Claim: Ushiromiya Kinzo/Beatrice Castiglioni
Notas: Viñetas sin relación alguna de tiempo
Rating: T
Género: Romance
Tabla de retos: 24 horas
Tema: 13:00 (PM) Deteniéndose para...
El mar la envolvía en todas direcciones, meciéndola similar a los brazos de su madre cuando era pequeña y no tenía que preocuparse por guerras, lealtades o armas desconocidas. A Beatrice, en un principio, todo aquello le había parecido fascinante, desde los deslumbrantes colores de los peces hasta las tonalidades que adoptaban las olas conforme el día avanzaba, brillantes nada más despuntar el alba y rojas, como sangre, nada más caer la tarde. Se había maravillado a pesar de que su viaje no era nada placentero ni mucho menos corto, con todo aquello que constituía su hogar en esos momentos, muy lejos de Italia y sus calles ajetreadas pero hermosas; sin embargo, el efecto se había acabado justo con la detonación que los asaltó mar adentro, mientras todos dormitaban con el sonido del océano rugiendo como música de fondo.
El mar seguía siendo hermoso y cambiando de tonalidad conforme el sol avanzaba por el horizonte, inamovible como el tiempo y la vida misma, pero ya nadie tenía —ni siquiera ella— el tiempo para admirarlo, para detenerse junto a una de las ventanas metálicas del submarino y dejar que la vista se perdiera en las profundidades, no sólo de las olas sino de los pensamientos. Habían muerto ya doce hombres si hacía bien las cuentas, doce hombres que habían dejado el aire viciado y pegajoso, similar a las corrientes de verano en Italia, tan pesadas como el mundo mismo. Les costaba respirar, incluso rodeados por ese mar de vida, esa agua aún cristalina e inexplorada. Bice no sabía qué hacer. Antes morir que traicionar a la patria. Ése era el lema de su padre que ella no sabía si seguir.
Se pasaba los días angustiada enfrente de la flota que le quedaba, cada vez menos, cada vez más viciado el aire, dando órdenes, preguntando cosas, las facciones teñidas de una falsa calma que sólo se derrumbaba cuando los rodeaba la oscuridad, algunos peces de colores pasando raudos junto a ellos como si tuvieran la peste —y quizás era así— y la perspectiva de un infinito en esa rutina, girando en el espiral de muerte que pronto cobraría también la vida de su padre.
Ya no llevaba la cuenta de los días en que había visto amanecer, los rayos del sol colándose entre el agua como si de pronto se hubiesen abierto las puertas del cielo para ellos, como si por fin hubiesen sucumbido al gas tóxico y la locura, el hambre y la desesperanza, pero un buen día uno de los oficiales llegó a ella con buenas noticias, mientras agotada y por fin desesperada, yacía de cualquier manera sobre su cama, con las manos cubriéndole el rostro, como si con eso pudiese ignorar toda la destrucción.
—¡Hay una isla aliada a poco más de 2 kilómetros, señorita! ¿Qué hacemos? —Bice retiró las manos del rostro y sus facciones se transformaron en unas determinadas, llenas del orgullo que su padre le había heredado, lo único que tenía como Beatrice Castiglioni.
—Debemos cumplir la misión, mi padre así lo quería —su voz era fuerte, precisa. Por un momento la asaltó la idea de que hubiese sido un buen capitán si el destino hubiese precisado que naciera como varón y eso la hizo sonreír, un poco, sólo un poquito, pues la perspectiva lucía alentadora para sus hombres, sus amigos, aquellos que tenían vidas a las cuales regresar, muy diferente de ella a la que ya no le quedaba nada—. Pónganse en marcha hacia la isla, inmediatamente.
El soldado hizo un gesto con la cabeza, solemne, visiblemente alividado de que la locura estuviese por terminar. Ella en cambio, permaneció impasible una vez lo vio retirarse, aún conservando el porte digno de los soldados italianos, las botas entrechocando con un sonidito gracioso que en otro momento se hubiese detenido a apreciar. El viaje estaba llegando a su fin, el tesoro y el legado de su padre aún podrían salvarse. Bice esperaba, entonces, que eso le diera las fuerzas para morir y con ella, toda la desesperanza y orgullo de la república y de los Castiglioni.
