Mi mente elaboró esta historia con el objeto de explorar nuevas parejas y escribir cosas distintas. Inspirada gracias a dos fics que leí sobre Hiyoshi y Sakuno (los cuales recomiendo encarecidamente leer). Aclaro desde ya que mi OTP sigue siendo y será por siempre el RyoSaku, no porque haya escrito este fic significa que me cambié de bando o algo por el estilo, porque no es así. Simplemente quiero, necesito y deseo publicar esta historia. Si les llegase a gustar, les cuento que no la tengo terminada pero que necesito publicarla ahora por la simple razón de que requiero un tiempo de recreación, ya que la universidad cada día es más estresante, y hacerlo acá me ayudará. Y sí, la de la imagen no es Sakuno pero aún así me gusta :3

Disclaimer: Prince of Tennis le pertenece a Takeshi Konomi.


Capítulo 1: El comienzo del fin I

Aspiró aire con toda la fuerza que le permitieron sus pulmones. Colmó toda la capacidad de sus bronquios y exhaló lentamente. Estaba resuelta a hacerlo, fuese cual fuese el resultado. Su andar decidido y su mirada firme revelaron la determinación que poseía en esos momentos. Una determinación que no podía —ni iba— a flaquear.

Hoy él partía hacia otro país y ella no podía quedarse en Japón sin decirle todas esas sensaciones que atiborraban su mente y su cuerpo desde hacía ya un tiempo. Probablemente —y conociéndose a sí misma—, al momento de hablar sólo salieran un par de palabras, pero eso era más que suficiente.

Ese día era especial pues, por primera vez en lo que su mente podía recordar, no se había perdido en un lugar tan grande y espacioso. Había tomado precauciones memorizando la ruta exacta hacia la sala de despegue —algo que no resultó ser una tarea muy agradable de realizar—. Se abrió paso entre la multitud de personas y entonces lo vio. Con una tenida deportiva —casi incentivando a un partido—, su usual jockey blanco, su bolso del Seigaku en su espalda y sus manos en los bolsillos, parecía tener grabada a mano en su rostro una profunda mueca de aburrimiento.

Se aproximó hacia él aún con su resolución intacta. Volvió a inhalar fuertemente y luego le llamó. Su voz se escuchó serena y decidida y él volteó a verla con una mirada que ella definiría como carente de emoción.

—Ryuzaki.

Su tono, como bien supuso, sonó aburrido y lacónico. Miró a sus amarillos ojos y no encontró en ellos ningún rastro de turbación. Pero eso no iba a flaquear su voluntad.

—Ryoma-kun, necesito decirte algo antes de que te vayas.

Él la observó un momento, casi analizando su comportamiento, dándole el pase para que continuara. Ella mantuvo su mirada hasta que resolvió volver a hablar.

—Necesito decirte que… —hizo una pausa, momento que Ryoma aprovechó para desviar sus ojos de los de ella. Eso tampoco la desalentó—. Me gustas mucho. Te quiero —añadió, imprimiéndole una seriedad convincente a su tono de voz.

Sakuno observó el semblante del muchacho y comprendió horrendamente que sus palabras no habían generado nada en él. Absolutamente nada. Sus ojos seguían inexpresivos y tenía esa mueca de apatía que le indicaba que las cosas no iban a salir como ella esperaba. Y, por primera vez en esa tarde, comenzó a desanimarse.

Ryoma parecía estar meditando su respuesta pues no habló hasta dentro de lo que a Sakuno le pareció una eternidad. Ella bajó lentamente sus párpados y posó su vista en el suelo, evadiendo una posible mirada de él. Un vago sentimiento comenzó a crecer dentro de ella. Un sentimiento que le susurraba que nada bueno se veía venir. Intentó acallarlo sin éxito.

—Ryuzaki —volvió a llamarle.

Levantó sus ojos hasta toparse nuevamente con los de él. Ahora sí pudo distinguir un brillo en ellos, aunque era un brillo opaco, casi titilante.

—Debo irme o perderé el avión —fue todo lo que dijo, impasible como pocos.

La sensación que musitaba dentro de ella tenía razón.

Quedó estupefacta. Hizo el esfuerzo de su vida para confesarse y él ni siquiera se dignó a responderle. Hubiese esperado cualquier respuesta menos ésta. Sabía que el príncipe era una persona reservada y que casi todo lo que ocurría era visto por él como algo aburrido y sin importancia, pero el tema que acababa de tocar no era cualquier cosa —por lo menos no para ella—. Se sintió humillada y rota al ver cómo él se dirigía hacia el embarque, apartándola así definitivamente de su vida.

Necesitaba entender el cómo. Pero incluso más importante, necesitaba dimensionar el porqué de todo. ¿Acaso ella no significaba nada para él? Pensó que ni siquiera alguien catalogado como compañero de clase podría ser tratado de esa manera. ¿Entonces ni siquiera la consideraba su compañera? Un horrible sentimiento de vacío se extendió por todo su ser. Lo amaba incalculablemente. No advertía cómo había llegado a amarlo hasta ese punto, sólo sabía que lo hacía. Y el hecho de que él ni se hubiese dignado a responderle le dolía; le había calado hondo.

Y enredada entre tanta hostilidad, lo vio partir en algo que ella definiría como una eterna nebulosa, perdiéndose entre el mar de gente. Viéndolo por última vez.

Salió del aeropuerto casi por inercia, como si una fuerza externa estuviese siendo su soporte. Sentía sus piernas lejanas, como si se encontraran en una dimensión distinta a la de ella y una presión en su pecho que la tenía —por decir lo menos— intranquila. Sus manos estaban heladas, casi tan heladas como si se hubiesen fundido con la nieve.

Sin duda, su cuerpo era violentamente recorrido por sensaciones extrañas, sensaciones que no se las deseaba a nadie, ni a su peor enemigo —aunque ni tuviese uno—.

Su vista estaba nublada. Y luego de caminar y caminar y ser arrastrada por esa fuerza externa —y sus pies adoloridos de tanto recorrer—, llegó a un lugar agradable para su maltrecha vista. La nebulosa abandonó sus ojos y pudo apreciar el parque frente a ella. Un lugar sereno, bonito y, por sobre todo, listo para recibirla en su desazón.

Se dejó caer en la banca más cercana a ella. Prácticamente se desplomó; sentía su cuerpo pesado y tembloroso. No pudo dimensionar cuánto tiempo pasó allí. Quizás sólo fueron un par de minutos. Tal vez fueron varias horas. Simplemente —y por mucho que lo intentara— su mente no podía evaluar el tiempo transcurrido. Realmente, no podía evaluar nada. Lo único real en esos momentos era que estaba rota. Tan rota como una porcelana que se cae al suelo y se hace añicos. Una que no puede repararse, por mucho que se quiera.

La gente común podría pensar que una niña de doce años no podía sentir todo lo que ella sentía en esos momentos. Que eso que ella llama a gritos amor, para otros no es más que un capricho de una chiquilla que no ha conocido nada de la vida. Pero ella sabe, muy en el fondo, que eso no es verdad. La presión que siente en su pecho cada vez que lo ve, ese rubor que aparece en sus mejillas cada vez que escucha su característica voz, ese estremecimiento que se apodera de sus manos y piernas cada vez que sus ámbares ojos se posan brevemente en su ser y los latidos irregulares de su corazón cada vez que ella pronuncia su nombre —entre muchas otras cosas— son un claro argumento que aquella teoría no es aplicable a su persona.

Todo eso es simple e irrevocablemente una prueba de que lo ama. "El cuerpo no miente", pensó ella, permitiéndose esbozar una sonrisa mental. Una sonrisa que le subió ligeramente el ánimo. A pesar de que él no le dio una respuesta, ella iba a seguir amándolo. Ése es un sentimiento que no se puede suprimir tan fácilmente; no es como cambiar el canal cuando no te gusta un programa en la televisión, ni tampoco es como decidir en el supermercado si comprar arroz o fideos. Ciertamente, era algo mucho más complicado de realizar. Y ella, por el momento, no tenía ganas de deshacerse de aquello que sentía.

Y no tenía ganas por la simple y llana razón de que ese sentimiento le pertenecía a ella y a nadie más. Era algo suyo; algo propio. Quiso atesorarlo a pesar de todo el daño que él —el motor de esos sentimientos— le causó.

Dejó sus cavilaciones de lado y se levantó con mucha dificultad de la banca en donde se encontraba sentada. Casi como un acto reflejo sus párpados se mostraron caídos y laxos, como si no tuviesen vida. Su campo de visión se redujo drásticamente, pudiendo apreciar apenas el irregular suelo bajo sus pies. Fue por ese motivo que no pudo ver a la persona contra la cual chocó. Sólo sintió una agradable calidez. Pronunció un vago "lo siento mucho" y se alejó del lugar, esperando llegar a su casa lo más pronto posible. O por lo menos, lo más rápido como sus adoloridos pies se lo permitiesen.