SAORI

- ¡Hoy es el día! – exclamó Saori llena de alegría al despertar.

Bajó de la cama suavemente y se deslizó dentro del ligero vestido griego. El sol apenas comenzaba a salir, pero sus rayos ya bañaban la línea entre el cielo y el mar. Era un día espléndido. La luz radiante del Mediterráneo se filtraba a través de la ventana y renovaba sus energías. Aquí, en Grecia, esa luz imbuía a sus habitantes de un carácter alegre y bullicioso.

- Hoy es el día – pensó de nuevo mientras peinaba sus largos cabellos.

Hoy iba a permitirse la licencia de ser ella misma. Una humana más, como las demás. Sin preocupaciones. Iba a salir a navegar, a tratar de acercarse al horizonte, sólo por el placer de sentir el viento salado en su rostro. Por supuesto, debía tomar ciertas precauciones. Salió a la sala de audiencias con su cetro. Allí se encontraba el nuevo Patriarca, el caballero de Tauro, esperándola.

- ¿Todo bien? – preguntó ella con seriedad, temiendo su respuesta mientras pasaba a su lado.

Harbinger asintió y la miró de reojo con una sonrisa socarrona en sus labios. El corazón de la joven saltó de alegría y alivio. No pudo reprimir una sonrisa.

- Gracias, Patriarca – le respondió sin atreverse a mirarle para que no descubriera su secreta felicidad.

- ¡Disfrutad! – le soltó él de manera inesperada con una carcajada.

Ahora fue ella la que asintió y aceleró sus pasos alejándose con premura. Nunca la bajada del Santuario se le había hecho tan larga. Casi saltaba los escalones de dos en dos o de tres en tres. Le parecía una eternidad el tiempo transcurrido hasta que, atravesando los doce templos del zodíaco, la mayoría ahora vacíos, llegó a la Casa de Aries. Allí, Kiki la esperaba. No le dijo nada. El caballero de oro sólo extendió su mano para tomar el cetro. Se lo dio. Ambos se miraron con complicidad y se sonrieron.

- ¡Pasadlo bien! – exclamó el guardián de Aries.

- Gracias – dijo ella bajando los últimos escalones hasta el muelle.

Un pequeño yate la esperaba. Su fiel sirviente Tatsumi le ofreció el brazo para ayudarla a subir cuando, desde el barco, alguien alargó la mano y tomó la suya alzándola sin esfuerzo.

- Gracias, Seiya – respondió al amable gesto del antiguo caballero de Pegaso, nuevo guardián de Sagitario – Te agradezco mucho que me acompañes.

El joven no llevaba la armadura. Para que ella pudiera dejar de lado su rol de líder de los caballeros y diosa de la justicia se requería cierta discreción. Vestido sólo con su ropa informal, lucía más relajado. Sus ojos brillaban como los de ella. Saori no pudo dejar de advertir que su piel estaba bien curtida por el sol.

- No tenéis que dármelas, es mi deber protegeros… - repuso él formalmente.

La felicidad de la joven se empañó. Sólo soy una obligación, pensó con tristeza. Todos están obligados por mi culpa, se dijo bajando los bellos ojos azules.

- Saori… - susurró él alzándole el mentón al notar su preocupación - ¿Qué ocurre?

- Seiya… Yo… - balbuceó.

- No seas tonta. Para mí no eres una carga. ¿Cuántas veces tendré que demostrártelo para que me creas? – se burló con cariño.

Esa sonrisa suya era tan genuina y dulce que no pudo evitar devolverle la mirada con adoración.

- Tienes razón – admitió.

Tatsumi ya se había subido y sentado en la cabina junto con el capitán. El yate se puso en marcha con el suave ruido del motor. La espuma la salpicó levemente al salir del embarcadero. Pronto cogieron velocidad y el Santuario de Atenea comenzó a perderse en la distancia. Ahora tenían una vista más amplia de la isla. Veía la pequeña aldea de Rodhio a los pies de las escalinatas de las 12 Casas de los Caballeros de Oro, los acantilados que la rodeaban, los cultivos de olivos, las vides y el mar, azul e infinito confundiéndose con el cielo, claro y luminoso, brillante, sin una sola nube; y el sol bañándolo todo con su calor.

Seiya se sentó frente a Saori en la proa. No podía dejar de observarla. Se la veía feliz por fin. Sus ojos se agrandaban de emoción cuando las olas chocaban con la embarcación y brillaban con el sol. Sus largos cmabellos ondeaban al viento. Sus manos luchaban contra ellos por tenerlos apartados de la cara. Sus mejillas habían comenzado a enrojecer por el roce del aire. Y su sonrisa… sus labios sonreían ampliamente al devolverle la mirada. ¿Era a él? ¿De verdad le sonreía? Saori era la reencarnación de la diosa Atenea y él, un simple mortal, nunca sería merecedor de su atención, menos aún de su amor. Sin embargo, aunque sabía que no había esperanzas y que eso no le conduciría a ninguna parte, no podía evitar quererla incondicionalmente. Para Seiya, Saori era Saori, la mujer a la que amaba y quería proteger aún a riesgo de su vida. Se preguntaba en qué momento habían comenzado esos sentimientos por ella. La respuesta vino clara a su mente. En una ocasión, siendo adolescentes, la muchacha había confiado su vida en sus manos al borde de un precipicio. La entrega de ella había conmovido a Seiya de tal forma que sus destinos habían quedado unidos desde ese instante. Ese día se juró a sí mismo protegerla y hasta ese momento no había dejado de hacerlo. Pero, en muy pocas ocasiones la había visto tan feliz como ahora, disfrutando como una niña pequeña, ajena a sus obligaciones y lejos de tener que salvar al mundo. ¡Deseaba verla así siempre!

La joven apartó de nuevo un mechón de sus cabellos de la cara y sus ojos se encontraron con los suyos, que la miraban sonrientes. El amor inmenso y brillante que de él emanaba la embargó por completo, derribando las barreras a su paso, doblegando su voluntad, haciendo que se olvidara incluso de quién era. Su cosmos, su energía mística, comenzó a envolverla con un aura de calidez y ternura. Sabía que Seiya no era consciente de lo que hacía, era imposible que se diera cuenta sin la sensibilidad que el poder de Atenea le proporcionaba, pero lejos de advertirle, se dejó arrastrar. Podía sentirle tan cerca como si estuviese susurrándole al oído, aunque algo más de un metro los separaba físicamente. Y esa sensación la embriagaba. ¿Cuándo había comenzado su corazón a morir de amor por él? Lo sabía exactamente. Hacía ya más de trece años habían estado atrapados entre una pared escarpada y un precipicio. Jugándose la vida, él se arrojó con ella en brazos desde lo alto y la protegió del golpe con su cuerpo. Saori aprendió aquel día dos cosas que ignoraba sobre sí misma: una, que le amaba profundamente de forma totalmente desinteresada y sin esperar nada a cambio; y dos, que no dudaría un instante en sacrificar su vida por la suya. Incluso le confesó en voz alta su amor y estuvo a punto de besarle. Suerte que él estaba inconsciente y sólo la escuchó Shaina, que llegó justo a tiempo de impedírselo.

Hoy día debía agradecerle la interrupción. Los dioses jamás lo habrían permitido. Si hubieran llegado a conocer sus sentimientos verdaderos por Seiya habrían intentado matarle o ahora mismo estaría muerto. Cuando ella misma comprendió que no dejarían que una diosa amase a un simple mortal, guardó en lo más profundo de su corazón lo que sentía. Rogó a sus labios que mantuvieran el secreto y se conformó con amarle desde la distancia. Era por eso que Atenea se negaba siemprek a rendirse. Era de ahí de donde obtenía su fuerza. Mientras él no se rindiera y continuara luchando por ella, ella continuaría luchando por él y la humanidad hasta su último hálito de vida.

En ese instante el aura de Seiya la terminó de rodear por completo. Comenzó a sentir cómo sus manos la acariciaban con devoción, sus dedos recorrían sus mejillas con dulzura y sus labios… ¡oh!, ¡sus labios casi podía notarlos sobre los suyos! Saori nunca había experimentado nada igual. Le deseaba con tanta urgencia que se dejó llevar un instante, apenas un segundo, y el aura de ella reaccionó con una oleada de energía que hizo zarandearse la embarcación con sus ondas y que se expandió por el océano. El mar cambió a un tono rosáceo y el dorado cosmos de Atenea envolvió el aire.

Inmediatamente Seiya, no consciente de lo que había suscitado, se puso de pie en alerta. Tatsumi salió de la cabina del capitán alarmado.

- ¿Qué ocurre, mi señora? – preguntó.

Ambos la miraban expectantes. Ella se maldijo a sí misma sonrojándose. ¿Cómo había podido entregarse así a sus emociones? Ya no era una chiquilla. Eso era muy peligroso, si alguien supiera… si los dioses sospecharan…

- No pasa nada – repuso tratando de tranquilizarles. Pero la gravedad de su rostro la desmentía. Estaba inmersa en profundas cavilaciones internas – Todo está bien – trató de sonreír.

Espero no haber llamado la atención sobre nosotros, se dijo con preocupación.

- ¡Qué interesante! – una voz de mujer que no escuchaba desde la época mitológica la sobresaltó - ¡Qué callado te lo tenías, hermana!

Delante de ellos se materializó una joven realmente hermosa, de líneas esculturales, con ondulados cabellos largos que caían sobre sus hombros. Y, sin embargo, a pesar de su belleza, su mirada era fría como el hielo.

- ¡Afrodita! – la nombró Saori poniéndose en pie - ¿Qué haces aquí? ¿A qué has venido?

- ¿Afrodita? – exclamaron a la vez Seiya y Tatsumi sorprendidos.

Atenea asintió. Su cosmos se puso en alerta. En cualquier momento podían ser atacados. La recién llegada dirigió una mirada hacia el mayordomo y el capitán. Con un dedo le dio vueltas a un rizo de sus cabellos y acto seguido surgieron de ella rayos de luz que golpearon a ambos dejándolos inconscientes en la cubierta.

- Lo que tengo que decir no es para sus oídos – explicó encogiéndose de hombros con indiferencia.

Seiya aprovechó la distracción para situarse delante de Saori. Preparado para protegerla con su cuerpo si hiciera falta.

- ¡No te atrevas a atacarla! – amenazó – ¡Me da igual quién seas!

- ¡Qué conmovedor! – se rió la diosa de él y, alargando una mano, lo tomó del cuello y lo levantó un par de pies del suelo mientras lo examinaba con curiosidad.

El caballero intentaba resistirse y defenderse, pero la hermosa joven lo había paralizado y era incapaz de mover un solo dedo.

- Pues no me parece que tenga nada de especial, hermana – siguió diciendo la diosa – Es un gusano, como todos los humanos.

- ¡Suéltale! – exigió Saori conteniéndose – Esto es entre nosotras.

Sus ojos relampaguearon con furia. Su cuerpo se estremeció de ira. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las manos. Y, sin embargo, a pesar del coraje que manifestaba estaba muy asustada. Afrodita se había dado cuenta de lo que ocurría y Atenea sabía que la haría pagar por ello. Nadie como su hermana, la diosa de las Pasiones y Deseos, de los amores prohibidos, para leer los corazones. La reacción de su cosmos había llamado su atención. Había interpretado los signos y leído su mente. Era inútil intentar engañarla. Estaba perdida. Sólo esperaba poder librar a Seiya de su ira.

- Cierto, es entre nosotras – repuso lanzando al joven contra el suelo – Pero no quiero más interrupciones.

Y con otro movimiento de su dedo unos aros de luz dorada encadenaron al caballero por las muñecas, los pies y el cuello. Trató de liberarse y las argollas se ciñeron más sobre su cuerpo, haciéndole gritar de dolor. No podía enfrentarse a una diosa sin su armadura al menos.

- ¡Eres patético, humano! – rió – No sé cómo has conseguido… - se detuvo y lanzó una mirada de soslayo a Atenea.

- ¡No te atrevas! – le prohibió ella, la voz trémula.

- ¡Qué divertido! No puedo creerlo. ¿Será posible? ¿No le has dicho nada?

La protectora de la Tierra no respondió. Su cuerpo se tensó. Sus ojos se agrandaron. Contuvo el aliento.

- ¿Qué ocurre, Saori?, ¿de qué habla?, ¿qué debo saber? – preguntó él confundido.

Ella no se atrevía a mirarle. La carcajada de Afrodita resonó con intensidad en el mar.

- ¡Oh, no te preocupes, querido! ¡Yo te lo diré! – repuso lanzando sus eslabones de luz contra Atenea.

Ésta trató de rechazarlos con su cosmos oponiéndose con valor, pero no lo consiguió. Sin su cetro no tenía nada que hacer. Estaba en clara desventaja. Los anillos luminosos la paralizaron envolviendo todo su cuerpo. ¡Seiya, sálvate!, fue el último pensamiento que pudo enviarle. Te he puesto en peligro.

- Ummm… Haré algo mejor, caballero – continuó la diosa – Te lo mostraré. Te mostraré lo que ella quiere ocultarte.

Y, diciendo esto, apuntó un dedo hacia la frente de la indefensa muchacha. Un destello de luz salió de su interior y una imagen fue formándose en una esfera luminosa. Seiya reconoció el sitio. Era el precipicio del que se arrojaron años atrás. Él estaba inconsciente en el suelo y Saori corría a su lado.

- Éste es el recuerdo de mi hermana extraído de su mente. Obsérvalo bien, porque todo lo que verás aquí fue lo que ocurrió mientras estabas sin sentido.

- No… no hagas eso… no se lo muestres… por favor… - rogó la joven.

No podía creer que después de haber callado tantos años, sus sentimientos iban a ser expuestos de una manera tan indigna. Como diosa estaba preparada para lo que fuera, la batalla más cruenta si era necesaria; pero como humana temblaba ante la perspectiva de ver desvelado su secreto inconfesable ante el hombre al que amaba.

Y mientras ella se sentía desfallecer, el recuerdo continuaba implacable. Seiya, sorprendido, era incapaz de apartar la vista. En la imagen, Saori le limpiaba la sangre de la sien con los dedos. Las lágrimas caían en abundancia por su rostro. ¡Estaba llorando por él! Luego escuchó la voz de la joven decir: "Seiya, si supieras lo importante que eres para mí! ¡No podría vivir sin ti! Me has protegido con tu vida y ahora me toca a mí cuidar de ti." El caballero comenzó a entender el significado de esas palabras lentamente a la vez que resonaban una y otra vez en su cabeza. No podría vivir sin ti. Si supieras lo importante que eres para mí. No podría vivir sin ti. Lo importante que eres…

Entonces, vio en la esfera cómo ella, aún con lágrimas resbalando por sus mejillas, se acercaba a sus labios. Seiya no daba crédito a sus ojos. ¿Saori iba a besarle? En ese instante Shaina aparecía en la imagen llegando.

- Siento interrumpir – decía - Apártate y déjame que acabe con sus sufrimientos. Le daré el golpe de gracia. Harías mejor en salir huyendo ahora que puedes.

- ¡No lo haré! ¡Le protegeré hasta la muerte! – proclamaba la diosa tomando la mano de su caballero aún inconsciente.

Y la esfera luminosa se disipó. ¿Ella estaba dispuesta a morir? ¿Ella le amaba hasta ese punto? Volvió su vista hacia la mujer, que seguía inmovilizada. Había apartado la mirada y bajado la cabeza tratando de ocultar la vergüenza que sentía al verse descubierta.

- ¡Saori, dime que miente! – le pidió angustiado - ¡Dime que es mentira! – le suplicó.

La dama no pudo darle respuesta alguna. Era incapaz de negarle la verdad. Cerró los ojos rehuyendo los suyos.

- ¿No es increíble, Seiya? – le preguntó Afrodita – Todos esos dioses como Poseidón o Hades que querían acabar con la humanidad y vencer a Atenea… ¡Qué idiotas! Si hubieran destruido a un único humano, uno solo, tú, habrían terminado con ella definitivamente. Es de ti de donde saca su fuerza y por ti que continúa luchando hasta el final. ¡Miserable gusano! ¡Has logrado que una diosa ponga sus ojos en ti! ¡Vas a pagar por semejante afrenta! ¡Muere, ahora! – exclamó apuntándole con el dedo.

- ¡Espera! – gritó la muchacha – ¡Perdónale, te lo ruego! Yo pagaré por los dos – anunció con firmeza.

- ¡Saori, no! – masculló él oprimido por los eslabones de luz que le robaban el aliento.

Ambas se quedaron mirándose. Ninguna apartó la vista, evaluándose mutuamente.

- Está bien – concedió Afrodita relajándose – Te reconozco que hacía tiempo que no me divertía tanto. Sabes que los dioses van a castigarte por tu atrevimiento, ¿verdad?

La joven asintió gravemente.

- Y tendrás que acompañarme al Olimpo de todas formas…

Ella afirmó de nuevo.

- Pero si acabas lo que empezaste hace tiempo… si repites tu declaración ante él… y le besas como ibas a hacer, le dejaré vivir un poco más - añadió mirándola de soslayo para observar su reacción.

Su cuerpo se tensó. Cerró los ojos un segundo. Inspiró profundamente.

- ¿Qué ganarías tú con eso? – inquirió con rabia. ¡Si tan sólo pudiera moverme!, pensó.

- ¡Ja, ja, ja! Diversión, querida. Sólo diversión. ¿Aceptas o no? – preguntó apretando los aros que encadenaban al caballero de oro.

Seiya trataba de soportar el dolor. Los eslabones le quemaban la piel. La argolla del cuello le ahogaba. Apenas podía respirar, pero no quería que ella se preocupara por él. Comenzó a toser. La presión en la garganta era inhumana. Iba a perder el conocimiento.

- ¡Está bien! ¡Acepto! – gritó Saori desesperada - ¡Para! ¡Vas a matarle!

Afrodita aflojó las anillas que asfixiaban al joven y liberó a Atenea. Ésta cayó de rodillas exhausta.

- Recuerda no hacer tonterías, hermanita, o le mato – advirtió – Ahora vamos, ¡corre! Ve a su lado y confiésale la verdad. No seas cobarde.

La diosa se tambaleó hasta llegar junto a su caballero. Se sentó en el suelo y le tomó de la mano.

- ¿Estás bien?, ¿estás herido? – le interrogó preocupada.

Él negó con la cabeza. Aún le costaba hablar.

- Saori… yo… No tienes que decir nada…

La dama le puso un dedo en los labios para que guardara silencio y le sonrió con dulzura.

- Perdóname, Seiya. Eres… eres muy importante para mí – declaró apretándole la mano nerviosa – Siento mucho… siento mucho no habértelo dicho antes. No he sido honesta contigo. Tenía miedo de que los dioses intentaran matarte. Sólo quería protegerte. Si algo te pasara, yo…

Él acarició con ternura su mejilla. Sus palabras eran lo más hermoso que había escuchado en la vida. La mujer a la que amaba y no se atrevía a aspirar le correspondía con la misma adoración que él. Deseaba abrazarla y protegerla para siempre entre sus brazos.

- No podría vivir sin ti – concluyó ella con lágrimas en los ojos.

- Vamos, querida, continúa – la animó Afrodita – Lo haces muy bien. Sella tus palabras con un beso.

El cosmos de Atenea le envolvió por completo. Era como una suave y cálida caricia. Como cuando te rozan los primeros rayos de sol después del invierno. El calor penetraba en su piel y despertaba todas las células de su cuerpo desde dentro. Cuando ella comenzó a acercarse a sus labios él los sintió arder como si toda la energía del universo se hubiera concentrado en ellos. Ni en sus sueños se había atrevido a rozarla de forma tan íntima. La diosa apoyó una mano en su pecho con delicadeza.

- Perdóname – le rogó a un centímetro de su boca.

Y, de pronto, una explosión de energía semejante a la que dio origen a la vida proveniente de ella, lo arrasó todo en varias millas a su paso. La luz le cegó. Cuando Seiya pudo abrir los ojos se encontraba solo, en el suelo de su Casa del Zodíaco, libre de las argollas de Afrodita y sin un solo rasguño. Se incorporó de un salto y corrió a la entrada. En el horizonte, mar adentro, aún se veía el rastro del aura dorada de Atenea.

- ¡Nooo! – gritó angustiado - ¡Saoriiii!

Comenzó a llorar amargamente al comprender lo ocurrido. Jugándoselo todo a una carta, con todas las fuerzas de las que disponía, ella le había puesto a salvo.

En el barco, la diosa protectora de la Tierra esbozó una sonrisa de satisfacción. Distinguió un breve resplandor, como una estrella fugaz, sobre la Casa de Sagitario y supo que lo había conseguido. Las protecciones del Santuario no dejarían que Afrodita se acercase, al menos no sola y no sin enfrentarse con los caballeros que lo protegían.

- ¿Estás satisfecha, verdad? Desde la época mitológica te dedicas a arruinar mi diversión todo el tiempo.

No le respondió inmediatamente. Sólo la miró con cierto aire de superioridad. Su mirada brillaba triunfante.

- Te dije que esto era sólo entre nosotras.

- ¡Aguafiestas! – masculló su hermana contrariada – Y ahora, ¡vamos! ¡Acompáñame! Nuestro padre y los demás dioses querrán juzgarte.

Atenea asintió sin apartar la vista del Santuario. Las dos desaparecieron.

...

- ¡Vas a morir, desgraciado! – gritó Harbinger golpeando a Seiya, desprovisto de su armadura, con toda su fuerza en la boca del estómago.

Éste salió disparado contra una de las paredes de piedra. Se golpeó con ella y cayó al suelo malherido. No obstante, intentó levantarse, tambaleándose.

- ¿Cómo has podido dejar que se la llevaran? – dijo el nuevo Patriarca consumido por la ira y la frustración - ¡No mereces ser un caballero, miserable! – le gritó de nuevo al joven, que no había conseguido terminar de ponerse en pie, propinándole una patada en la cara que volvió a arrojarlo por el suelo.

Cuando Tatsumi y el capitán habían regresado en la embarcación sin Atenea, alarmados, se confirmaron sus peores sospechas: Afrodita se la había llevado.

- ¿Cómo puedes presentarte aquí y decir que otra diosa la ha secuestrado? ¡Tú estabas con ella! ¡Tú tenías que protegerla! ¡Era tu obligación! ¡Maldito seas! – chilló de nuevo el caballero de Tauro pisándole la cabeza - ¡Tú deberías haber muerto defendiéndola! ¿Por qué estás aquí sano y salvo, cobarde?

Su voz retumbaba por toda la cámara del Patriarca. Las lágrimas de Seiya comenzaron a brotar. Perdóname, Saori, pensó. Por mi culpa estás de nuevo en peligro. No merezco seguir viviendo.

- ¡Déjale, Harbinger! – rogó Kiki de Aries - ¡Vas a matarle! ¡Basta ya!

Los demás caballeros de oro, Fudo de Virgo e Integra de Géminis, sorprendidos por la actitud agresiva de su compañero, no habían reaccionado aún. Desde que el joven les dijo que Afrodita se había llevado a Atenea, el caballero de Tauro no había cesado de pegarle sin piedad. En la estancia, sólo estaban ellos cinco frente al trono vacío y el cetro apoyado en él. El sonido de los golpes parecía que iba a derrumbar la sala con el estruendo.

- No hay nadie que haya defendido tantas veces la vida de nuestra diosa como Seiya – continuó Kiki tratando de ayudar a su amigo – Permítele que se explique, te lo ruego.

- ¡Déjale que me golpee! Tiene razón – dijo de pronto el caballero malherido tosiendo – No merezco ni siquiera mi armadura. Le he fallado a Atenea.

Era imposible describirles lo impotente e inútil que se sentía por no haberla podido salvar. El dolor infinito por perder a la mujer que amaba tras haber descubierto que le correspondía después de tantos años. ¡Y ni siquiera podía confesarlo! Deseaba que le golpearan hasta dejarle inconsciente. Sólo en la inconsciencia encontraría alivio su sufrimiento.

- ¡Vamos, atácame! – le increpó.

Harbinger volvió a lanzarle un puñetazo; pero su golpe fue detenido por un resplandor dorado, brillante como el del sol, que se interpuso entre ellos. Cuando desapareció, vieron la armadura de Sagitario en forma de centauro alado a punto de disparar su flecha entre los dos caballeros. El puño había sido detenido al golpearla.

- ¡Por todos los dioses! ¿Qué significa esto? – bramó el guardián de Tauro.

No sólo el aura de la armadura resplandecía con fuerza, otra energía la envolvía; una energía muy cálida y brillante de un poder desmesurado.

- Significa que mi hermana Atenea no quiere que vuelvas a tocar uno solo de sus cabellos – dijo de pronto Palas, la diosa del Amor, entrando en la sala.

Acompañando a la dama de dorados cabellos estaban su leal Titán y el antiguo caballero del Dragón, nuevo caballero de Libra.

- He venido porque me preocupé al sentir desaparecer su cosmos. Ya estoy al corriente de lo acaecido – continuó mientras se acercaba con Shiryu a ayudar a Seiya.

Harbinger se quedó estupefacto.

- ¡No puedes estar hablando en serio! Ha fracasado en protegerla. ¿Por qué debería de tener miramientos con él?

- ¡Qué simple eres! - se volvió hacia el caballero de Sagitario - ¿Estás bien?

El joven asintió mientras se ponía en pie con esfuerzo, asistido por su mejor amigo. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, pero fue incapaz de levantar la cabeza. La armadura, que había acudido en su defensa, se colocó a su lado y dejó de brillar una vez desaparecido el peligro inminente.

- Seiya no está aquí por voluntad propia – siguió diciendo la diosa – Si está es porque Atenea decidió salvarle a él antes que a sí misma. ¿Me equivoco?

Palas buscó la mirada del caballero, pero él la rehuyó. Efectivamente tenía razón. Su reacción se lo corroboró.

- Pregúntate tú, más bien, guardián de Tauro, por qué es tan importante este mortal para mi hermana – dijo acercándose a Harbinger - Y cuando llegue a tu dura cabeza la respuesta… Cierra los labios y cállate.

Todos los presentes hicieron mentalmente el mismo ejercicio. Uno a uno abrieron los ojos sorprendidos y comenzaron a mirar a Seiya de otro modo, mezcla de duda y asombro, preguntándose si era posible… Éste apartó la vista incómodo.

- Algunas cosas no se pueden expresar en voz alta – concluyó la diosa sonriéndole dulcemente.

Él le devolvió por primera vez la mirada y ella pudo apreciar todo el dolor de su alma.

- La rescataremos – afirmó segura de sí misma – Yo os ayudaré en lo que pueda, pero cuento con vosotros.

Los presentes asintieron con gran determinación.

...

- ¡Ah! Sabía que te encontraría aquí – afirmó Palas acercándose a Seiya. Titán la siguió a una distancia prudente.

El caballero se hallaba en el templo de Sagitario. Ahora sí vestía su armadura y parecía en alerta. Su vista estaba fija en la línea que separaba el cielo del mar. Ya era de noche y las estrellas se reflejaban en el agua. Así que parecían más numerosas.

- Te has marchado de la reunión y he prometido ponerte al corriente de nuestros planes – continuó ella.

- Gracias por las molestias que te estás tomando – concedió Seiya y sus ojos se fijaron en Titán. Los miró a ambos. Se veían felices juntos. Saori, pensó. Una punzada de dolor le atravesó y su mirada se ensombreció – Hacía guardia por si nos atacaban de nuevo.

La diosa asintió.

- He quedado con vuestro Patriarca en que los caballeros de oro seguiréis protegiendo el Santuario hasta nuevo aviso. Tus compañeros Shiryu, Hyoga y Shun informarán al resto de los caballeros de plata y bronce de lo sucedido y los reunirán aquí para la batalla. Yo iré al Olimpo y os traeré noticias de Atenea.

- ¡Déjame acompañarte! – rogó él con premura.

- Ten paciencia y espérame. Sólo los dioses pueden llegar. Los humanos lo tienen prohibido. Te matarían si pusieras un pie allí. Mi hermana se ha tomado muchas molestias por ti para dejar que te suicides.

Él apretó los puños y los dientes con rabia. Sabía que tenía razón, pero… se sentiría mejor si pudiera hacer algo más.

- Seiya… debo confesarte algo… no sólo sentí desaparecer el cosmos de Atenea. Antes de eso, lo sentí arder como nunca, con una calidez y amor que no había experimentado antes…

Ambos se miraron.

- Lo sé todo – concluyó ella – No pierdas la esperanza. Tú eres su fuerza.

- Palas, ¿qué le pasará? – inquirió él preocupado bajando la vista al suelo.

- Será condenada por ello, pero desconozco el castigo que le impondrán.

El joven se clavó las uñas en las palmas de las manos hasta hacerse sangre, conteniéndose.

- No lo permitas, te lo ruego – le suplicó – Diles que me castiguen a mí en su lugar.

- Seiya – se conmovió la diosa - ¿y crees de verdad que ella va a consentirlo? – añadió negando con la cabeza.

- Confía en mi señora – intervino Titán – Encontrará la manera de traerla de vuelta.

El caballero asintió. La fe del protector de la joven hermana de Atenea era tan admirable que se veía a sí mismo reflejado en él continuamente.

- Tú mantente con vida – le rogó Palas – Y ahora te dejo, tienes visita – terminó señalando al fondo del templo.

Shiryu se acercaba y ambos se marcharon. El antiguo caballero del Dragón se aproximó a su compañero.

- Amigo, ¿cómo te sientes?

- Bueno, Harbinger me ha golpeado otras veces, estoy acostumbrado – le respondió quitando hierro al asunto - ¿Qué tal tu familia?, ¿Shunrey?, ¿tu hijo?

- Muy bien, gracias – hizo una pausa y le miró a los ojos - ¿Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Puedes contarme lo que necesites.

Seiya asintió.

- Gracias. Estoy bien – repuso tratando de convencerle y después le dio la espalda.

- Ok. Me alegro – dijo el guardián de la armadura de Libra.

Le puso una mano en el hombro y comenzó a marcharse.

- ¡Espera, Shiryu! – le detuvo - ¿Tú sabías que ella… ella… bueno… - suspiró – No soy capaz ni de decirlo en voz alta – negó con la cabeza resignado – Me parece increíble que ella… me ame – dijo al fin.

Su amigo se volvió.

- Sí, lo sabía. Era obvio.

Seiya lo miró sorprendido.

- ¿Y por qué no me lo dijiste?

- Porque no me correspondía a mí hacerlo. Lo siento – se sinceró con él – Desde que la salvaste de Jamian hace años, cambió su actitud hacia ti. De hecho, ambos cambiasteis. Nunca me dijiste qué ocurrió exactamente en aquel precipicio.

- Ya veo, soy un tonto – se lamentó.

- ¿Por qué no le confesaste tú que la amabas?

- ¿Cómo?

- Vamos, Seiya. ¿Serás capaz de negarlo?

- Tienes razón – admitió afectado – Pero nunca me atreví a aspirar a tanto, Shiryu. Ella es la diosa Atenea y yo… un humano sencillo con sentimientos que me desbordan. Me lo recuerdo continuamente, pero al final para mí es sólo la mujer que amo. Así que soy feliz con protegerla. Sin embargo, ahora… soy yo quien la ha puesto en peligro y no puedo ayudarla desde aquí.

Seiya apretó los puños con rabia y frustración.

- Explícate – rogó el antiguo caballero del Dragón.

- Afrodita, no sé cómo, descubrió los verdaderos sentimientos de Saori por mí. Según ella, para vencer a Atenea no hace falta destruir a la humanidad, es suficiente con acabar conmigo – explicó incrédulo.

- Si eres la persona más importante para ella, perderte la destrozaría, sí.

- Le advirtió que los dioses la castigarían e intentó matarme por haber osado poner mis ojos en su hermana. Saori le rogó que me perdonara la vida y se ofreció a recibir el castigo por los dos. Afrodita entonces trató de humillarla.

Seiya cerró los ojos un instante y apretó los dientes al recordarlo.

- La obligó a confesarme su amor con la promesa de liberarme – dijo masticando con amargura cada palabra – Pero fue la misma Atenea quien me puso a salvo en la Casa de Sagitario aprovechando un descuido de ella.

- No debía de fiarse mucho de sus promesas – concluyó Shiryu - ¿Y te dijo ella la razón por la que ha callado tantos años?

El caballero de Sagitario afirmó con la cabeza.

- Tenía miedo de lo que los dioses pudieran hacerme si lo descubrían.

- Está claro entonces que no le importa que seas un simple mortal. Aunque eso tú ya lo sabías también, ¿verdad?

Seiya asintió nuevamente con pesar.

- Aun así no es posible. Atenea debe querer a todos sus caballeros por igual, como nos dijo Mu hace años. No tengo derecho a aspirar a más. Debo conformarme con estar a su lado – concluyó abatido.

Shiryu soltó una sonora carcajada.

- Perdóname, Seiya. Pero te conozco. Tú no te has resignado un solo momento. Antes bien, contra todo pronóstico has librado batallas imposibles y tu amor por ella ha ido creciendo a la vez. No sólo no has perdido las esperanzas, sino que cada día han ido aumentando. Eres capaz de enfrentarte a todos los dioses del Olimpo para que os dejen estar juntos. Y, respecto a lo que nos dijo Mu, Saori te ama a ti. Todos lo sabemos y nos alegraríamos por vosotros.

- Gracias… Shiryu – respondió asombrado.

- No tienes por qué darlas, tú harías lo mismo por mí. Y ahora, alegra esa cara. Cuando Palas regrese comenzará la auténtica batalla. Aunque… - se detuvo el guardián de Libra pensativo – De algo sí que tienes que preocuparte.

- ¿De qué?

- Cuando Koga sepa lo ocurrido va a matarte – bromeó divertido.

El caballero de Sagitario suspiró resignado.

- Sí – admitió – Va a hacerlo.