La noche era bella, el encanto de la oscuridad bañaba cada rincón del húmedo bosque que la mujer cruzaba a toda velocidad, rezando débilmente entre cada agotado hálito. La tenue luz de Luna dejaba intuir siluetas de troncos y hojas, ayudando a la fugitiva a no tropezar, como fiel compañera en su escape. La Estrella del Cielo destellaba en su azabache manto, derramándose su resplandor sobre el horizonte como queriendo besarle, en una historia de amor perpetuo que jamás podrá ser olvidada. Pero a aquella pobre infeliz poco o nada de aquella maravillosa estampa le afectaba en algo, no cuando para ella, el lucero más fulgurante de las presentes tinieblas era la pequeña bebé que sostenía entre sus brazos, apretándola con fuerza contra su pecho en aquel instinto maternal que la llevaría a la tumba, su corazón marcando el ritmo de la canción de la agonía. Nadie le haría daño a su pequeña, ni siquiera ella misma ni el aciago destino que ante ellas estaba escrito, aquel que ella conoció de primera mano. Tan bellos como indefectibles eran los lazos del fatum, que se dejaban entrever como un boceto color aguamarina sobre el lienzo de nuestra vida, dejándonos a nosotros mismos terminar la obra bajo nuestros propios actos.
Siguió su huida, aferrándose a su recién nacida hija como el último destello de luz que salvaría el destino de la creación. De entre las pulcras mantas en las que la pequeña dormitaba se asomaban finos mechones de pelo ondulado, que brillaban bajo la luz argéntea con el mismo azul de las aguas tropicales que bañan las islas meridionales del Reino de Narel. Su pálida piel, blanca como la arena que descansa en las playas, se veía adornada con el rosa coral de sus carrillos, que se mecían como el vaivén de las grises olas en el desesperado éxodo de su madre. La noche era bella, el mar cantaba una canción dulce que soplaba entre las hojas del bosque y la fémina no podía creer que aquel infierno que estaba viviendo se hubo sabido disfrazar de paraíso con la habilidad del más grande de los ilusionistas. No rugía el océano, no calaba el frío, no lloraba el cielo. Natura se presentaba ecuánime ante el sufrimiento de una madre que lo único que quería era ver crecer a su niña.
La oscuridad que la envolvía pasó a ser luz de Luna y estrellas cuando la dama al fin emergió de la espesura del bosque, la humedad reinante en este aún adherida a su inusual blanca tez y a sus celestes cabellos. El fulgor del astro de la noche le permitió entrever, sin dejar de correr, la plácida faz durmiente de su pequeña princesa, cuya inocencia la hacía ajena a tal calvario. Una sonrisa que transmitía más tristeza que alegría se dibujó tenuemente en los labios de su madre, para desaparecer consecuentemente con la rapidez de una estrella fugaz. Alzó su mirada al frente a la vez que sentía como sus pies descalzos eran besados por la inmaculada arena de aquella cala virgen, bordeada por un cabo árido de roca desnuda que ni nombre tenía. Aparentemente, nadie conocía su paradero y esto la hacía perfecta para su misión.
La fuerte mujer aceleró su movimiento aún más si concebía la posibilidad en cuanto sus verdes ojos divisaron el océano sobre el que la nívea luz dibujaba delicadas olas que iban y venían como un etéreo oasis. Sentía que iba a desfallecer en cualquier momento y sus piernas temblaban como un árbol muerto que yergue sobre raíces putrefactas. Pero no podía parar, no ahora que la salvación de su hija estaba a escasos metros. Atisbó con sus expresivos orbes un tronco caído que ella conocía bien y, en cuanto llegó a su altura, cesó su carrera y pasó a sostener a su hija con un sólo brazo mas con la misma fuerza y abrigo. Con su extremidad libre empujó el leño hueco haciendo que se volteara sobre su otra cara, para descubrir allí semi enterrada por la arena una caja de madera robusta, sin ningún tipo de hendidura, tan solo algunos boquetes en la tapa, que mantenía el interior seco y seguro.
Cuando la hubo desenterrado, arropó a la pequeña con la reducida prenda en la que vino envuelta todo el camino y la depositó con delicadeza en el interior del cajón. El desprenderse del olor y calor materno disgustó a la recién nacida, la cual despertó de su somnolencia y comenzó a sollozar. Su madre, preocupada por que el llanto sirviera para indicar el paradero de su escondite a sus perseguidores, procedió a mecerla con una suavidad sinónima al amor a la vez que borraba todo rastro de lágrimas de sus mejillas con el pulgar. Acto seguido, la bella y madura voz de la madre comenzó a entonar una nana que ella mismo escribió y compuso en cuanto supo que se encontraba encinta. Teniendo por público tan solo un océano de dudas, un cielo estrellado de esperanza y los grandes y profundos orbes de la pequeña, del color verde de la mar revuelta, que parecían capaces de tragarse el mundo y con él, todos los obstáculos que les impedirían crecer juntas como lo que ambas eran: madre e hija.
Sleep, my child
The star of my life
Close your eyes
And dream about a sweet land
Where the both of us
Can happily dance
To the song of the waves.
I'll protect you tonight, fear not.
Alzó la caja entre sus brazos y, cargando con ella a la vez que seguía con su melodía de despedida, se acercó a la orilla y se introdujo en el océano. Siguió avanzando, sin abandonar su serenata, hasta que el agua llegó a su cintura, haciendo cada vez más difícil el desplazamiento debido a sus empapados y pesados ropajes.
Heard the night and day
They have fallen in love
Because they were talking about you
Hear my hum,
Don't cry and forget me not
Because I'll be with you
Until the end of the times.
Una solitaria lágrima recorrió la mejilla de la madre hasta llegar a su barbilla, de la que resbaló y se precipitó sobre la frente de la pequeña, la cual sonreía parpadeando lentamente, acurrucándose otra vez en los brazos del sueño instada por el sutil mecer del mar y la harmoniosa voz de mamá. Sabiendo que el tiempo se escapaba de entre sus dedos como si se tratase de la arena de aquella playa que contemplaba la escena, la dolida mujer depositó su primer y último beso en la frente de su ángel y, antes de colocar la cubierta de la caja, ató alrededor del cuello de su hija un medallón de plata con motivos marinos labrados en coral y nácar. Acto seguido, la empujó con pulso trémulo hacia el corazón del océano. De sus verdosos ojos manó salada agua que se mezcló con la del mar, creando el perfume más triste del mundo. Mientras observaba como la caja que contenía la esperanza y el destino de una nación y del mundo entero se perdía en el negro ponto, culminó su cántico bajo la luz de una luna menguante que también parecía querer acunar a la niña.
Destiny who knows it all
Carry her to walk the correct path,
hear my cry.
I'm with you in the blue wise sea,
loving you from now until forever.
El sonido de la última nota suspendida en la salada y fresca brisa fue lo último que escuchó la pequeña dentro de su improvisado navío antes de caer en su tierno letargo. Ni siquiera el desgarrador alarido de su madre cortando la paz nocturna fue capaz de despertarla, a ella que se adentraba mar adentro como la princesa del océano. Cuando la mujer por fin pudo ver desaparecer aquella caja entre la negrura, pudo darse cuenta que dentro de ella no sólo iba su hija, sino también el significado de su vida. Alzó la mirada al firmamento y la Estrella del Cielo la miró del vuelta, y le pidió de manera casi ininteligible que él, patrón de los viajeros y de los perdidos, guiara a su retoño en la senda que el Destino le hubo preparado.
Mas su rogar fue interrumpido el tambor de los caballos y los gritos de hombres provenientes del bosque que ella cruzó hace unos minutos. De una manera u otra, habían encontrado su rastro, pero ella ya no tenía las fuerzas ni la motivación para huir. La estrella de su vida se había ido y se llevó toda la luz con ella. Aún así, salió del agua y tropezó en la orilla, empapando su largo y ondulado cabello azulino con el salitre tan similar a su llanto. Trotó como pudo alejándose de la cala hasta llegar a lo alto del peñascoso cabo, que se alzaba sobre la bahía en forma de acantilado de unos considerables metros. Un mortuorio frío la invadía y los poderes de la habilidad que toda madre posee para proteger a un hijo parecían desvanecerse a la vez que los dolores de un parto reciente volvían a ella. Cayó genuflexa al borde del precipicio, agotada física y mentalmente.
Tras varios segundos, la mujer de cabellos celestes volvió a alzar la cabeza para otear al horizonte y comprobar que, efectivamente, el Sol comenzaba a asomar. ¿Cuánto tiempo hubo corrido huyendo? Tan cortas se le hicieron las horas que pasó con su pequeña, y tan eterno creció el amor que por siempre perduraría en su corazón, sin atañer los años ni los siglos. El cielo se tornaba ocre y morado en las zonas más cercanas al cuerpo de agua y la Estrella del Cielo se mantenía conexa al gran azul, siempre fiel.
–El fiel compañero del océano está llegando... –murmuró la reina con un hilo de voz. Tan solo el rumor del agua fue capaz de responderle. –Le dije que estaría con ella en el mar.
Aquella poderosa mujer parecía el carey de lo que antaño fue. Dio escasas zancadas y se situó al borde del abismo. Bajo ella, la canción del mar murmuraba serena. Cogió una agitada bocanada de aire y rotó sobre si misma, encarando al bosque. Cerró sus luceros y sonrió, en un gesto que emitió tanta luz que pareció querer rivalizar con el Sol naciente. Aceptó lo que su amado Destino escribió en la última página de su vida y dejó que su querida brisa marina, compañera de sus ya lejanas aventuras, le acariciara sus saladas mejillas y le susurrara en el oído el himno del mar. Y allí fue donde dejó escapar el último suspiro de su corazón.
–Cuando insistir, cuando rendirse... Es algo difícil de entender.
Y se dejó caer.
Ela se hundía en el completo silencio del océano, que tantas cosas tenía que contar. El impacto contra la superficie fue férreo y su maltrecho cuerpo, ya sin ni un atisbo de poder, no perviviría mucho más. Orbes del verde de la mar revuelta de los que la existencia se escapaba divisaron la distorsionada imagen de la entrecana Estrella allá arriba centelleando en el firmamento. La luz argentada que la guiaría hacia aquel lugar para nosotros al que todos debemos ir en algún momento. La paz la estrechó junto a la oscuridad del fondo marino, las pocas lágrimas que le quedaban fluyeron de sus ojos, para hacerse uno con la infinidad del océano que el Sacro Reino de Narel tanto amaba. Se sentía en armonía, deseando poder volver a verlo a él. Además, con certeza intuía que también podría, aunque por unos escasos instantes que ella atesoraría por toda la eternidad, volver a ver la adorada cara de su hija.
La sonrisa más genuina de su existencia se dejó ver en sus labios y sólo el mar y el Lucero del Alba la pudieron presenciar. Sus ojos al fin se cerraron y finalmente la mujer navegó lejos, más allá del horizonte.
En la superficie y oculto tras un peñasco, un actor que no participó en aquella obra presenciaba el acto con semblante imparcial y una ceja arqueada. Por el rabillo de sus rojos ojos examinaba el bosque, a la escucha de cómo el galopar de los caballos se hacía cada vez más audible. El espía abandonó su resguardo y caminó hasta el borde del despeñadero. El céfiro jugueteó con sus mechones dorados a la vez que el astro rey seguía emergiendo desde el oeste.
–Así que esto es lo que ha escrito ese caprichoso Destino, ¿eh? –Pausó su solitaria conversación, como esperando una respuesta que jamás conseguiría. Su túnica grisácea bailaba con la brisa y las joyas que de esta colgaban tintineaban creando una tersa melodía. –Pues que así sea, que las estrellas guíen tu viaje, Reina del Mar. Y el de vuestra hija, pequeña en la inmensidad del océano. Pero cierto es, que las pequeñas cosas pueden realizar los cambios más grandes.
Aquel hombre, de belleza inconmensurable inspiró bajando la cabeza. Cuando volvió a alzar la mirada, oteó a la línea marina y emitió una casi inaudible risa.
–Como tú solías decir...
El mundo sigue girando.
Y a cada giro, se forman las olas grises del mar. Ellas eran las que mecían con el cariño y apego sempiternos de una madre la robusta caja en la que la bebé zarpaba. Desde bancos de pequeños peces hasta manadas de majestuosas yubartas la escoltaban en su transitar por las corrientes, como los acólitos que preceden a su amantísima regidora.
Poco más de un día fue todo lo que le bastó al Océano llevar aquel diminuto navío a puerto. Travesía durante la cual la viajera había dormitado todo el trayecto. Fue una fría mañana de invierno cuando la caja encalló con delicadeza en la orilla de una playa bordeada por una carretera de vetusta piedra. Un puente se alzaba sobre la arena, los moluscos que crecían sobre sus paredes indicaban la altura a la que el agua subía cuando la marea estaba alta.
A los pocos minutos, una mujer encinta y de rizados cabellos castaños que transitaba por la carretera detectó la caja, llamando su atención instantáneamente. Su naturaleza curiosa hizo que no dudara en acercarse al arcón y abrirlo sin ni un atisbo de recelo.
Un suspiro ahogado emanó de su boca. La sorpresa de sus facciones transmutó al momento en el que la pequeña despertó de su sueño, desperezándose con mansedumbre. Una sonrisa desmedida alzó los carnosos mofletes de aquella mujer, haciendo que sus redondeados ojos se entrecerraran con gesto cariñoso.
Con sólo mirarla, supo que aquella niña era su hija ahora.
La divinidad de aquel angelito hizo que la dama tardara en percatarse del colgante argénteo que rodeaba su cuello. Deslizó el pulgar sobre las letras hendidas en la superficie del medallón a la vez que las leía y admiró los ricos ornamentos que lo enmarcaban. Como desenlace, alzó a la bebé entre sus brazos sin dejar de sonreír y le tendió un dedo que agarró con apremio.
–Eres intrépida, Carmen.
