Todos los personajes le pertenecen a Hidekaz Himaruya.
Sólido
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Todo comenzó en cero. Tal vez Francis Bonnefoy necesitaba un cero en su vida, era indispensable.
Esperaba encontrarse con su amigo español a mitad de cuadra, pero ya había pasado media hora desde que le esperaba. Francis siempre procuraba llegar al menos con quince minutos de retraso, tenía su toque de diva. Sin embargo era inusual que su amigo se retrasara tanto. Pensó que tal vez podría estar con el nuevo chico que había conocido hacía un mes. Un muchacho más joven y de carácter difícil que él no había tenido el placer de conocer, el otro era muy reservado respecto al tema. Por eso mismo decidió no esperarle más y dar una vuelta por sí mismo. Sí, hacía tiempo que no se veían, pero él no estaría allí parado como novia que dejan en el altar.
El cero es la nada, la ausencia de algo, de un todo o de un poco. Como las antiguas civilizaciones, Francis lo necesitaba. El cero le facilitaría realizar diferentes operaciones y descubriría otras nuevas. A él le hacía mucha falta algo nuevo.
Rodeó la zona, observó edificios en los que no se había fijado antes, por mero aburrimiento. Pero aquello se convirtió el algo más cuando se descubrió a si mismo frente a lo que parecía una institución académica. Era imponente, alta y majestuosa. Parecía observarle por encima del hombro, como si él fuera poca cosa. Bonnefoy no se consideraba alguien minúsculo, para nada. Él era un francés en Inglaterra, no permitiría pasar desapercibido. Atravesó el amplio y desgastado portal que se encontraba abierto, invitando al público a unirse. Una vez frente a la puerta notó un cartel que informaba que se trataba de una institución dedicada a la esgrima.
Esta fase de la historia es el cero, suspendida en el aire, en medio de una nada absoluta. Y creyó que los números comenzarían a avanzar cuando lo vio a él, pero no fue así.
En su vida Francis había tenido pocos amores que consideró verdaderos, pero su cabeza tenía un problema, siempre la perdía por las personas menos adecuadas. El joven poseía debilidad por las señoritas menores que él, y las más complicadas. Siempre eran de belleza indiscutible, pero comprometidas. Estaban predispuestas a mantener una relación clandestina con el francés, mas nunca lo elegían por sobre sus parejas. Por mucho que se quejaran de aquéllas, las criticaran y mintieran, jamás era Francis el que se quedaba con la dama. Ellas preferían no arriesgarse y dejarlo todo por ese chico mayor al que tenían comiendo de su mano. Y él era consciente cada una de las consecuencias. De esa forma el amor le defraudó numerosas veces, hasta que juzgó que su vida necesitaba una pausa de todo aquello. Decidido a apartar la vista de tal tipo de mujeres, se enfocó en buscar placeres pasajeros en jóvenes de su misma edad, sin importar el género. Solía cansarse rápido de esta clase de relaciones, pero siempre podía entretenerse en brazos de un hombre mayor, con una vida ya formada y los pies sobre la tierra. Le encantaba verlos plantearse dos veces sus preferencias por el sexo opuesto, lograban dejarse seducir por el muchacho de increíble atractivo que tan distinto era a todo lo que habían conocido. Ponía sus mundos de cabeza y sacaba provecho de ello.
Cuando lo tuvo frente suyo, supo que la pasaría muy bien. Una sonrisa se expandió por su rostro mientras estudiaba al hombre de porte madura que se erguía en el centro de la sala. Francis acababa de entrar y sintió que el aire abandonaba sus pulmones cuando el par de ojos verdes se fijaron en su persona. Las facciones serias de aquel rostro permanecieron impasibles, unas cejas prominentes pero agradables se fruncían, acentuando más su expresión. Sus ojos estaban decaídos, daban la impresión de cansancio; pero sus finos labios le daban fuerza al conjunto. Peinado hacia atrás, su cabello rubio permanecía opaco bajo la luz del alto techo. Todo su cuerpo era abrazado por un blanco uniforme y con la mano izquierda sostenía lo que, en ese entonces, Francis consideró una espada.
Mantenía una conversación, aparentemente acerca del instrumento que sostenía, con una mujer que hablaba de pie desde la recepción, junto a la entrada. Cuando fueron interrumpidos, ambos se giraron para mirar a Francis. Éste reaccionó con su usual encanto, alegando que se encontraba un poco desorientado, pues le habían comentado de las clases de esgrima que allí dictaban. No le costaba inventarse historias cuando le convenía. Seguidamente fue llevado por la mujer hacia la pequeña oficina y, sin reparar en detalles, se apuntó a las clases; pues ese hombre que había visto era el encargado de los alumnos que se iniciaban y de los que se estaban perfeccionando. Él era el dueño del instituto y quería encargarse personalmente de moldear a sus estudiantes. Más adelante, su desarrollo sería encargado a otro profesional y él volvería a trabajar con su especialización, si es que alguna vez llegaban a tal etapa, ya que no eran todos quienes tomaban el esgrima de manera profesional, sino como mero pasatiempos.
—Winston Kirkland será su mentor —le informó la señora.
Al salir del edificio era aún temprano, por lo que Francis dedicó unas últimas horas para recorrer cada rincón en el que pudiera hallar el material necesario. Con una sola tarde no bastó, tuvo que volver el día próximo para encontrarse preparado para la semana siguiente, en la que comenzaría sus clases.
Francis aún vivía con sus padres, con tan sólo veinte años no le había sido posible independizarse. A pesar de encontrarse en vacaciones de sus estudios, todavía debía ayudar a su familia en la tienda de electrónica que manejaban. Francis no entendía mucho de aquello, pero con su simpatía lograba agradar a los clientes y venderles como debía. Una vez oyó decir a uno de los empleados que trabajaba con él que ninguna computadora podría funcionar sin el cero, pues formaba el sistema binario y éste era esencial. Tan importante era aquello que una vez hubo un submarino, cuyo radar no estaba codificado de dicha manera, y estuvo a punto de soltar una bomba atómica por accidente.
Cuando su amigo lo llamó para excusarse por su ausencia, Francis le soltó todo lo sucedido, emocionado tanto por encontrarse con el atractivo profesor como por blandir el elegante florete.
—¡Ah, recuerdo cuando yo practicaba esgrima! Es propia de mi país —dijo Antonio—. Creo que te sentará muy bien, es un deporte muy refinado. Pero, al igual que cualquier otro, requiere esfuerzo.
Los primeros encuentros decepcionaron a Bonnefoy, quien iba mentalizado con las imágenes de duelos que pasaban en las películas románticas. Su profesor, si bien de modales, no era tan amable, más bien estricto y sumamente disciplinario. Por otro lado, en cada clase siempre veía a la misma jovencita, de sonrisa bella, piel caribeña y destreza para la esgrima. Intentó no fijarse demasiado en ella, no quería volver a caer en el mismo patrón de antes. No era Winston quien le enseñaba a ella, sino que practicaba con otro sujeto que le atacaba como una bestia, sin misericordia. Aquello causaba que la niña insistiera aún más y lo diera todo cuanto tuviera.
Las semanas transcurrieron y sus movimientos, si bien torpes y de novato, habían mejorado. El proceso requería mucho entrenamiento, pues su cuerpo y su mente, sus reflejos, debían ser aplicados todos a la vez. Tampoco perdió oportunidad de coqueteo con con su profesor, si bien no durante las prácticas, al finalizar las mismas. Francis pertenecía al último grupo, al terminar ellos, el instituto cerraba hasta el próximo día. Más de una vez se hubo cruzado en los pasillos con la joven. Ésta irradiaba confianza y le hacía pensar que no había forma de que ella pudiera lastimarlo, pero Francis se mantuvo al margen. Un buen día Winston consideró prudente que se batiera a una justa con otro de sus aprendices, pues ya poseía los elementos básicos. Resultó ser la misma bestia que no dejaba en paz a la muchacha, hasta ahora Francis había creído que se trataba de un profesor.
—Por muy avanzado que sea, aún debe seguir aprendiendo —explicó Winston.
— Pudiste haberme traído a alguien que esté a mi altura —espetó el otro. Y sólo entonces Francis reparó en el hecho de que aquellos dos se parecen demasiado; no como se parecen dos personas que son exactamente iguales salvo por un detalle que los diferencia, sino que había cierto aire que era el mismo en ambos. Estaba seguro de que se trataba del hijo, y aunque dicen que son las versiones mejoradas de los padre, en ese caso parecía no haberse cumplido la norma. El más joven parecía una versión más rústica, carecía de los mejores atributos del padre, en cambio los suyos, los propios del chico se acentuaban con obstinación.
Francis ya le había visto pelear, asumió que se lo pondría peor ya que no le agradaba la idea de batallar contra él. A pesar de haberse sentido insultado, se dispuso a poner su mejor esfuerzo. Fue completamente inútil ya que en dos simples movimientos le había tocado una vez, a la velocidad de la luz. Las rondas restantes terminaron de igual manera.
—Me agradaría saber cuál era el punto de esta ridiculez —reclamó una explicación a Winston mientras Francis se quitaba su propio casco y se sentaba a un costado, desanimado.
—Tú ya sabías que ibas a ganarle, Arthur. Y aún así realizaste los mismos movimientos una y otra vez. ¡Deberías intentar otra técnica! —Le recriminó—. Tenías el tiempo de hacer lo que se te ocurriera, pero buscabas terminar y ya. Sabes perfectamente que en la competencia deberás pensar rápido e ingeniártelas.
—¡Sé hacer todo eso! No valía la pena intentarlo ahora.
Al callar se retiró para volver a su actividad previa. La clase de Francis continuó con Winston, quien marcó cada uno de los errores que había cometido y debía solucionar.
La jornada había terminado y Bonnefoy puso en práctica una vez más su táctica de seducción, sin pudor alguno. Su falta de discreción le jugó en contra, pues al abandonar los vestidores se encontró cara a cara con un furioso Arthur.
—Lamento lo sucedido —trató de disculparse Francis—, yo sólo hice lo que debía, no creí que Winston...
Fue callado cunado de un empujón chocó contra la pared.
—¿Por qué clase de idiota me tomas? —Gruño el otro mientras le levantaba del cuello de la camisa—. Debes creer que no sé de las intenciones que tienes con mi padre. Es eso, o en verdad te faltan luces.
—No sé de qué hablas —negó, intentando zafarse del agarre.
—¿Qué, vas a decirme que te apasiona el esgrima? —Preguntó con sorna—. Por el bien de tu integridad física, mantén tu culo alejado y concéntrate en que el florete no se te caiga de las manos.
Dicho eso, Kirkland hijo le dejó allí. Francis se había sentido verdaderamente intimidado por aquél joven que no pasaría de los dieciocho años, pero no podía permitir que sus planes se estropearan por un entrometido. Tan sólo procuraría ser discreto frente al mocoso.
Sus vacaciones habían terminado ya y, a medida que las clases transcurrían podía sentir que Winston no se oponía ante sus avances, aunque siempre actuaba de la manera más profesional posible. Alguna broma de doble sentido, algún pedido de ayuda respecto a la postura, un comentario sugestivo. Tras el encuentro con Arthur, había intentado evitarlo al momento de finalizar las clases, cuando todos se cambiaban a sus ropas normales y abandonaban la institución para que ésta fuera cerrara. Sin embargo, durante la duración de las prácticas no le era posible evadir aquellos ojos que lo vigilaban. Debía ser cuidadoso, pero pronto empezó a importarle menos y menos. Arthur sospechaba de las miradas que le lanzaba al padre y las risas seductoras que soltaba por el mero hecho de soltar. Sabía que el desgraciado de su padre no era ajeno a las intenciones de Francis y tampoco hacía nada al respecto para disuadirlo. Por el contrario, parecía orgulloso, si bien no se adentraba en el juego. En más de una ocasión Arthur había pedido que Francis practicase con él. Ahora procuraba utilizar diferentes tácticas, sólo para conformar a su padre, pero siempre se jactaba de humillar al francés. Le hacía retroceder con cada sacudida de su espada, firme e imponente. Buscaba acobardarlo y dejarlo sin escape. Habían sido repetidas las ocasiones en las que éste terminó con el florete en el suelo, a causa de haberse enredado con sus propios pies. El más joven disfrutaba de verlo indefenso, realmente no le importaba cuando se lucía con sus propios ataques. Hubiera deseado que no portara la careta reglamentaria para poder ser testigo de su atemorizada mirada, es que Francis no podía hacer nada al respecto, no con su bajo nivel de entrenamiento.
Toda la situación, sin embargo, parecía motivarlo a aumentar los movimientos hacia su padre, su coqueteo era desvergonzado. Así fue como se llegó al segundo encuentro. Antes de que Francis se quitara el uniforme blanco fue encarado por el chico.
—¿Te apartas? Tengo que marcharme —dijo antes de que el otro pudiera siquiera amenazarlo.
—Lo haré una vez que te haya roto la cara a golpes.
Sin más lo tomó por el cuello de la chaquetilla, no sin dificultad.
—¿Aún no te queda claro? —Continuó diciendo con dureza—. Me estás provocando, puedo verlo.
—Lo más probable es que así sea —respondió Francis antes de apartarlo de un sacudón—. Pero tú jamás deberías haberte metido, nada de ésto es asunto tuyo, mocoso.
Aquéllo fue todo lo que se necesitó para que Arthur lo empujara al piso y al instante estrellara su cabeza contra el mismo.
—¿Que no es asunto mío? ¡Está casado con mi madre!
Los insultos no tardaron en hacerse escuchar por ambas partes. La rodilla de Francis golpeó el estómago de su atacante, el puño de este otro contra su rostro. Los demás alumnos no pudieron distinguir las manos de uno de las del otro, habían llegado cuando la pelea ya estaba avanzada. Fue necesaria la intervención de Winston y de un corpulento alumno para ponerle fin.
Ambos jóvenes fueron mantenidos a raya durante las semanas siguientes. Ya nadie los miraba de la misma forma tras la impropia falta de respeto hacia el establecimiento. Winston procuraba recordarles el evento de forma sarcástica y hostil siempre que la situación lo ameritaba. Aún así, Francis no se daba por vencido con él, y éste tampoco abandonaba su viejo trato. Con su hijo era más duro, tal vez fuera porque se trataba de su propio hijo, o porque la fecha del campeonato final se aproximaba. Quizá fuera una mezcla de ambas razones. Cuando llegaba al instituto solía verlos a los dos practicando. El padre soltaba indicaciones y reprimendas sin cesar, ridiculizaba sus acciones y lo criticaba. A Francis se le escapaban todos los errores que mencionaba, pues siempre había pensado que Arthur era el mejor entre todos los otros, era como una especia de verdad incuestionable. Aunque se ejercitaba con otro profesor, Bonnefoy no perdía el hilo de la conversación y detalle de la situación que se desarrollaba, incluso le divertía verlo al menor en ese tipo de posición. Aquella sensación daba paso a una de incomodidad cuando el chico, enfadado, respondía a las palabras del padre. Solía quitarse la careta y demostrarle, frenético, que su técnica, de hecho, estaba bien y él era el errado.
Mientras Francis se lavaba las manos en el baño tras una larga clase, pudo oír los gritos provenientes del pasillo. La puerta fue, primero abierta, y luego cerrada con la misma brusquedad, dando paso a un Arthur completamente enfurecido. No ocultó cuando su rostro se contorsionó en una mueca de desagrado al ver al francés. Meneó la cabeza y caminó hasta el lavamanos para enjuagarse la cara.
—Así que te estás preparando para el gran evento —exclamó Francis, en un intento de cordialidad.
—No me jodas —respondió el otro, cortante.
—Estaba siendo amable, no tienes que portarte como un imbécil —señaló tranquilamente a la vez que se cruzaba de brazos y recargaba su cuerpo contra la superficie del lavabo.
—Ya viste cómo me estoy preparando —la voz de Arthur sonaba menos clara por haberse inclinado para remojar su rostro. Se secó con un poco de papel antes de continuar—: De mil maravillas.
—No creo que lo hagas mal —confesó—, digo, Winston te vive corrigiendo.
—Mi padre —dijo, haciendo énfasis en aquellas dos palabras— es el verdadero imbécil. No sé qué le viste.
—Está demasiado bueno para tener la edad que tiene —respondió con un encogimiento de hombros.
—Ni siquiera sabes cuántos años tiene —resopló.
—¿Cuántos tiene?
—Cuarenta y nueve.
—Está demasiado bueno para tener cuarenta y nueve. He salido con más viejos que eso.
Tras una pausa añadió:
—¿Y tú cuántos tienes?
Arthur dudó antes de contestar:
—Diecisiete.
—Eres un mocoso —se burló el otro.
—Y tú una puta barata, pero no me ves diciéndolo.
—Vaya, nunca me habían dicho que fuera barato. No con los precios que cobro por cliente —bromeó antes de retirarse del baño.
Arthur no pudo reprimir la sonrisa divertida que se formó en sus labios. Ese fue el tercero y último encuentro, en los hechos que se desencadenaron después no requirieron encontrarse, ya lo habían logrado. Cabe remarcar la importancia de que tomara lugar en el baño. El escenario cobraría un papel destacable en el futuro.
Un mes después, Kirkland padre había invitado a todos los alumnos a asistir como espectadores en el torneo que se desarrollaría en la capital. Era un evento que bien podía servirles como experiencia única. Francis no pasó de tal oportunidad y decidió acudir a la convocatoria. Quiso invitar a Antonio, pero éste nunca contestó a sus llamadas. Llevó consigo a otro de sus amigos, un joven que no declinaba el presenciar una pelea con espadas.
—Espero que no te decepciones con lo que veas, el esgrima no es tan como lo pintan, Gilbert.
—¡Por supuesto que no lo es! Me imagino tu cara cuando descubriste que no pelearías como El Conde de Montecristo —rió.
—Sé que no debo molestarme en eso. Tú eres el caballero que me quita de los apuros.
—Primero el matrimonio, Francis, luego los rescates —dijo, siguiéndole el juego.
—Oh, pero yo quería que fuéramos amantes secretos.
Francis lo rodeó con los brazos.
—¿Amantes? Pero, ¿es que ya han pedido la mano de mi dama?
—Todavía no. Pero está reservada para el apuesto y sexy profesor.
—¡Siempre te quedas con los viejos!
El auditorio en el que transcurría la competencia era amplio, pero a Francis no le costó reconocer a sus compañeros. Les introdujo a Gilbert, fue cuestión de tiempo para que todos charlaran amenamente. Su atención se desvió cuando la muchacha morena se sentó a su lado. Hacía unas semanas habían hablado y se enteró de que su nombre era Michelle. No pudieron intercambiar muchas palabras porque el evento hubo iniciado pronto de manera oficial. A Francis le sorprendió la cantidad de instituciones que practicaban esgrima y desde cuán lejos habían venido. Pensó que, en su lugar, el no hubiera querido hacer semejante viaje. A diferencia suya, Gilbert parecía ensimismado en los que veía. Al francés le entretenía aquél deporte, pero prefería participar que observar a otros hacerlo. Al finalizar la séptima ronda, Michelle lo llamó:
—Ahora es el turno de Arthur —explicó—. Hay pantallas que lo muestran todo al otro lado de las cortinas, detrás de escena.
—¿Quieres ir allí? —Se apresuró a preguntar. La chica asintió, contenta. Al parecer esperaba tal reacción. Tras hacerle una seña a Gilbert, se puso de pie y ambos se escabulleron por un costado de la sala.
—De alguna forma es como estar dentro de la competencia —dijo con emoción su compañera.
Desde allí también podían asomarse y observar parte del desarrollo. Era sumamente excitante. Estaban en primera fila para ser testigos del enfrentamiento entre Arthur y un chico mucho más joven que él. Tenía trece años, a pesar de aparentar ser mayor, pero su mirada infantil lo delataba. Había sido introducido como Jones y, muy vigorosamente se posicionó en su lugar. Ambos demostraron gran destreza, Arthur había sido el primero en apoderarse de la ofensiva y atacaba tal cual Francis había visto que lo hacía en sus prácticas. Jones era capaz defenderse y eludirlo, pero cambió su táctica e invirtió el juego cuando descubrió que sería la clave para ganar. Debía avanzar y contraatacar con todo lo que tuviera. No era fácil hacerlo y evitar los toques de Kirkland a la vez, pero al final del enfrentamiento logró dejarlo fuera. Ambos estrecharon sus manos en señal de respeto mutuo. La retirada tomó lugar en el extremo opuesto al que Michelle y Francis se encontraban.
—¡Qué pena! —exclamó la niña—. Te juro que no esperaba este final De todas formas ambos lo hicieron bastante bien. No quisiera imaginarme a ese Jones en un par de años.
—¡Ese chico es muy rápido! —Comentó Bonnefoy.
Otras personas se arrimaron a donde ellos estaban. A fin de no estorbar decidieron volver a sus lugares, Francis se detuvo cuando notó a los Kirkland, padre e hijo, desde el rabillo del ojo.
—Luego te alcanzo —le comunicó a la otra.
Un abrumado Arthur discutía con su padre a viva voz. Éste le recriminaba no haberle hecho caso, pero el hijo zanjó el asunto con su retirada. Winston se alejó también, en la otra dirección. Francis lo siguió con la mirada antes de ir tras Arthur. Así llegó hasta los baños, a los cuales no había tenido oportunidad de ir antes. No estaba seguro de qué hacía allí, pero se adentró en el lugar. Dentro vio al rubio frente al espejo, con los ojos cerrados y con una mano apretándose el puente de la nariz. Al oír a alguien más se volteó a su encuentro. Hubo algo de desilusión en su expresión al reconocerlo. Francis se detuvo cuando notó sus ojos irritados por el llanto reprimido.
—¿Qué quieres? —Preguntó el otro, de mala gana.
—Venía..., bueno, a verte —respondió en voz baja.
—Ya me viste. Ahora largo.
Sin esperar algo más de él, el rubio apoyó ambos codos en la mesa del lavabo y hundió el rostro en sus manos. Francis caminó hasta su lado y puso una de las suyas sobre la espalda de aquél.
—Ya, puedes llorar, todos lo hacemos.
—¡No me toques!
Sacudiendo los hombros, logró que se apartara.
—Bien, no lo hago.
Se lo pensó unos segundos y después reanudó la conversación:
—¿Te pusiste así por no haber ganado o fue algo más?
Arthur soltó una risa amarga.
—Claro que no me gustó haber perdido... —Parecía estar a punto de continuar, pero hizo una pausa—. Te dije que era un imbécil.
—¿Cómo? —Preguntó sin comprender a qué se refería. El otro se enderezó y lo miró a la cara.
—Digo que mi padre, el muy imbécil, es el que me altera los nervios porque no puede mostrarme su apoyo, ni siquiera cuando se lo pido.
Al finalizar volvió a su postura previa, lentamente, casi resignado. Francis tomó un poco de aire y suspiró.
—Sí, suena como un verdadero idiota.
—Imbécil —lo corrigió.
—Eso también —respondió y lo rodeó con sus brazos. Contra todo pronóstico, Arthur no opuso resistencia.
Mis cortas e interrumpidas vacaciones sirvieron para algo.
Aunque dudo que haga mucha falta aclararlo, Michelle es Seychelles. Winston no es ningún país, simplemente el padre Arthur en esta historia.
