre de Rhonda exigir ser la siguiente en la larga fila, pudo distinguir entre la multitud a Gerald, Sid, Stinky, Sheena, Eugene y la gran mayoría de sus amigos esperando ser retratados, y en ese momento sintió una dolorosa punzada en el corazón.
El preadolescente caminó por el patio hasta llegar a los arbustos bajo la sombra de un árbol y vio a su versión más joven sollozando.
Cuando Arnold tenía cuatro años,sus pasatiempos favoritos era jugar con otros niños en el parque y colorear con sus brillantes crayolas. En general, era un niño muy bueno que pocas veces hacía berrinche, pero había algo que sus dibujos reflejaban y su corazón anhelaba con ansias; y eso era volver a tener a sus padres junto a él.
Arnold, de alguna manera, aún recordaba las palabras que le había dicho su mamá antes de partir y por eso el chico estaba seguro de que, si seguía siendo bueno, sus padres, cumplirían su promesa y pronto regresarían e irían al parque como una gran familia, al igual que en el dibujo que estaba haciendo.
Su abuelo encabezaría la marcha, su abuela imitaría un tren y su mamá y su papá estarían tras él observándolo, e incluso podría ir Abner de copiloto, pensó, agregando a su cerdo rosa a su lado.
Por supuesto que los abuelos del niño notaban su deseo y compartían su pena, pero no podían hacer nada más por él que contarle noche tras noche distintas historias sobre lo fantástico que eran sus progenitores. Eduardo les había notificado al poco tiempo sobre la desaparición de Miles y Stella en la jungla de San Lorenzo, y a pesar de las expediciones en su búsqueda,no habían encontrado rastro de ninguno de los dos; fue como si la tierra se los hubiese tragado.
Phil sabía que llegaría el día en que Arnold pediría respuestas,y esperaba que cuando llegara ese día,no tuviera que darle malas noticias al niño que de vez en cuando miraba por la ventana con los ojos llenos de esperanza el regreso de sus amados padres, aunque por ahora todo lo que podía hacer era llevar a su único nieto a su primer día de preescolar.
Arnold sentía el corazón lleno de gozo caminando de la mano de sus abuelos; por fin llegó el día en que volvería a ver a su mamá y a su papá. Ellos estarían ahí mirándolo mientras tomaban la fotografía del primer día de escuela, como dijo el hermano mayor de Gerald, luego lo esperarían para cuando terminaran las clases y quizás puedan ir todos al parque por un cono de helado.
—Bien, chaparrito. Parece que no somos los primeros en llegar —indicó Phil soltando la mano del niño para acercarse a la otra familia que estaba en el lugar—. Miren quién está por acá. No es ni nada más ni nada menos que Martin Johanssen.
—Hola, Phil —saludó el hombre, y recordando que su esposa aun no conocía al hombre mayor, los presentó—. Esta es Shari Johanssen, mi esposa. Shari, él es Phillip Shortman, el abuelo del amiguito de Gerald, Arnold.
—Un gusto en conocerlo, señor Shortman. Gracias por darnos el aviso de la casa en venta.
—De nada y llámame Phil —pidió el hombre—. Vivir tantos años en el mismo vecindario tiene sus ventajas, y espero que la casa sea lo que buscaban, ahora que su familia tendrá un nuevo integrante.
La mujer se acarició su gran barriga de embarazada, sonriéndole al amable anciano.
—Será una niña muy traviesa —dijo repentinamente la voz de una anciana.
—¡Galletita! ¿Dónde te habías metido?
—Estaba revisando que no hubiera moros en la costa, mi capitán —respondió la mujer mayor haciendo un saludo militar.
—Mujer loca, déjate de hacer eso y saluda a la familia del amiguito de Arnold.
Mientras los adultos siguieron hablando, Arnold y Gerald practicaban el saludo que habían inventado hace unos días en el parque.
—¿Estás seguro de que era así? —preguntó Arnold.
—Sí, sí. Eres tú el que no lo está haciendo bien.
Después de unos intentos con los pulgares, ambos chicos por fin pudieron perfeccionar el saludo que habían estado practicando desde que vieron a Jamie-O hacer algo parecido con su mejor amigo.
—¡Por fin! ¿Qué te tenía tan distraído? —comentó Gerald mientras miraba al chico rubio buscar algo en todas direcciones e insistió cuando no obtuvo respuesta—. Oye, Arnold. ¿Qué es lo que buscas?
—A mis padres.
—¿Ellos están aquí? —preguntó el niño moreno curioso.
—Aún no, pero sé que lo harán.
—¿Cómo lo sabes?
—Hoy es el primer día de clases, Gerald —respondió el chico con cierto fastidio—. Todo el mundo sabe lo importante que es hoy; lo dijeron en la televisión e incluso tu hermano lo mencionó el otro día. Ahora, solo falta que ellos lleguen.
Pero sus padres no vendrían y solo había estado albergando una falsa esperanza.
Arnold había estado mirando con entusiasmo cómo las familias llegaban una tras otra. Buscó en cada rostro a sus progenitores. Sin embargo, ninguno coincidía con la fotografía que llevaba en su mochila y los minutos pasaban lentamente aterradores.
Arnold escuchó como la mujer que sería su maestra se presentaba a sí misma y a su ayudante. Ella entregó instrucciones al grupo de personas que se había formado en la entrada para que todos esperaran su turno.
—Los que aún no han completado la forma deben entrar con los documentos solicitados y los que ya tienen todo en regla pueden formarse para que puedan ser fotografiados.
—Vamos, Gerald —Martin tomó la mano de Gerald y caminó junto a su esposa a la fila que se estaba formando.
—Nosotros también vamos, hombrecito —invitó Phil de igual manera, pero el pequeño niño con cabeza de balón rechazó la invitación, escondiendo su mano tras la espalda y negó con la cabeza.
—No, abuelo. Aún no.
—¿Qué pasa, Tex? Pensé que estabas ansioso por explorar un nuevo rancho y hacer amigos —preguntó Gertie, pensando en el primer día de escuela de Miles.
—Si no quieres estar solo,podemos quedarnos contigo, chaparrito —ofreció Phil, recordando los miedos de su hijo en su primer día de clases.
—No. No es eso. Es solo que… ¿cuándo llegarán mamá y papá? —preguntó con un susurro.
Phil y Gertie se miraron con pena, sin saber qué responderle a su pequeño nieto.
—Tex,¿por qué piensas que tus padres vendrán?
—Porque ellos vendrán. Lo dijeron en la televisión.
—¿Qué es lo que dijeron, Arnold?
—Dijeron que este era un día especial y que todas las mamás y los papás llevarían a sus hijos a la escuela.
—Chaparrito, ¿recuerdas lo que te dije sobre la televisión?
Arnold asintió.
—Sí, que no todo lo que decían era de verdad.
—Lo mismo es con esto —aclaró Phil con el corazón apretado—. Tus padres no vendrán.
—Pero Jamie-O también dijo que estarían aquí. Él dijo que cuando terminó su apestoso primer día de preescolar su mamá y su papá habían estado esperándolo.
—Lo siento, Arnold. Pero esto es diferente… Ellos ni siquiera saben qué día es hoy, pero créeme que si lo supieran, estarían aquí acompañándote —el hombre posó su mano en el hombro intentando reconfortarlo.
—Entonces… ¿les podemos avisar para que vengan, abuela?
—No podemos hacer eso. Lo siento, Arnold —se disculpó la anciana.
—Por favor, prometo que solo será por hoy —rogó—. No me importa si no me esperan a la salida, pero por favor,¿podrían decirles que los estoy esperando?
—Arnold, lo que nos pides es imposible.
—Pero ¿por qué? He sido bueno, por favor, díganles que estoy aquí —ante el silencio de sus abuelos, Arnold juntó sus manos y agregó:
—Si los llaman, prometo ser más bueno. No le daré más mi brócoli a Abner, ordenaré todos mis juguetes y no olvidaré nunca más mis zapatos en las escaleras, pero por favor, por favor, por favor, díganles que los extraño mucho.
—Arnold, lo siento —se disculpó el hombre—. Pero no podemos llamarlos porque no sabemos dónde están tus padres.
—Pero ¿por qué no?
—Porque ellos desaparecieron.
Arnold se vio a si mismo comenzar a llorar más fuerte y sintió la dolorosa punzada en su corazón que siempre asociaba al recuerdo de sus padres. Bajó la mirada a la vez que se llevaba la mano al pecho, pero de un momento a otro un cálido palpitar hizo eco en su interior.
—¿Por qué lloras?
Una niña rubia vestida de rosa y con un lazo del mismo color adornando su cabello estaba junto a él.
Ella era la misma niña a la que le ofrecerá su paraguas. La misma que lo molestará. La misma que le declarará su amor. La misma que lo volvería loco. La misma a la que casi mataba.
—Mis papás no vendrán —respondió con un hipido.
—Gran cosa —dijo encogiéndose de hombros para sentarse a su lado—. ¿Quieres un dulce?
Arnold se limpió las lágrimas y frunció el ceño molesto a la poca importancia que ella le había dado.
—¿Por qué dices "Gran cosa" como si no fuera importante?
—Si no quieres, es más para mí —respondió ella, ignorándolo para llevarse uno de sus caramelos a la boca.
—Te hice una pregunta.
—Yo pregunté primero, niño.
Arnold pestañeó confundido, recordando su pregunta.
—¿Tienes de fresa?
Helga arrugó la nariz.
—No, me da alergia, pero tengo de frambuesa.
—No puedo comer de frambuesa, me da dolor de panza —respondió el niño sobándose el estómago.
Helga pensó por un momento y recordó que tenía otro sabor más.
—Puedes tener este, pero es un caramelo súper híper mega especial que estaba guardando para después.
Arnold extendió ambas manos para recibir lo que la niña le estaba ofreciendo.
—Gracias.
—¿Por qué no vendrán tus padres?
—Mis abuelos dicen que no saben dónde están y por eso no les pueden decir que hoy es el primer día de clases.
—¿Se perdieron?
—Parece. No estoy seguro, pero ellos me prometieron que volverían.
—Ya veo, pero si tus abuelos están aquí, significa que no estás solo, ¿verdad?
—Mmm —murmuró en afirmación—. ¿Y tú sí estás con tus padres?
—Supongo que sí, pero están por ahí alardeando de Ol-ga.
Ante la mirada de confusión del chico rubio, Helga le explicó al chico que Olga era su hermana y que sus padres siempre estaban diciendo lo perfecta que era, y como estaba aburrida de escuchar sobre ella, se escapó para poder comerse su bolsa de caramelos tranquilamente.
—Por eso no es la gran cosa. Los míos están aquí, pero es como si no supieran decir nada más que Olga esto y Olga aquello, y no es solo eso, Miriam perdió unos papeles y Bob está enojado porque no alcanzará a llegar al primer día de clases de su preciosa hija mayor.
Arnold pestañeó confundido ante la velocidad con la que la niña hablaba, apenas le podía seguir el ritmo.
—Disculpa, pero ¿quiénes son Miriam y Bob?
—Doi. Mis padres —Helga rodó los ojos—. Yo les llamo así, cabeza de balón.
—¿Cabeza de balón?
—Tu cabeza parece de balón y no sé tu nombre. ¿Te molesta?
Arnold lo pensó unos momentos y aunque no le molestó, pensó que era raro que lo llamara así.
—Me llamo Arnold.
—Yo soy Helga.
Ambos chicos se saludaron con la mano, sintiendo algo extraño entre ellos al hacer contacto.
—Eso fue gracioso.
—Sí…
—¡Helga, trae tu trasero para acá en este mismo instante! —la voz gruesa de un hombre cortó el ambiente.
—¡Genial! Solo cuando estoy en problemas me dice Helga —murmuró entre dientes.
—¡Ya voy, Bob!
La niña se levantó sacudiéndose la tierra de su ropa.
—Espero que estemos en la misma clase, Arnold —dijo mientras se preparaba para irse.
—¡Helga! —insistió la voz del hombre.
—¡Ya voy!
Helga caminó unos pasos y luego se devolvió sobre la marcha para acuclillarse a un lado de Arnold.
—Y por cierto… tienes una gorra muy linda ahí —dijo con una sonrisa amistosa que hizo sonrojar al pequeño.
—¡HELGA!
—¡Voy!
Helga agitó su mano por última vez y luego se fue corriendo.
El chico salió de su escondite para poder seguir mirando a la niña, pero a los pocos segundos fue alzado en los brazos de su abuelo.
—¡Chaparrito!
—¡Kimba! ¿Dónde estabas?
Ambos adultos estaban muy preocupados buscando a su nieto por todos lados. Ellos habían sido llamados, ya que les faltaba un par de firmas en la ficha de inscripción de Arnold, y de un momento a otro el niño había desaparecido.
—Ahí, abuelo —respondió señalando el lugar en el que había querido estar solo.
El pequeño les contó que se había escapado cuando ellos fueron a hablar con la maestra y también sobre su encuentro con Helga.
—Ella me dio de sus caramelos especiales y dijo que mi gorra era linda.
—Ya veo, hombrecito. Esa pequeña tiene un muy buen ojo porque esta gorra te la dieron tus padres.
—¿Papá y mamá?
—Sí, Arnold. Siento que no estén aquí contigo y haríamos lo que fuera para que volvieran, pero no podemos hacer nada más que esperar que algún día regresen.
—Ya no importa, abuelo —respondió sintiéndose optimista—. Aún me quedan muchos primeros días de clases, ¿no?
—Así es, Arnold. Así es —Phil dejó a su nieto en el suelo—. Sabes, creo que también deberías decirle algo agradable a tu nueva amiguita cuando la veas.
—Eso haré —asintió Arnold, recordando que ella tenía un lazo rosa muy bonito.
—¿Qué dices, chaparrito? ¿Vamos a entrar o no?
El preadolescente que había estado mirando lo que pasaba siguió a sus abuelos y a sí mismo dentro del edificio que llevaba el nombre Urban Tots.
Una vez que cruzó la puerta, se dio cuenta que ya no era el mismo día, y al ver a través de las ventanas notó que ya era otoño. Las hojas de distintos tonos de café, rojo y amarillo adornaban el piso de la ciudad y los niños se agruparon en un círculo para escuchar a su maestra leerles un cuento, aunque uno de esos infantes, específicamente el que tenía cabeza con forma de balón, no estaba tan interesado en el cuento, sino que no podía despegar sus ojos de la chica con el lazo rosa que estaba sentada un par de lugares más allá.
El preadolescente escuchó un trueno a la distancia. Al ver a través de las ventanas, notó como la lluvia comenzaba a caer rápidamente sobre la ciudad hasta que se detuvo, dejando el asfalto mojado y con charcos de agua.
El chico rubio se sintió feliz cuando vio nuevamente a Helga. La siguió tímidamente con la mirada hasta que ella estuvo sentada en su lugar habitual, pero esta vez hubo algo diferente. Ella le sonrió desde el otro lado del salón, haciendo que su pequeño corazón diera un salto emocionado e inmediatamente correspondió su sonrisa.
Ese día Arnold pasó toda la clase distraído intercambiando miradas con Helga. Se sintió cálido a pesar de que fue regañado un par de veces por no prestar atención, a pesar de que aún no sabía nada de sus padres y a pesar de la soledad que a veces sentía.
Cuando fue la hora del descanso, las maestras repartieron a todos los niños un vaso de leche y un par de galletas.
—Creo que deberías simplemente hablarle —dijo Gerald, sacando a Arnold de su sesión de coqueteo visual.
—¿En serio? —preguntó un poco nervioso.
—Seguro que sí. Después de todo, eres mi mejor amigo y no hay nada más cool que eso —respondió extendiendo su pulgar.
Arnold se rió junto a Gerald y ambos hicieron el saludo especial que ya dominaban como expertos.
—Oh-oh, creo que Harold robó sus galletas, amigo —señaló Gerald.
El pequeño rubio no lo pensó dos veces y tomo rápidamente su propio plato para llevarlo hasta ella, aunque con cada paso que dio, su corazón latió desesperado, teniendo que obligarse a calmar sus nervios.
Respiró hondo y puso su mano derecha en su bolsillo.
—¿Quieres las mías? —ofreció con una sonrisa (que no supo cómo logró esbozar) y su corazón se retorció eufórico, aunque en cuanto ella aceptó sus galletas se obligó a devolverse, pero no sin antes de mover ligeramente su mano en saludo.
Arnold no supo cómo nuevamente estaba sentado en su lugar hasta que la risa de los niños lo sacó de su lugar feliz en el que seguía compartiendo miradas con Helga.
Arnold miró asustado a la chica sin entender por qué los otros niños se estaban riendo.
El chico vio como la dulce niña que había compartido sus caramelos con él y lo había hecho sentir mejor empujó a otro chico y amenazaba a los demás niños.
Desde ahí, ella cambió completamente y lo hizo sentir aterrorizado. No por sus bromas o sus amenazas, sino porque su corazón comprendió que jamás podría ser correspondido por una persona que había dejado claro que lo odiaba.
Podía intentar ser su amigo, pero ella nunca sentiría lo mismo que él y lo mejor sería guardar para siempre sus sentimientos, o eso quiso hacer, pensó el preadolescente mientras veía como su yo más pequeño miraba adolorido a Helga ser regañada después de haber sacado al cangrejo del acuario para molestarlo y que este terminara atacando a Eugene.
Arnooold…
Nuevamente era esa voz que lo llamaba. Todo desapareció a su alrededor a excepción de una puerta tras una cortina gris con la silueta de una persona a contraluz.
El preadolescente caminó cuidadosamente hasta ese punto, corrió la cortina y abrió la puerta, pero en vez de encontrarse con "Voz Ronca" se encontró consigo mismo.
El fin de semana antes del desastre, Arnold le pidió a su abuelo que si alguien lo buscaba le dijera que no se encontraba. Aún tenía mucho en que pensar y tanto su corazón como su mente precisaban un descanso. Debía decidir si creer o no en las palabras de Helga. No podía seguir así. Ya no quería seguir en la incertidumbre y negar un deseo que había mantenido encerrado en lo más profundo de su corazón.
Helga era la chica más especial en su vida y no existían momentos importantes en el que ella de una u otra forma no estuviera involucrada. No recuerda cómo ni cuándo eso pasó y no le importaba. Él quería acercarse a ella, comprenderla y descubrir por qué a veces tenía esa mirada suave en su rostro.
Arnold necesitaba saber por qué se mostraba preocupada por él en los momentos menos esperados o intentaba impresionarlo mostrándose sofisticada. Necesitaba descubrir por qué a pesar de decir que lo odiaba se esforzó tanto en compartir junto a él en la fiesta de disfraces o por qué le dolía su rechazo. Ya no más fachadas, no más mentiras y no solo se refería a ella, sino también a sí mismo.
El preadolescente arrancó una hoja y escribió una nota para sus abuelos, en la que indicaba que saldría y que no se preocuparan porque pronto regresaría.
Ahí estaba él, tranquilo jugando, con un trozo de madera entre sus manos, mirando a la ciudad y sintió rencor por no haber recordado antes algo tan importante como que Helga era alérgica a las fresas, porque él sería el único culpable si ella moría y nunca se lo perdonaría.
El muchacho caminó hasta su yo de hace cuatro días y se sentó apoyando la espalda contra la pared de la azotea recordando por qué se había dirigido a ese lugar el fin de semana pasado.
Después de salir por las escaleras de incendio, Arnold caminó hasta la parada del autobús para poder tomar el transporte que se dirigía a las afuera de la ciudad. Se sintió aliviado cuando no se encontró con ninguna persona conocida en su trayecto, pero su deseo de seguir reflexionando en el camino fue postergado por la charla amistosa que le ofreció el conductor.
Murray lo saludó en cuanto subió al nuevo autobús. El hombre que solía ser muy huraño se mostró muy amigable a diferencia de antes. Le contó que se había casado con Mona y que ya estaban en la espera de su primer hijo y que si era varón lo llamarían Arnold en su honor.
Al divisar que el edificio abandonado estaba cerca, tomó inmediatamente su mochila para ponerla en su espalda, y en cuanto el autobús se detuvo, se despidió con un "hasta luego" del hombre quien le dio su número de móvil en caso de que necesitara para volver a casa.
El lugar estaba cerrado, como supuso que lo estaría, y por eso tomó la precaución de llevar un par de herramientas que lo podrían ayudar. No le costó mucho abrir una de las puertas, y contó con la suerte que el suministro de energía aún funcionaba, aunque no pudo tomar el elevador y tuvo que subir por las escaleras hasta su destino.
Al llegar hasta la puerta que señalaba "Solo personal autorizado", Arnold ignoró la advertencia, igual que la última vez, y con un suave empuje entró en la parte más alta del edificio de Industrias Futuro.
El lugar seguía tan frío y oscuro como lo recordaba, pero ya no se escuchaban los engranajes de las máquinas funcionando y solo la hélice en lo alto seguía girando gracias al viento.
Arnold caminó por el lugar, solo deteniéndose cuando encontró el teléfono por el que una vez habló con "voz ronca", y sin saber por qué, levantó el auricular para acercarlo a su oído, aunque, como era obvio, no emitió sonido alguno. Estaba completamente muerto.
El preadolescente dejó el teléfono de lado para avanzar por el pasillo hasta la puerta de vidrio que se encontraba entreabierta tras la cortina que se mecía suavemente por la suave brisa.
En cuanto salió a la azotea del edificio, el escenario fue muy distinto a la última vez que estuvo en el lugar. Esta vez no había nadie que intentaba desesperadamente esconder su identidad, pero ahí estaba la evidencia que eso alguna vez ocurrió. La prueba irrefutable que declaraba a Helga, la niña que decía odiarlo, como la persona que fue capaz de arriesgarlo todo solo por él.
Arnold, con paciencia, juntó todas las cosas que estaban tiradas por el piso y que ahora lucían mohosas.
El abrigo marrón, un sombrero gris, un par de guantes negros, los restos de un par de zancos, un teléfono, un sintetizador y un comunicador. Esos artículos fueron testigos de una de las mañanas más locas y reveladoras en su joven vida.
Arnold sacó de su mochila un par de bolsas herméticas para guardar las pruebas, aunque no pudo hacer mucho con los zancos rotos, y por eso solo se tuvo que conformar con recoger solo un fragmento de madera que se había desprendido de uno de ellos.
Arnold se quedó mirando hipnotizado el trozo entre sus manos, pensando que era áspero igual que Helga la mayoría de las veces. Por supuesto que ella le había dejado claro que ser mala, grosera e insensible era lo que la hacía especial y él podía entender eso, pero también sabía que eso era solo la superficie de su compleja personalidad.
¿Por qué ella, entre todas las personas, era a ella la que más le costaba comprender? Era una pregunta que a veces lo hacía desvelarse por las noches.
Él pensó mucho en ello y se preguntó cuántas de esas veces de las que se encontró con Helga fueron simple casualidad o no (según su revelación). ¿Realmente ella lo acosaba de día y noche? ¿Y específicamente a qué se refería con eso? ¿Tendría relación a la vez que ella dijo que estaba paseando en su escalera de incendios de madrugada? ¿Y a qué se refería con "altares en armarios", o había escuchado mal?
Arnold apoyó los brazos en el borde para mirar a la ciudad en la que había crecido junto a Helga. En todas aquellas aventuras que habían vivido juntos, en las palabras de Gerald, en las de su abuelo, en sus padres y en lo que había pasado en la cafetería el día anterior.
A pesar de la evidencia y de todo lo que los otros niños habían dicho, no creía que fuera la culpable. Había algo en su voz, en su mirada y en su forma de actuar que le decía a su corazón que, por muy mala que intentara parecer, no haría algo así.
Aún se sentía confundido por todas las revelaciones en las que había estado divagando los últimos meses, y lo más probable era que pasaría mucho tiempo antes de poder juntar todas las piezas, pero creer en Helga y en sus palabras le dio un cierto alivio a su corazón.
Arnold sonrió mientras miraba la puesta del sol, creyendo que algún día llegaría el momento en que se sentiría listo para abrir su alma.
El preadolescente golpeó el suelo con la parte inferior del puño mientras se pasaba la otra mano por la cara frustrado. ¿Por qué mierda sí había decidido creer que Helga se dejó llevar por los demás?
¿Qué importaba si Helga había insinuado con sus palabras que lo había usado para ayudar a su padre? ¿Acaso no era más importante recordar que gracias a ella salvaron el vecindario? Pero ¿cómo le habían pagado todos por su ayuda?
Arnold sacudió la cabeza en negación.
¿Cómo él le había agradecido por ayudarlo?
Dejándola al borde de la muerte, se respondió, sintiendo un nudo amargo en el cuello y la picazón de las lágrimas tras los párpados.
Todo era tan confuso y complicado. Sabía que era parte de crecer y que esto solo era el inicio, pero ¿tenía que ser todo tan doloroso? Acaso… ¿no bastaba con los sueños en que sus padres regresaban solo para volver a marcharse?
Una gota cayó sobre su nariz haciendo que abriera los ojos al cielo para sentir la tormenta que comenzaba a caer. Los relámpagos iluminaron las sombras sobre el edificio abandonado y el ruido del trueno explotó estridente a la distancia.
Arnold pensó que hace unos días había decidido que podía esperar para analizar los verdaderos sentimientos de Helga. Las pruebas que había obtenido y ahora descansaban en su habitación seguían siendo insuficientes. Necesitaba poder estar seguro de que sus palabras eran reales, por eso, en ese momento, en el instante en que estuvieron solos, los nervios pudieron con él.
En aproximadamente veinte minutos, su vida se puso patas arriba, y por eso, cuando dijo que había sido un día muy loco antes de las ocho de la mañana, lo decía en serio.
También debía reconocer que de cierta manera le dolió que Helga se retractara con solo un par de palabras, pero por muy mezquino que sonara, debía asegurarse que la confesión que ella había realizado era real y no algo que se imaginó por la adrenalina, y para eso necesitaba conseguir más pruebas concretas que le dieran seguridad porque no quería perder nunca más a nadie. No quería sentirse solo a pesar de estar rodeado de personas que se preocuparan por él, y por sobretodo, no quería salir lastimado.
Sí, sabía que estaba siendo egoísta, pero el dolor del rechazo y la pérdida los había experimentado siendo muy joven, como lo había recordado ahora.
Arnooold…
La voz nuevamente lo llamaba y esta vez llegaría a ella, pero cuando se intentó levantar, no pudo. Su cuerpo era tan pesado como el plomo y en algún punto la tormenta había crecido de tal manera que el agua estaba entrando en el edificio por los bordes como si fueran olas.
Los relámpagos nuevamente iluminaron el cielo ennegrecido y el agua venía de todas las direcciones amenazando su vida.
Arnold gritó pidiendo ayuda, sin embargo, solo el eco de su voz le respondía.
Estaba solo.
Sin poder escapar, el nivel del agua subía cada vez más despiadada, dándole solo una fracción de segundo para contener la respiración.
No podía respirar, no podía ver y solo podía sentir el terror de la mano de la muerte apretarle la garganta. Estando a punto de perder la conciencia. Con los últimos restos de lucidez, se preguntó si así se había sentido Helga y deseó haber evitado hacerle daño y haber tenido el tiempo suficiente para aclarar sus sentimientos.
¡Arnold!
Arnold abrió los ojos asustado e inhalando grandes bocanadas de aire.
—¿Qué sucede, chaparrito? —preguntó, su abuelo mirándolo preocupado.
—¿Abuelo? ¿dónde… dónde estoy? —Arnold miró en todas direcciones solo para darse cuenta de que estaba en su habitación.
—¿Otra vez la pesadilla en que te ahogas?
El preadolescente pestañeó un par de veces antes de llevarse la mano a la sien que punzaba dolorosa.
El hombre mayor esperó a que su nieto se recompusiera al igual que pasaba después de despertar de la pesadilla que había estado teniendo las últimas semanas.
—Yo… sabía sobre su alergia —declaró Arnold.
Phil estaba mirando a través del techo de cristal cómo la lluvia caía sobre la ciudad. No había dejado de llover en todo el fin de semana, pero hasta el momento no se reportó nada fuera de lo normal.
Phil suspiró antes de llevar las manos a los hombros de su querido nieto.
—Arnold. Escucha. Fue todo un sueño —repitió tal como lo había hecho prácticamente cada mañana desde el incidente—. Es solo tu subconsciente haciéndote sentir culpable por lo que pasó.
El preadolescente seguía sintiéndose desorientado hasta que el ruido de su alarma lo termino de traer de vuelta a la realidad.
Oye, Arnold.
Oye, Arnold.
Oye, Arn…
Arnold desconectó la patata y solo el ruido de la lluvia cayendo suavemente sobre el vidrio hizo eco en la silenciosa habitación.
—No puedes seguir cargando con la culpa —dijo Phil—. Ninguno de ustedes sabía sobre la alergia de Helga y sé que no fue su intención enviarla al hospital.
El chico ignoró las palabras de su abuelo al estar concentrado en evitar olvidar los detalles del sueño que había estado teniendo recurrentemente.
—Cuando estaba llorando, ella se acercó y me ofreció de sus caramelos para que me sintiera mejor…
—Recuerdo que me contaste eso, chaparrito —asintió el hombre—. Le pediste uno de fresas, pero no tenía. Te ofreció uno de frambuesa, pero lo rechazaste y por último decidió darte uno que estaba guardando para después, ¿no?
—Sí.
—¿Ya recordaste cual era ese sabor especial?
Arnold negó.
Después de que Helga fuese llevada al hospital, Arnold, se desmayó y tuvo que ser cargado a la enfermería en donde pasó las horas hasta que su abuelo fue por él.
Una vez despierto, se enteró que toda su clase tenía suspensión por las siguientes dos semanas a excepción de Sheena y Lila que serían cambiadas de salón.
A demás de la suspensión, todos los involucrados serían castigados por sus padres para que reflexionaran sobre lo que había ocurrido por su imprudencia, aunque estaba demás decir que cada uno de ellos ya se sentía lo suficientemente culpable por lo que habían provocado.
El tiempo pasó lento y doloroso para Arnold en la pensión, y aunque su abuelo solo le dio un toque de queda después de escuchar su versión, el chico apenas quiso hablar por teléfono con sus amigos y concentró sus energías en hacer sus deberes.
Phil miró a su nieto sintiendo la tristeza que emanaba cada poro de su pequeño cuerpo. Esta vez no tenía ningún consejo para poder aplacar la pena que guardaba en su corazón, pero confiaba en que lograría solucionar sus problemas como siempre lo hacía.
El anciano palmeó una vez más uno de los hombros de Arnold antes de levantarse.
—Hombrecito, será mejor que te levantes y tomes una ducha —dijo sonriéndole al pequeño—. La suspensión ya terminó y no permitiré que intentes nuevamente romper el récord del niño con más días sin bañarse.
—Gracias, señora Pataki.
El hombre se quedó con el auricular en la mano aun después que la mujer colgara el teléfono y nuevamente la culpa lo embargó tal como había pasado desde que se enteró de cómo fue que Helga Pataki terminó con un ataque de anafilaxia durante el descanso para el almuerzo.
Si solo hubiese previsto la situación, los niños no hubiesen intentado hacer justicia por sus propias manos, pensó sintiéndose responsable de lo ocurrido.
El maestro dejó el teléfono en su lugar y se preparó para volver a ver nuevamente a su clase de quinto grado y a los dos nuevos integrantes del grupo que le fueron asignados.
CONTINUARÁ...
NA: Chicos, muchas gracias a todos por sus amables comentarios en " El amargo sabor de la venganza" y siento la demora de esta continuación, pero he tenido MUCHO trabajo y poco tiempo.
Me alegra que hayan disfrutado de la historia anterior y espero que tambien disfuten esta porque estamos recien comenzando y lo mas probable que tenga dos capitulos mas.
Sobre "Un beso, Un dolár" una vez que termine esta historia (o antes) retome las publicaciones regulares.
¡Les deseo un buen inicio de semana!
Bye~bye
