Prólogo

—Es increíble—susurró Linmewen, por catorceava vez, según la cuenta de su hermano.

—Linmewen—suspiró Legolas—, deja de decir esas mismas palabras todo el rato.

Ella giró su cabeza de marrones cabellos, contrariada, para mirar a Legolas.

—¿Qué puedo decir, si no?—cuestionó, mientras con la pierna daba orden a su yegua marrón de trotar un poco más rápido.

Legolas calló. Si bien era cierto que las palabras de Linmewen le cansaban, él sabía que tenía razón: era increíble. Linmewen había preguntado muchas veces la opinión de Legolas respecto a lo ocurrido con la criatura que, hasta hace poco, había estado bajo su cautiverio. De hecho, él ya se lo había preguntado a sí mismo antes: ¿cómo tal ser podía haberse escapado de ellos, de los elfos? Habían subestimado lo que era capaz de hacer, sin duda.

No lo sé—pronunció en élfico, casi en un susurro.

Linmewen esbozó una pequeña sonrisa por su victoria sobre su hermano mayor. Pronto, dejo de pensar en estos asuntos tan infantiles y se centró en recordar lo que había sucedido...

—¡Linmewen, van a entrar!— le gritó Tauriel, preparándo dos flechas en su alto arco, algo más que el de ella, y apuntando hacia la puerta, sujeta por dos guardias elfos.

Linmewen se giró deprisa y se posicionó al lado de su amiga, preparando a su vez una flecha. Tenía respiración agitada y le costaba concentrarse. Sus cabellos castaños estaban sucios y le invadían el campo de visión. Arrugó los ojos, castaños también y apretó los dientes. Iban a entrar. Un golpe seco derribó de una vez la puerta, dejando inconscientes a ambos guardias y Tauriel y ella soltaron a la vez sus flechas.

Linmewen alcanzó otra flecha de su carcaj y la clavó con fuerza en el ojo de un orco que se le acercaba. Comprobó el éxito de las flechas, Tauriel acertó ambas, pero la suya había fallado. Maldijo en voz baja y sacó su espada élfica de la vaina. Eran, a lo sumo quince orcos.

Pronto, se puso a arremeter contra todo orco que se acercase a Tauriel, despejándole el campo de tiro. Entonces le pareció ver, entre las criaturas oscuras, ha otra que salía por la puerta corriendo, arrastrándose por el suelo. Linmewen no pudo confirmar lo que vio, pues sintió un golpe en la cabeza y se desmayó.

Ahora se sentía culpable de no haber detenido la huida de la criatura Gollum, ni haber podido seguir ayudando a Tauriel contra los orcos que entraron en las cárceles.

—No fue por tu culpa—le dijo Legolas, sacándola de su ensimismamiento y adivinando sus pensamientos.

Linmewen miró hacia otra parte y suspiró.

—Ojalá en mi corazón sintiera lo que dices, hermano.