Papyrus no estaba asustado frente al humano. Estaba aterrado, su cuerpo paralizado. Los rumores de los monstruos que ya no volverían a sus hogares habían recorrido por el pueblo rápido. De alguna manera, sin embargo, todavía se las arregló para hablar y pronunciar su genial discurso. El humano tenía que entender que sus acciones no estaban bien. Sin duda, después de escucharlo comprendería que el camino por el que iba no iba a deparar nada bueno para nadie y bajaría su arma. Todo iba a salir bien si tan sólo hacía eso, así que no había ninguna razón por la que no lo haría. Incluso podrían ser amigos, si el otro quería, y quién no querría la amistad del Gran Papyrus cuando se le era ofrecida abiertamente.

Por dios, sólo era un niño. De entre todos los feos detalles que escuchara, ese tenía que ser uno de los más tristes. Los niños deberían jugar y ser felices, no participar de actividades peligrosas en las que acabaran cubiertos de polvo. Toda la situación estaba mal, pero aún quedaba esperanza. Siempre la habría. Debía haberla. Si no ¿cuál era el sentido de nada?

Cuando el humano se adelantó con el brazo extendido, una parte de Papyrus se percató de que iba a ser incapaz de evitar lo que fuera que se dirigiera hacia él. El resto estaba listo para recibir con los brazos abiertos lo que seguramente iba a ser un abrazo inocente…

Pero entonces Sans se atravesó antes de que llegara el impacto y su cuerpo se deshizo justo en frente de sus ojos, dándole la espalda. El modo de batalla desapareció, una chaqueta azul aterrizó en la nieve y por primera vez Papyrus creyó sentir el frío del que otros monstruos se protegían en el pueblo. No supo cuánto tiempo permaneció contemplando la prenda solitaria, incapaz de procesar lo que acababa de pasar. El humano parecía haberse desvanecido en el aire, pero la verdad nada había más lejos de su mente que preocuparse por él en esos momentos.

No era así como se suponía que debía ser. Ese era prácticamente el único pensamiento que se abría paso en su mente nublada, y esta era una certeza tal como la de que su nombre era Papyrus. Sans no debería haber estado ahí. El humano no debería haberlo tocado… ¿todavía? ¿Nunca? La disonancia dolía dentro de su cráneo. Algo estaba mal, terriblemente mal. ¿Por qué seguía ahí? ¿Cómo era posible que siguiera ahí mientras Sans…?

-¡Papyrus!

Se giró de inmediato y su hermano se detuvo en frente de él.

-¡No vuelvas a asustarme así! –le recriminó el pequeño esqueleto.

No era Sans. No tenía que verlo más que una vez para darse cuenta de ello. Sans no tenía pupilas celestes así de grandes y brillantes. Sans no tenía lo que parecía su propio traje de batalla. Sans no gritaba, ni siquiera cuando estaba en verdad enojado. No sabía quién era ese esqueleto, pero éste había dicho su nombre y era demasiado parecido a Sans aun así para que le resultara cómodo.

-D-disculpa… -empezó Papyrus, esperando poder preguntar el verdadero nombre del monstruo pero antes de que pudiera acabar su frase, el otro levantó una mano.

-No importa ya, querido hermano –dijo el otro, extendiendo su sonrisa natural y le guiñó una cuenca, de alguna forma consiguiendo que unas estrellas salieran en el aire antes de desvanecerse-. El magnífico Sans te ha perdonado por tu indiscreción. Sólo no vuelvas a hacerlo, ¿de acuerdo? Realmente no me gustó esa broma.

Papyrus miró hacia el frente, más allá del esqueleto, y vio a un suéter anaranjado en el suelo. Mientras pasaba la vista de la prenda abandonada hacia el Sans que no era Sans, Papyrus sintió a su alma dar un latido doloroso, punzante como un puñetazo dentro de su pecho al darse cuenta de lo que había pasado. Él había perdido a su Sans. El otro había perdido a su Papyrus.

No tenía los mismos conocimientos científicos que su hermano. No sabía acerca de universos alternos o líneas de tiempo diferentes a la suya. Pero acerca de esos sencillos hechos no tenía la menor duda y se dolía por el otro, que no parecía haberse percatado de lo que pasaba.

-¿Buscas al humano? –dijo el otro Sans, volviéndose hacia adonde tenía dividida su atención-. No te molestes, hermano. Creo que ya se fue. Mi discurso debió haberlo inspirado y ahora estará ahí afuera enmendando su camino –El monstruo bajo suspiró, llevándose una mano al pecho-. Para decirte la verdad, llegué a preocuparme un poco ahí,… pero esa sólo es mayor razón para alegrarse de que las cosas hayan salido bien, ¿no es así? ¡Aunque sigo pensando que esa bromita tuya estuvo de más! Por cierto, ¿de dónde sacaste ese traje, hermano? ¡Se ve genial! ¿pero no crees que es un poco revelador?

No soy tu hermano, quería decir Papyrus. Tu hermano se fue y el mío también. No fue una broma. Ninguno de los dos existe ya y lo siento, lo siento mucho.

Pero las palabras, si alguna vez pretendió pronunciarlas, se quedaron atoradas en su garganta. ¿Cómo se suponía que le tenía que dar la noticia a otro cuando ni él mismo quería creerlo? No quería darles espacio a esos hechos para que se convirtieran en parte de la realidad indiscutible. No quería que esa fuera su realidad. Papyrus abrió la mandíbula y sólo un débil gimoteo logró salir antes de que se sintiera derrumbar en el suelo, sollozando con todas sus fuerzas.

-Pa… ¡lo lamento! No volveré a cuestionar tu sentido de la moda si no quieres.

El pequeño esqueleto se le acercó, extendiendo los brazos. Papyrus no sabía qué más hacer sino aferrarse a él y hundir el rostro en el hueco de su hombro, contra una especie de capa casera celeste. De ser otras las circunstancias le habría encantado conocer a ese monstruo y decirle que tenía un excelente gusto para vestir. Parecía un monstruo agradable también. En cierta forma eso lo hacía todo un poco peor, sabiendo lo que sabía.

-Papy, está bien. El magnífico Sans está aquí para ayudar en lo que sea que necesites como el maravilloso hermano que soy, así que no tienes por qué llorar…. ¿está bien?

Después de un tiempo, Papyrus aspiró con fuerza y asintió débilmente. Cuando los dos se separaron, el bajo esqueleto le secó las lágrimas con sus dedos enguantados y Papyrus se encontró presionándose contra el contacto, queriendo absorber el calor de esa magia benigna. No recordaba la última vez que su Sans había hecho algo así por él, más que nada porque había pasado un buen tiempo desde que se permitiera mostrarse tan vulnerable o siquiera tuviera la necesidad de derramar cualquier lágrima. Sans siempre solía animarlo o distraerlo de su bajo ánimo con alguno de sus infernales chistes, y jamás había fallado. Excepto ahora, que ya no sería capaz de hacerlo.

-¿Mejor? –preguntó el bajo esqueleto.

Papyrus volvió a cabecear, silenciosas lágrimas todavía humedeciendo su visión.

-Entonces volvamos a casa, hermano –ofreció el monstruo y le inclinó la cabeza para acariciar con los dientes en su frente. Papyrus sintió sus brazos tensarse alrededor del otro, deseando más que nada volver a abrazarlo y protegerlo de esa angustia que le pesaba el alma-. Te daré un plato de tacos calientes, ¿de acuerdo? No tienes que ponerte triste.

Papyrus se dio cuenta de que no le estaba preguntando directamente qué le sucedía. Debía estar esperando a que él se lo dijera cuando estuviera listo. Esa siempre había sido su estrategia con su propio hermano porque sabía que otro método sólo conseguiría que su Sans huyera de la escena. El Papyrus del cual hablaba el monstruo bajo debía ser similar en ese aspecto y a su vez el monstruo ser similar a sí mismo.

-¿T-tacos? –preguntó.

Jamás había tenido eso como comida. Ni siquiera sabía cómo lucían.

-¡Por supuesto! –dijo ese Sans, su rostro iluminándose y realizó una pose confiada, golpeándose en el pecho-. ¡Un taco hecho por las manos expertas del Magnífico Sans es la perfecta receta para volver del revés cualquier ceño fruncido!

Papyrus no pudo evitar sonreír un poco. Era extraño ver a alguien con ese familiar rostro actuando de esa manera y su entusiasmo de por sí era contagioso.

-Suena… magnífico –murmuró y se sintió bien ver las estrellas en los ojos del esqueleto bajo.

-¡Desde luego! Por eso será mejor es que empieces a mover esos huesos para que puedas disfrutarlos.

Papyrus todavía necesitó ayuda del otro para ponerse de pie, pero por otra parte parecía haber recuperado el control de su cuerpo, al menos de momento. Ahora que se había descargado parecía que su interior se había insensibilizado y una niebla había empapado a su mente, haciendo que todo se sintiera un poco más lejos de él, como en un sueño.

-Espera –dijo Papyrus, girándose para recoger la chaqueta azul.

Juntó todo el polvo posible en el centro de la tela y lo encerró a modo de bolsa. En cuanto se volvió hacia el esqueleto, lo hizo justo a tiempo de ver a éste levantar el suéter anaranjado y golpearlo para quitarle los rastros de suciedad de encima. Papyrus sabía que debería decir algo, que debería intentar detenerlo, pero sólo podía contemplar el descuido con las cuencas abiertas en mudo horror.

-Vaya, esta cosa sí que es insidiosa –comentó el monstruo bajo, sacudiendo la tela-. Ni siquiera quiero imaginar por cuántos problemas fuiste para reunir tanto. Voy a tener que meterlo en la lavadora.

Finalmente rendido, el esqueleto puso la prenda bajo su brazo y se dio cuenta de la que Papyrus llevaba apretada contra el pecho.

-Oh, ¿qué es eso? ¿Quieres que lo limpie también?

-¡No! –exclamó Papyrus, echándose hacia atrás. Pero entonces se percató de la expresión alarmada del monstruo e intentó calmarse-. Quiero decir… no hace falta. Yo me puedo encargar de esta.

-¿De acuerdo? –dijo el otro monstruo, inclinando la cabeza, pero de última aceptándolo como otra particularidad como él había aceptado las de su hermano-. Bueno, como quieras, hermano. Sólo me alegro de que estés bien.

La sonrisa que el monstruo le dio parecía de un genuino alivio. No le costó en lo absoluto entender de dónde venía.

-S-s-sí, bien –afirmó Papyrus, desviando la vista-. Siento… haberte asustado…

-Espero que no vuelva a pasar –remarcó Sans, llevándose ambas manos a la cadera y mirándole con reproche-. El magnífico Sans es muy valiente y fuerte, pero no quiere volver a pasar por una broma de tan mal gusto. ¿Lo arreglaste con el humano? ¿Por eso que estuvo con esas ropas polvorientas?

Papyrus no estaba seguro de si era sensato hablar por las acciones de otro que ni siquiera conocía, pero no le costó distinguir el tono de esperanza que salía del esqueleto. Se forzó a emitir una risa, que le salió vacilante y temblorosa.

-Nyeje… E-exacto. Así es. Todo fue parte del plan.

-Oh –Sans abrió las cuencas y su expresión pareció algo incómoda-. Debiste pasar por muchos problemas para esa broma.

-Sí, bueno, ya me conoces –Papyrus se encogió de hombros como veía a su hermano hacer seguido. Sin embargo el gesto en verdad no era muy notable con las hombreras de su traje-. Lo que sea por… eh, una risa.

-Hum, tienes un extraño sentido del humor, Papyrus –dijo Sans, clavándole una mirada ceñuda antes de volver a la sonrisa esplendorosa que lucía más natural en él-. ¡Pero ya dije que te perdonaba, así que ya no tenemos que hablar de eso! ¡De hecho, sería mucho mejor que pudiéramos olvidar que alguna vez pasó!

-De acuerdo –concordó Papyrus sin demora.

Dudaba de que alguna vez pudiera cumplirlo. Pero pretender sonaba a una opción mucho más atractiva.

-Mwejeje –se rió el bajo esqueleto, un sonido de puro alivio, y de verdad era surrealista para Papyrus la estampa que ofrecía-. Volvamos a casa, hermano.

-Sí… Sans.

Cuando se pusieron en el camino, Papyrus acabó viendo a su pesar el montón de polvo que todavía se notaba por sobre la nieve. Dentro de unas horas el viento se encargaría de dispersarlo y la blancura volvería a dominar el grisáceo. El hermano de ese monstruo continuaba avanzando al frente de él dando amplias zancadas, sin volver la vista atrás, el suéter colgando de su hombro. Papyrus apretó la chaqueta que cargaba y siguió al otro, esperando que su disculpa mental le llegara de alguna forma al caído.

En la mañana Papyrus abrió en una habitación que no es suya ni la de su hermano, pero de alguna manera todavía era bastante familiar. El Papyrus que vivía en esa casa tenía un cuarto tan desnudo como el de su Sans, con la diferencia de que las paredes eran de otro color, no había caminadora y una bicicleta fija era lo que se mantenía en un perpetuo estado de abandono al lado de lo que era un pequeño hoyo negro, destinado a absorber la basura. Incluso la falta de una cama como tal se había mantenido constante y Papyrus había tenido que contentarse en al menos ponerle sábanas antes de dejarse caer encima, ahogando sus ocasionales sollozos lo mejor que podía.

En el armario había puesto la chaqueta con el polvo, metiéndolo bien al fondo, más allá de otro montón de prendas informales, todas de por sí algo arrugadas, oliendo a que desde hacía tiempo no las habían sacado. Su traje de batalla colgaba en el perchero, sus guantes dentro de los cajones y sus botas almacenadas con el montón de zapatillas.

Había visto las pocas fotografías disponibles en el celular para percatarse de que las diferencias entre sí mismo y esta versión alternativa era menos notables que las de entre los dos Sans. Este Papyrus tenía una postura relajada, sonreía de lado y unas pequeñas ojeras bajo las cuencas, como su propio hermano. Siempre lucía listo para la siguiente siesta a la menor oportunidad. Pero de última no podía culpar en lo absoluto a nadie por confundirlos.

Todas las pistas sugerían que básicamente era su hermano. Lo que quería decir que en su presente situación le correspondía actuar de la misma manera que lo había exasperado por años. Sólo podía imaginar la fuente de frustración que esa sería para el pequeño esqueleto… o qué triste sería si de repente faltaba ese estímulo. Mover a Sans delante de cierta manera le había servido para moverse hacia adelante. Los pequeños logros, como conseguir que saliera de la cama y asistiera a su trabajo, se sentían como algo que los dos estaban consiguiendo juntos. Cuidar de su hermano se había vuelto una parte esencial de su vida.

Los tacos que le sirviera la noche anterior aparte, no quería que el pequeño monstruo experimentara esa falta y descubrir el efecto que tenía en él. No quería ser testigo o la causa de algo así. Incluso si su entusiasmo al hacerlo era nulo, era lo menos que podía hacer. Estaba seguro de que ese otro Papyrus o incluso su propio Sans no les habría gustado dejar ese vacío detrás, por lo que sólo podía ser el Gran Papyrus el encargado de mantener las cosas en orden.

En teoría no debería ser tan difícil, ¿verdad? Sólo debería tomarse el día a día con mucha más calma de la usual, reservar su energía, ir a… oh, dios, esperaba que ahí no tuvieran una versión propia de Grillby porque no sabía cuánta grasa podría soportar. Es decir, lo haría si eso era lo que entraba en la rutina dentro de esa casa pero iba a ser difícil.

Mientras esperaba su señal, Papyrus intentó pensar en su nueva vida y no en la que había dejado detrás. Suponía que saldría a su favor el que sintiera cansado después de haber hecho exactamente lo contrario durante gran parte de la noche, enmudeciendo sus gemidos contra la almohada. Cansado tal vez ni siquiera no fuera la palabra correcta. Exhausto parecería más correcto. Para variar no le habría importado quedarse en la cama y no pensar en nada, ser responsable por nadie, hasta que su Sans apareciera con algún mal chiste en la dientes o sonando ese condenado trombón suyo a decirle que sólo había lugar para un holgazán en la casa y ese puesto ya lo había ocupado.

Habría sido un bonito despertar para lo que no parecía ser otra cosa que una pesadilla. Pero lo que tuvo en cambio fue a un Sans distinto abriendo la puerta de golpe y proclamando que era hora de levantar el esqueleto. Esa era la realidad a la que tendría que acostumbrarse ahora.

Papyrus se resguardó debajo de sus sábanas, encogiéndose sobre sí mismo. El otro Sans emitió un bufido irritado y se acercó, sus pequeñas manos empujándole la espalda.

-¡Papyrus, levántate! ¿Vas a estar durmiendo el momento en que un humano finalmente pase por aquí? ¡Hoy podría ser el día en que nuestra racha cambie para bien!

Papyrus se irguió de inmediato y se volvió. Las pupilas de brillante celeste del otro le lastimaron la vista acostumbrada a la oscuridad. Entrecerrando las cuencas, preguntó:

-¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Qué pasó con el que vino ayer?

Sans parpadeó, pero al siguiente momento sus cuencas se abrieron, las pupilas tomando la forma de estrellas en su interior.

-¿Un humano vino? ¿En serio? ¿Lo viste? ¿Sabes dónde podría estar? –preguntó el pequeño esqueleto, demasiado rápido para dejarle responder a ninguna cuestión.

Papyrus se sentó en su colchón y lo miró de arriba abajo. Entonces forzó una pequeña risa, manteniendo su voz baja y lenta.

-Nyeje, buena esa… Intentas devolvérmela por la que te hice pasar ayer, ¿verdad? El gr… em, me parece justo.

Sans frunció el ceño, moviendo la cabeza a un costado.

-Papyrus ¿es este otro de tus chistes que no entiendo? Ayer no creo que me hayas hecho otra broma… aparte de esa con la salsa y el cojín ruidoso. Pero sabes que no perdería el tiempo entrando en esos ridículos juegos tuyos en primer lugar. El magnífico Sans es demasiado maduro para caer en esos actos infantiles –El monstruo lo observó con atención, sus cuencas inclinándose en inquietud-. ¿Estás bien, Papyrus? Pareces un poco… sacudido.

Papyrus borró cualquier expresión que hubiera tenido en el rostro y sacudió la cabeza, tratando de ignorar el leve temblor helado que sacudió su alma.

-D-debe ser por el sueño. No te preocupes –dijo, abrazándose con fuerza los brazos-. Es tan… poco deseable levantarse para ir a trabajar. Ya me conoces, nyeje…

Mantuvo la sonrisa de medio lado hasta que Sans finalmente pareció convencido, recuperando la brillante suya.

-No hay problema, mi querido hermano –afirmó el pequeño esqueleto-. Unos tacos picantes serán lo ideal para darte la energía que necesitas. Vístete y cuando bajes ya los tendrás esperando.

Papyrus, cuyo estómago imaginario se retorció no sólo al imaginar otra porción de los tacos, sino picantes para colmo, asintió con la misma torcedura de sus dientes. Ni bien Sans volvió a dejarle solo tras encenderle las luces, Papyrus revisó la fecha mostraba en la pantalla de su celular y vio justo lo que se estaba temiendo; la fecha se había ido hacia atrás, quedando a una semana antes de que el humano llegara al subsuelo, una semana atrás respecto a ayer. Pero él seguía ahí. No se enteró en ningún mommento que nada fuera de lo común pasaba. Se puso de pie rápidamente, moviéndose hacia su armario, abriéndolo de golpe.

De las perchas colgaban un par de suéteres y un pantalón mal colocado. Ni rastros de su traje de batalla. Rebuscó entre las zapatillas al fondo y no estaban sus botas. En los cajones faltaban sus guantes. ¿Quería decir eso que incluso...?

Papyrus se irguió y apartó prenda tras prenda, dejándolas caer al suelo sin importancia, hasta que que sus manos tocaron el fondo de madera y a lo largo. Lo había vaciado por completo. Y la chaqueta de Sans con su polvo no estaba por ninguna parte. Papyrus sintió escapársele la fuerza de las piernas y nuevas lágrimas caer al darse cuenta de que ahora ni siquiera tenía lo más esencial para guardar la memoria de su hermano. No le interesaba saber cómo era posible. Hacerlo no cambiaría los hechos, los cuales le parecían mucho más urgentes e importantes.

El otro Papyrus, el que de verdad pertenecía a esa casa y con el cual ese otro Sans estaba relacionado, continuaba sin existir. Si el tiempo había retrocedido, él ya debería estar roncando en su propia cama. Pero no lo hacía. El Gran Papyrus era todo lo que quedaba.

-¡Papyrus! -le llegó la voz del pequeño monstruo desde abajo, despabilándolo. ¿Cuánto rato había estado ahí en el suelo?-. ¡Espero que no hayas vuelto a dormirte! ¡Los tacos están listos y será sólo tu culpa si llegas a comerlos fríos!

Papyrus se limpió el rostro como pudo y se puso de pie lentamente. Sólo tenía una opción disponible.

Después de haberse vuelto uno de los suéteres (rogando a los cielos porque no fuera justo el mismo en el que se fuera su doble) y unos pantalones iguales a los que veía en las fotografías, Papyrus bajó las escaleras y encontró al otro Sans tarareando para sí mientras agregaba los últimos detalles a la mesa. Los tacos humeaban en sendos platos puestos uno frente al otro. El monstruo irguió la cabeza, a pesar de que él no había hecho ningún ruido. Él siempre había sido capaz de presentir a su hermano o el menor cambio en su casa.

-Oh, Papyrus -saludó, alegre, como parecía ser su estado original-. Por fin decides venir. Ya me temía que tendr…

Pero el esqueleto se quedó sin palabras cuando Papyrus lo atrajo en un firme abrazo, enterrándolo contra su pecho, sin dar la menor impresión de que alguna vez quisiera dejarlo ir. En verdad no quería hacerlo. No importaba lo que hubiera pasado ayer o iba a pasar o cuando fuera. Por lo que Papyrus entendía ellos eran todo con lo que el otro contaba y no pensaba descuidar jamás ese vínculo. En esa mañana, mientras el alma le colgaba hueca y pesada en el pecho, Papyrus prometió que haría lo posible por evitarle el mismo dolor a ese inocente.

-¿Papy?

Su Sans nunca lo había llamado de esa manera. Debería ser eso bueno. Así podría evitarse confusiones. Papyrus imitó lo mejor posible aquella risa perezosa que recordaba y le palmeó la espalda a su nuevo hermano.

-Buenos días, Sans. Huele delicioso.

Sans levantó la cabeza y le guiñó el ojo.

-¡Por supuesto que sí! Ahora siéntate a disfrutarlo mientras voy por la leche.

Papyrus suprimió su deseo por pasta y se sentó a la mesa. La comida resultó tan apetecible como se lo había imaginado, pero afortunadamente la leche logró calmarle en algo el efecto picante. Por lo menos no resultó ser mentira que consiguiera hacerlo sentir del todo alerta y despiero en comparación a antes. Luego de que los dos acabaran, Sans se estiró a recoger su plato pero Papyrus levantó una mano para detenerlo.

-Yo puedo. No te molestes -musitó, poniéndose de pie y llevando él sus cubiertos a la cocina.

Después de que el otro hubiera cocinado, le parecía que era lo que correspondía. Sans siguió sus movimientos, las cuencas agrandadas.

-Esta es la primera vez que quieres ayudar -comentó, impresionado.

¿La primera?, pensó Papyrus. Así que en serio era tan holgazán y desconsiderado como su Sans. Pues bien, eso ahora iba a cambiar. Ese Sans seguro que se merecía una ayuda de vez en cuando y al Gran Papyrus no le costaba nada dársela.

-Bueno, mi querido... -se aclaró la garganta, recordando ahora sí bajar su volumen- Sans, un pequeño cambio nunca ha hecho daño a nadie, ¿no?

Le tocó a él enmudecer cuando el pequeño esqueleto se elevó a sí mismo en el aire y le dio unas palmadas amables en la cabeza antes de volver a descender grácilmente sobre el suelo. Sin saber por qué, Papyrus percibió su rostro llenarse de magia. No había sido desagradable, todo lo contrario, pero no se lo esperaba.

-Muy bien, Papyrus -dijo Sans y se golpeó el pecho-. El magnífico Sans aprecia tus esfuerzos y está muy feliz de verte activo en la mañana para variar. En cuanto termines con los platos te acompañaré a tu puesto para recalibrar los puzzles, ¿de acuerdo?

Papyrus cabeceó, volviendo su atención a los platos para disimular su confusión. Sans dejó escapar otra risita alegre antes de retirarse a la sala. Papyrus se preguntó si habría actuado de la misma manera de esta en su mismo lugar. El naranja bajo sus cuencas se calmó bastante al percatarse de que sí, lo más seguro. En el fondo siempre se había preocupado porque su hermano apenas tuviera interés en otra cosa que evadir sus responsabilidades.

Incluso si le gustaba hacer cosas por él y sentirse necesario, en realidad le hubiera gustado ver a Sans recuperar la chispa que tenía la impresión alguna vez debió haber poseído. Y de modo que ya no habría ninguna posibilidad de ver ese cambio con sus propias cuencas, ¿no podía servirle de consuelo asegurar que el otro Sans fuera testigo? A pesar de que no iba a ser verdad, ¿el hecho de que él lo creyera no podía ser suficiente?

Luego de poner todo a secar, Papyrus salió con su nuevo hermano a empezar el día.

Ellos no eran las únicas diferencias respecto a cómo eran las cosas ayer. Lo había notado en el camino de vuelta, más que nada porque todo parecía estar en la dirección opuesta a la que estaba acostumbrado, como si estuvieran el mundo dentro de los espejos, pero entonces no había llegado a ver que el establecimiento de Grillby había sido reemplazado por café con el nombre Muffet en frente y a través de los ventanales a la monstruo araña moverse sobre patines de un lado a otro, vestida con el tipo de traje que el monstruo de fuego utilizaría.

También se acabaron encontrando con el nuevo vendedor de heladitos, que si bien era nuevo para él, debía ser el común para el resto de los monstruos porque a nadie le parecía extraño que estuviera fumando con las orejas bajas en una perpetua expresión malhumorada. Pero de última, los perros miembros de la Guardia que merodeaban cerca de sus puestos eran exactamente los mismos y al menos la distribución de los puzles tampoco había variado. En tanto recordara pensar su orden en reverso, resultaba igual a la caminata que hacía todos los días.

Luego de llegar a su destino, Sans le dio una charla acerca de la importancia de mantenerse alerta y le dejó hacer. Su puesto de centinela era el desastre que se esperaba, sólo que en lugar de botellas con diferentes condimentos lo que había eran puras botellas de salsa de chocolate y miel, algunas todavía con algún contenido al fondo pero más que nada vacías. De modo que esta versión de sí mismo tenía un gusto excepcionalmente dulce. Suponía que eso era un poco mejor que grasoso, pero aun así no quería pensar en los efectos de pasarse con eso. En el fondo también había unas cuantas revistas de motocicletas, todas manoseadas y ligeramente húmedas por haber salido del vertedero. Notó que algunas hojas estaban dobladas y en ellas modelos habían sido rodeados por un marcador rojo.

No tenía la menor idea acerca de lo que significaban ninguna de sus características, pero lo que tenían en común todas las selecciones era la palabra velocidad, por lo que debía ser eso lo que más le interesaba. En ese sentido significaba que por fin descubría una diferencia importante con respecto a su hermano. Esperaba que se quedaran hasta ahí nada más. ¿Quizá debería leer un poco e introducir algo de eso en su conversación diaria?

Pero no, eso sería más tarde, en su tiempo libre. Ahora se suponía que estaba trabajando. Papyrus puso limpió la zona lo mejor que pudo, desechando los dulces para los cuales no tendría ninguna necesidad especial y ordenó a las revistas en un estante bajo, finalmente acomodándose por primera vez en el asiento destinado a los centinelas. No podía negarlo, era un poco emocionante. Nunca antes había hecho nada por lo que de hecho fueran a pagarle, Sans se encargaba de eso para que él se dedicara a su entrenamiento para ser Guardia Real sin distracciones.

Ahora él tendría que hacer eso por el otro Sans, si es que su armadura casera no le había confundido respecto a sus aspiraciones. Debería hacerse a un lado para permitirle brillar como sin duda lo acabaría haciendo. Era extraño, el que semejante prospecto no le molestara tanto. Sí, tenía una vaga sensación de vacío porque sus metas habían cambiado pero al menos todavía tenía algunas a las que aferrarse. Ser un buen hermano mayor podía ser un objetivo tan noble como cualquier otro y, de todos modos, el único disponible de momento.

Pero estaba bien así. Todavía estaba sirviendo a la protección y la seguridad de los monstruos, con el agregado de ahora tener un reconocimiento oficial de ello. ¡El Gran Papyrus realizaría su rol como sólo el Gran Papyrus era capaz!

Sin embargo, mientras las horas pasaban y el único movimiento que había era el de sus piernas moviéndose de arriba abajo, sentado a su silla, creyó entender un poco mejor por qué era tan común encontrar a Sans dormido. Lo único que debía hacer era vigilar, lo cual estaba bien si no fuera porque no había nada digno de ser revelado. Incluso sabía que no era el día en el que humano caería al subsuelo, por lo que ni siquiera tenía la expectación de que quizá hoy serían las cosas diferentes.

La verdad ni siquiera sabía ya si quería que lo fueran. Ellos tenían una cómoda vida como la llevaban ahora, incluso bajo tierra. ¿No debería ser eso suficiente? ¿No podía todo simplemente quedarse así?

Agitando la cabeza, Papyrus apartó esas ideas grises de su mente. Sólo estaba… cansado, desde ayer. El humano todavía podía aparecer. Podía llegar y ser completamente distintos a como lo había conocido la primera vez. Listo para extender la mano y ofrecer una sonrisa en lugar de pelear. ¿Quién le aseguraba que no podría ser de esa manera? Así que se palmeó las mejillas, tanto para espabilarse como un ligero reproche, y se dispuso a realizar su trabajo de la mejor manera posible.

Todavía podía tener esperanza de que las cosas saldrían bien al final. Nadie iba a quitarle eso.

Cuando Sans apareció de nuevo para ver cómo andaba, por un momento pareció genuinamente estupefacto de encontrarlo erguido y alerta dentro de su puesto. Papyrus iba a saludar levantando una mano, pero recordó a tiempo su papel y se encogió un poco, apoyándose sobre sus codos, y le envió un simple gesto en reconocimiento.

-Qué tal -pronunció suavemente.

Sans se acercó ahora con una sonrisa y sus pupilas iluminándosele más que antes.

-¡No puedo creer que sigas aquí! ¡Despierto!

-Sí, bueno -Papyrus se rascó la nuca, sin necesidad de fingir su incomodidad. La verdad era que los cumplidos siempre le caían bien, sobretodo si era para festejar uno de sus logros. Pero el no holgazanear en el trabajo no debería ser considerado como tal-. Qué puedo decir, nyeje… Los tacos fueron de mucha ayuda.

-¡Lo sabía! No estaba del todo seguro porque se trataba de una nueva receta, ¡pero ya no más! ¡De ahora en adelante serán nuestro desayuno de todos los días!

A Papyrus no se le ocurrió ni una sola palabra a eso, por lo que se limitó a levantar un pulgar dándole una sonrisa alentadora. Al menos parecía estar feliz. Él sabía lo satisfactorio que era sacar resultados positivos de una receta.

-Estoy sorprendido de que no hayas tomado ningún descanso tampoco -siguió comentando Sans-. Me pasé por Muffet hace poco, pero ahí sólo me preguntaron adónde estabas tú y si estabas enfermo. Dicen que no has estado ahí en toda la mañana. Incluso yo estaba empezando a preocuparme un poco. ¡No que el hecho de que te tomes tu trabajo en serio sea malo de por sí, desde luego! –se apresuró en rectificar el esqueleto, poniendo expresión seria y luego suavizándola-. Es sólo que no es común en ti. Aunque me gustaría creer que estás siendo responsable, es mi deber como hermano preguntar si todo está bien.

Oh, no. ¿De verdad lo había inquietado tanto? Esa no era su intención. Papyrus maldijo su entusiasmo por ser un buen hermano. Debió haber imaginado que un cambio tan grande súbitamente suscitaría una reacción semejante. Después de tanto tiempo un monstruo no podía sólo levantarse y dejar de ser un sempiterno holgazán con alergia al trabajo.

-Eh, sí, todo bien -dijo, desviando la vista-. Pasé gran parte de la mañana tomando una siesta, a decir verdad, así que… em, ¿probablemente se me olvidó?

Al mirar de nuevo al esqueleto, vio que éste liberaba un pequeño suspiro de alivio y se felicitó internamente por su rápido pensamiento. Pero pronto el esqueleto volvió a retomar una expresión seria mientras se cruzaba de brazos.

-Debí imaginarlo. Era demasiado bueno para ser verdad. Supongo que al menos es de agradecer que estuvieras en tu puesto en lugar de merodear por ahí. Sólo espero que hoy no haya sido justo el día en que un humano decidiera aparecer.

-Algo me dice que no –dijo Papyrus y se le ocurrió fingir un bostezo mientras se estiraba, felicitándose por su compromiso a su papel-. Digo… él estaría perdido y necesitaría despertarme para preguntar direcciones, ¿no? Y nadie lo hizo, así que nadie ha venido.

-Eso es cierto –reconoció el pequeño esqueleto, frotándose el mentón, pero le siguió dirigiendo una mirada de costado-. Aun así, no dejes que esa sea tu excusa para descuidarte, Papyrus.

-Nunca –afirmó Papyrus, quizá demasiado pronto.

Pero el otro monstruo pareció no darse cuenta o prefirió ignorarlo, llevándose ambas manos a la cadera para dedicarle una sonrisa.

-Bueno, antes de que tengas que ir a tu puesto a donas, ¿qué dices si pasas por casa para una buena comida casera? Sé que normalmente prefieres ir a Muffet pero tanto azúcar va a acabar arruinándote los dientes.

En sus últimas palabras la voz de Sans perdió algo de fuerza, como si ya anticipara el rechazo, un cambio tan sutil que a lo mejor otros no habrían notado, pero no era el caso para sus oídos habituados a sus propios gritos.

Desde luego, también recordaba conversaciones así con su propio hermano. La continua decepción porque nunca disfrutara de su comida, sobre todo sabiendo que uno de los mayores placeres del cocinar era presenciar ese deleite en rostros ajenos. Imaginaba que también podía entrar en la rutina de un perezoso el dejar que otros cocinaran por él.

-Claro, puedo ir a casa –dijo Papyrus, rascándose el cuello como si no le diera importancia-. ¿Vamos ahora?

Le encantó la alegría que pareció prender la expresión del esqueleto mientras éste asentía de forma entusiasta. Jamás había creído que la cara de Sans pudiera llegar a ser tan expresiva. Salió de su puesto y dejó correr hasta abajo la ventana para cubrirlo, pero en cuanto se volvió el esqueleto parecía haber desaparecido.

-¿Sans? –dijo, pero entonces sintió una presión en sus hombros y sus manos se cerraron automáticamente en los tobillos del otro monstruo, quien apoyó ambas manos enguantadas en su cráneo. Las únicas veces que conseguía cargar a Sans era después de que se hubiera caído dormido alguna parte o para recogerlo de Grillby, y nunca de ese modo. Parecía que esta versión era incluso más ligera que a lo que estaba habituado -. Nyeje, ¿cómodo?

-¡Oh, sí, gracias por la preocupación! –contestó Sans y levantó una mano para señalar al frente-. ¡Ahora deja de perder el tiempo y mueve esos huesos en dirección a casa, para que así pueda maravillar tu sentido del gusto como nunca ha sido maravillado antes!

-A la orden –dijo Papyrus con suavidad, conteniéndose a duras penas una risita.

Dios, era adorable. No importaba cómo fuera a salir esa comida, Papyrus sin duda tenía que apreciar su confianza, y al final ¿no era eso lo más importante? Empezó a caminar, escuchando la charla al parecer interminable del otro, sin perderse la menor palabra.