Fuimos herederos de un reino sin tierra, de un pasado oscurecido por las cenizas del tiempo y consumido por el dolor de la perdida.

Fuimos niños criados para la gloria, entre el honor y el desazón de aquellos que nunca fueron capaces de olvidar la desolación ni los gritos de quienes que cayeron defendiendo lo que una vez llamaron hogar.

Dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en los guerreros que ellos quisieran haber sido. Nos transformamos y mudamos de traje, dejando a un lado la sonrosada piel infantil y los sueños que un día nos hicieron reír. Olvidamos vivir nuestras propias vidas y las ofrecimos al servicio de una causa que creíamos mayor que nosotros mismos.

Guardamos solo en nuestros corazones aquello sin lo que sabíamos que no seríamos capaces de triunfar. La esperanza y el orgullo de quienes nos rodeaban se convirtieron en nuestra sombra y sobre sus brazos alzamos nuestro vuelo libertario y nuestros gritos de sed de sangre y venganza.

Niños con poca inocencia y ganas de lucha. Niños sin conocimiento del verdadero dolor de la guerra, cuyas consecuencias solo conocíamos a través de las nanas y los cuentos que nos parecían tan irreales y lejanos.

Caminamos tras las huellas borrosas de aquel a quien honrábamos. Con residuos de juguetes aún en nuestras manos y la madurez quedándonos demasiado grande en nuestros cuerpos infantiles.

Y luchamos. Peleamos como leones, como dignos descendientes de nuestra casa. Fuimos herederos de la gloria y el nombre de nuestros antepasados y por última vez fuimos testigos de las sonrisas y de la llegada de nuestro pueblo a su añorado hogar.

Desde nuestros tronos de piedra vimos el regreso de las aves, el renacer de los campos verdes y las lágrimas cayendo por las mejillas sonrojadas de la mujer que nos había dado la vida. Vimos su orgullo y su dolor al convertirnos en recuerdos y leyendas, reales, inventadas o simplemente exageradas.

Y ponto nos convertimos en el corazón de la montaña, esperando pacientes, cuidando de un pueblo del que éramos parte. Guiando y protegiendo a aquellos que nos nombraban y guardando para nosotros solo la honra de sabernos, aún después de caídos, legítimos herederos de la casa de Dúrin.