Brillo escarlata
Por: Tiff
Nunca pensé que la soledad a la que tanto estaba acostumbrado al principio, y por la que tanto anhelaba en aquellos ratos en los que urgía la reflexión y la comprensión de muchas cosas, llegaría a mi vida nuevamente de manera tan perturbadora. Lo desee como nada en un momento lejano, y cuando por fin lo obtuve, el arrepentimiento y la desazón se apoderaron de mis pensamientos. La soledad y el silencio ya no le eran reconfortantes a mis sentidos y, en lugar de relajar la tensión que se apoderaba de mí de vez en cuando, lograban aumentarla de manera desmedida. Es en estos momentos cuando comprendo la valía enorme del acompañamiento de una persona, para no sumirme en la amargura y ahogarme en los viejos recuerdos.
Es por eso que, aquí sentado como estoy en un hermoso pórtico en una bonita y discreta casa de uno de los condados del oeste de Sussex, un lugar que ni siquiera aparece en el mapa, sin más que hacer que observar los andares de los pueblerinos, la simple idea de la compañía se me antoja raramente irresistible.
He pasado aquí ya casi cinco largos años. En este lugar tranquilo, he observado el crecer de los niños y las nuevas conquistas de los jóvenes apenas entrados en la adolescencia; he escuchado los chismes de las lavanderas al colgar la ropa a la brisa matutina y los escándalos que arman los hombres borrachos y sus esposas después de una larga noche de copas y excesos… es asombroso como en un lugar tan pequeño, tan remoto, con una población tan reducida, se pueden suscitar tantas y tantas historias diferentes.
Con ellas me he entretenido en estos últimos meses. Después de leer afanosamente toda la biblioteca que pude conseguir en las pequeñas tiendas del pueblo, y todos los libros que pude traer de Japón, sólo me quedó sentarme en este sitio a tratar de conseguir alguna nueva información. Y es que el aburrimiento te lleva a perfeccionar ciertos hábitos que en un principio desconocías. El mío, fue entrometer mis oídos en conversaciones que no me incumbían en lo mas mínimo. Desde mi lugar privilegiado en el pórtico de mi nuevo hogar, podía escuchar perfectamente a la servidumbre de una de las casas aledañas, que nunca me decepcionó a la hora de las hablillas. Temas que ruborizarían al hombre más libidinoso se hablaban sin penas ni reservas, en medio de un tormento de risas y cuchicheos.
Sé bien que no es un pasatiempo sano y mucho menos honroso. Y sé también que el consejo de moral del pueblo, no dudaría en echarme vivo al fuego sabiendo yo todo lo que sé sobre cada una de las personas del condado. Podría ya haber aumentado mi fortuna al doble si me dedicara al chantaje con cada uno de ellos, pero también sé que mi vida no hubiera durado más que unos cuantos meses. Estoy bien en este pueblo, y mientras las personas no me den motivos de divulgar mi repertorio de sus actividades, mi boca permanece cerrada y sin comentario.
¿Qué más se podría esperar de alguien como yo, acostumbrado a la adrenalina, al peligro, a la muerte? No podía pasar a ser sólo un ermitaño sin adquirir al menos una mala costumbre. Y creo que los habitantes de mi nuevo pueblo deberían de estar agradecidos en lugar de sumarme a sus cotilleos, criticando mi aislamiento… deberían agradecer que los días de la devoción a mi antigua profesión han pasado, sin dejar más que un leve cosquilleo en las manos de vez en cuando al oler ese característico toque metálico de la sangre, una mirada a la que pocos se enfrentan, y una voz chillona dentro de mi cabeza a la que ya me he habituado, y con quien suelo conversar en ciertas ocasiones. Aquí se acostumbra todavía a linchar a los ladrones de gallinas cuando son descubiertos in fraganti… no quiero ni pensar en lo que le harían a una persona con mi historial.
Por ello he llevado una vida tranquila. Lejos de aquellos tiempos en los que me acompañaba a todos lados ese maleable hilo plateado disimulado en un encendedor, y esa arma siempre reluciente escondida en la cintura. Las únicas cosas que han permanecido a mi lado, son una vieja gabardina negra que uso de vez en cuando en tardes melancólicas y, sin quererlo, una extraña mirada que ha quedado grabada en mi rostro, una que no he podido borrar. Al mirarme al espejo todas las mañanas me topo con esos ojos que no logro dejar atrás. Los reconozco a la perfección, solían ir conmigo al trabajo que acostumbraba realizar. Es una mirada fría, sin nada, vacía de cualquier sentimiento. Una mirada que confunde el índigo y el escarlata en un solo color, en donde no cabe nada más que un ansia asesina por sangre. Y aquí, en un lugar tan pequeño y de pocas y conocidas caras, causarían una impresión notable. Es por eso que los he ocultado desde siempre detrás de unas gafas de cristal azul, despertando todos los días con la absurda esperanza de que, por arte de magia, desaparezca ese brillo fantasmal y quede así sepultada esta sed insaciable. Una sed que a veces es desesperante. Que me lleva a la locura…confesaré que intenté arrancar esa mirada una vez. Una noche en donde no cabía nada más que la melancolía y la desesperanza. Con las manos como armas, y el dolor apaciguante y antaño conocido como anestesia… Pero me detuve después de ver correr la sangre, me di cuenta de que así no desaparecería la sed.
Desde entonces, he intentado disfrazarla en otros hábitos. Se ha mitigado a lo largo de los años, al menos ya es soportable. Sin embargo, a pesar de todos los intentos y la fe, estos ojos permanecen en su lugar esperando, como bestias enjauladas, al momento en que puedan nuevamente sentir la emoción y la adrenalina, traídas por el olor y el color de ese líquido vital.
Esa gabardina, y estos ojos, son los que me recuerdan aquellos días. Y no hablo solamente de aquellos en los que desempeñaba con ingenio, astucia y perfección mi exhaustivo trabajo, sino también esos en los que no faltaba la compañía de personas queridas en momentos como este…
No me gusta mucho recordar a esos seres. Ya no. Al principio, vivía plagado de recuerdos de ellos, pero, cuando comprendí que el pasado es sólo un criminal perseguidor que no encuentra saciedad, me dispuse a tratar de olvidar, talvez como castigo a todos mis crímenes.
Y, gracias a este afán, ahora raras veces recuerdo aquellos rostros tan conocidos en el pasado. Ya no regresan a mi tan nítidamente como al principio, ya se esconden detrás de velos oscuros y, para mi pesar, se van sumando lentamente a esas sombras que me atormentan en mis pesadillas. Mis amigos, mis compañeros… incluso los hombres que me traicionaron, después de permanecer por largo tiempo claros en mi memoria, se fueron borrando paulatinamente, revolviéndose con nuevos rostros que seguramente olvidaré también con el tiempo.
Todos… Todos los rostros… menos el que me causa mayor pesar: El rostro de ella.
Sin duda ese es mi castigo mayor, no poderla olvidar. No poderla olvidar en ningún momento y sumarla a mis sueños y a mis fantasías en los pocos ratos que puedo descansar. Ahí. Siempre. Ella y nada más.
Pero no basta con ver su rostro en mis sueños y en mis recuerdos… no. También recuerdo a la perfección cada hábito que solía mostrar. Con eso sé que mi enfermedad ha avanzado. Cuando la veo nítidamente entrar en las mañanas a preparar el desayuno en la cocina, tarareando una hermosa canción; o cuando se perfuma frente al espejo del baño con esa agradable esencia a fressia, y logro captar su fresco aroma floral… No cabe duda que mis alucinaciones han empeorado. Ahora siento como sus dedos rozan mi cabello en la madrugada, al estar sumido en una pesadilla, y como gracias a ese discreto toque cesan los malos sueños. La veo aquí y allá, haciendo las compras, leyendo libros, tomando el té… y cuando vuelvo a mirar, es sustituida por otro rostro desconocido que no se atreve a sostenerme la mirada.
La amo. Ahora puedo decirlo con naturalidad, pero con ese mismo significado de aquella primera vez. La amo con sus defectos en la cocina, con sus manías por la costura o con aquel leve sentido perfeccionista a la hora de decorar el hogar… La amo con aquella mirada triste y llena de lagrimas; aquella llena de alegría, cuando sus ojos cantaban con cada nuevo resplandor; incluso sigo amando aquellos ojos escarlatas que le vi una vez, con esa temible sed de sangre que apareció ahí por simple instinto animal…
¡Cuantas cosas daría por dejar de extrañar, y tener la visión de esos ojos y ese rostro que ahora me enloquecen y plagan mis recuerdos! Lo daría todo por estar de nuevo a su lado un solo día, sólo para saber que ésta larga espera no ha sido en vano.
Pero ahora me he resignado. Me he hecho a la idea de que mi destino es estar apartado de ella toda mi vida, y de que, aún cuando mi rostro sea olvidado, y me pueda pasear por las calles de Japón sin temor a ser reconocido, jamás podré acercarme de nuevo.
¿Por qué? Por la vergüenza que me causaría verle a los ojos otra vez después de todo lo que le hice pasar el tiempo que el destino nos unió, y por todo lo que ha pasado desde que nos ha separado. Sé que me ha perdonado todas aquellas atrocidades que cometí en el pasado, pero sé que el haberme ido de su vida de esa manera, es una herida que no ha podido sanar del todo. Estoy seguro que por largo tiempo, estuvo esperando verme llegar por la puerta, para decirle con certeza que todo estaba bien… pero sé también que después de unos años se cansó de sentarse a la mesa con la cena servida, esperando con el corazón en la mano y la sonrisa en el rostro. La comprendo. Por más que intentes conservar el recuerdo de una persona muerta, ésta se va esfumando poco a poco, y su pérdida se va haciendo más y más soportable, hasta que llega el momento de la completa resignación y la continuidad de la vida. Seguramente ella ha olvidado lo nuestro y ha comenzado otra vez. Seguramente ahora tiene a una persona que la ama, y talvez hasta tenga planes para casarse, si es que no lo ha hecho aún. Ha de tener una hermosa casa decorada a su gusto en una lujosa zona residencial, de donde sale todas las mañanas a trabajar, con un imponente traje de ejecutiva que se le ciñe a la cintura y un pequeño portafolios caro que hace juego con su cabello. Se ha de subir a un auto deportivo, y ha de esperar en los altos pacientemente, retocándose los labios. Seguro ha dejado de cocinar, ya no debe tener tiempo para eso, con todos los ajetreos que le da ser la presidenta de su compañía. Seguramente regresará a casa cansada y se quitará los zapatos y andará descalza por el suelo tibio, disfrutando la deliciosa sensación que eso le trae a su piel, y la recibirá un gracioso cachorro juguetón y su afortunado esposo… ¿y porque no? Talvez también un pequeño niño regordete que le alzará los brazos emocionado, esperando el suave y cálido abrazo maternal que le hizo falta el día entero. Sus ojos ya no mostrarán esa inocencia y su rostro ya no cargará siempre esa sonrisa bondadosa después de todo lo que ha pasado, pero esas cualidades seguirán estando ahí, sepultadas, o tal vez sólo ocultas detrás de esa mascara perfecta de maquillaje y poder…
¿Será feliz? ¿Reirá las noches de navidad y las lluviosas tardes de otoño? ¿Mantendrá aún la esperanza y ese pedazo de fe que un día le transmití? Mi ego y mi corazón quieren decirme que sí, que aún me recuerda de alguna pequeña manera, pero mi cabeza es más razonable y apunta al otro sentido. Y creo que ahora he optado por llevar el camino de la razón.
La idea de regresar se ha borrado completamente de mi cabeza. Ya no es algo con lo que sueñe ni es lo que mantiene viva mi esperanza, ya no. Pensaba regresar algún día para reencontrarme con ella, y por eso compre esta bonita casa al lado del lago como se lo prometí, y conseguí un bonito piano de cola que está reluciente en el salón principal, pero, después de pensarlo millones de veces, decidí que lo mejor para los dos era permanecer separados. Ella está rehaciendo su vida con mucho esfuerzo, y sería egoísta de mi parte llegar de repente a cambiar todo lo que ha logrado; y por otro lado, sería muy duro para mí el intentar llegar a su lado, para descubrir a una mujer feliz al lado de otra persona que, al observarme no mostrara ningún rastro de remembranza. Eso significaría el derrumbe total de mi aparato psíquico ya medio resquebrajado, y mantenido sólo por recuerdos y fuerza de voluntad. Eso significaría necesitar esta vez de manera ineludible una membresía permanente en un hospital mental.
Por ello he dejado de intentarlo. He dejado de buscar, en el periódico que hago traer desde Londres, mi rostro o alguna noticia que acaso llegara a recordar mi nombre. He dejado por la paz la búsqueda infructuosa en aquellas páginas de sociales, esperando encontrar el anuncio de la venidera boda de mi ángel… era un esfuerzo vano desde el inicio de todas formas. Seguro se cambió el apellido después de todo lo que pasó con nosotros, para no levantar sospechas de una heredera de los Daidouji y para volver a empezar, sin que ninguno de los de su vida pasada intentara encontrarla. O talvez ya se ha casado, y ha cambiado su apellido por el de su flamante esposo… ¿Cómo lograría encontrar su nombre en el periódico, teniendo la certeza de que es ella y nadie más?
Leí alguna vez, en algún libro al que no puedo citar, un texto que hablaba del amor de verdad, que recitaba con serena gracilidad: "Sólo se ama una vez". Y, aunque ni yo mismo pueda creerlo después de toda una vida como la mía, he descubierto que es la verdad. No he sentido jamás nada igual por ninguna otra mujer.
En todos los años que he permanecido en mi aislamiento voluntario, he tenido una que otra aventura con alguna pueblerina de algún condado lejano, para aliviar la soledad que me carcome día con día; y todas esas veces, no he logrado más que un momento de placer (que seguramente me la recordara a ella y nada mas) y después la misma soledad inmensa e intensificada por el abrazo vacío entre las sabanas tibias. Si he de ser sincero, podría admitir que también he buscado compañía por venganza. Por vengarme de ella. En mi loca y atormentadora mente me la he imaginado miles de veces regalando su esencia a su nuevo romance. He imaginado su cuerpo sudoroso y su boca entreabierta temblando de deseo, cubierto por un hombre completamente desconocido, que disfruta, que saborea, y que queda impregnado por su olor. Son celos por ese hombre sin rostro, por los que paso algunas noches con otra mujer. Son celos infundados lo sé. Supongo que mi paranoia se ha intensificado en ese sentido. Sé que no tengo ninguna razón más que mi tonta imaginación. Además, ella nunca fue mía completamente. Probé, como una caricia del Edén, el dulce sabor de sus labios más de una vez… pero nada más. La gloria hubiera sido tenerla por completo. Una sola vez aunque sea, para inmortalizar ese momento y saber, en mi locura delirante, que sería mía por siempre a partir de ese instante mágico, sin importar cuantos cuerpos más pasaran por el mismo camino después de mí.
El recuerdo, el deseo, la necesidad, la tristeza, el dolor y todos los sentimientos provocados aún por ella después de tanto tiempo, me hacen pensar que la amo de verdad. Y si no es amor, espero no llegar a enamorarme de verdad jamás, porque un pesar más grande que este no se podría soportar, simplemente acabaría con todo.
…
Pero miren esto. Viene por el camino principal, a sólo unos cuantos metros de mí, la persona que ha pasado conmigo algunas tardes, haciéndole compañía a la soledad. A una soledad compartida. Es con la única persona con la que he podido establecer una amistad más allá del simple cotilleo y la charla común del clima.
-Shaoran Tsukishiro. No esperaba verte sentado en el pórtico de tu casa viendo las idas y venidas, sino conquistando damiselas desesperadas en algún antro de mala muerte.- como yo lo alcanzo a ver, sentado desde este sitio, no parece un joven de mas de veinticinco años. Es alto, rubio y de unos ojos oscuros profundos y sagaces, cualidad que se le atribuye inmediatamente después de pronunciar uno de sus bien aplicados sarcasmos. Se le nota joven y, sin embargo, con el paso de algunos años en su compañía y con un ojo observador, se le notan también esas leves arrugas en las comisuras de los ojos, demasiado adelantadas a su edad, siempre que ríe.
No es de este lugar. Se ve desde su forma de caminar. Y nadie sabe de donde es. Llegó al condado una soleada tarde de otoño, mientras las hojas caían formando una singular danza de flamas. Fue acogido por los pueblerinos, y pronto consiguió trabajo y un hogar, en una casa a las orillas del lago, al mando de un matrimonio viejo y rico sin hijos. Él pasó a formar parte de su familia, y paulatinamente, y cuando los viejos murieron, en su único heredero. Ahora es propietario de una respetable fábrica de calzado, que provee al pueblo de todo lo que necesita. Nadie compra del exterior, y por ello él no necesita, ni desea, exportar. Es acaudalado de todos modos. Se pasa las mañanas en su pequeño despacho en el piso más alto de su negocio, revisando cuentas, pedidos e inventarios y no sale hasta entrada la tarde cuando toma su caminata habitual por el camino principal.
Todo esto lo he sabido a través de años de amistad. Él no era una persona comunicativa al inicio de nuestra relación, y sólo su inigualable sentido de la cortesía, le hacía saludar con una leve inclinación de cabeza a todo el que se cruzara en su camino.
Cuando yo llegué al pueblo, y me instale en mi pequeña residencia, montones de vecinos llegaron a ofrecer pasteles y tartas que yo acepté por la nostalgia de una cena hecha en casa. Excepto él. Tan importante como era, y con todas sus ocupaciones, tardó mucho tiempo en darse cuenta del nuevo inquilino del lugar. Aunque no era que yo le atribuyera mucha importancia al hecho, ya que, después de atender a todos los vecinos con tazas de té, y de ser atiborrado con discretas preguntas sobre mi pasado, lo que más necesitaba era descansar y pasar un tiempo conmigo mismo.
Después de algunos meses y cuando por fin, en una de sus caminatas se topó conmigo en el pórtico, de esta casa que él creía aún estaba en venta, se sorprendió mucho y, sin más, se acercó a iniciar una conversación frívola de mi llegada por mera cortesía. Y, por mi falta de compañía ya hacía algunos meses, me sentí complacido con la novedad. Nuestra conversación duró hasta que llegó el anochecer, sentados en las escaleras viejas de mi recién adquirido hogar.
Desde ese día, él frecuentó esta morada de manera regular. Pasaba por aquí cada vez que su caminata le conducía por este sendero, y juntos tomábamos el té y charlábamos hasta que la noche se hacía fría e insoportable. Nos hacíamos compañía en nuestra soledad, y en cada conversación, se hacía evidente nuestra falta de vinculación con alguien más. Con el tiempo, y como lo temía desde el principio de nuestra amistad, empezaron a surgir preguntas cuyas respuestas quedaban en el aire deliberadamente. Preguntas de nuestro pasado que nos hacían voltear la vista a un tiempo remoto que ninguno quería recordar. Hasta que un día, como por un acuerdo mutuo, dejamos de preguntar, y cada quien se formó hipótesis que nunca fueron confirmadas. Así estamos bien, sin tener que dar explicaciones a algo que no tendría caso revelar. Talvez nos asustaríamos mutuamente si acaso un día descubriéramos la verdad, o talvez ese misterio que desprendemos y por el que estamos en compañía, desaparecería y nuestros caminos se partirían nuevamente.
En mi imaginación, que talvez intenta crear a algún compañero interesante como los que antes solía tener, mi amigo rubio es un ser como yo. No de tal naturaleza, pero que talvez se inclina por el mismo sendero. En sus enormes ojos, que ya he aprendido a leer, he visto esa falta de inocencia que poseen aquellos que no han hecho daño jamás. He visto como mira de repente aquellas armas antiguas colgadas en la pared de mi estudio, y como surge un brillo involuntario escarlata de ellos. Un brillo asesino que aún no descubre. Estoy seguro que no ha matado por placer, pero sé que conoce a la perfección el color y olor de la sangre. Sé que aún no es como yo, pero en sus ojos se nota una leve chispa de deseo involuntario por repetir aquel acto del que tanto huye. Jamás le he hablado de mis sospechas, sé que nuestra amistad terminaría de inmediato. Y en parte, esta falta de curiosidad por su antigua vida es una recompensa. Estoy completamente seguro que ha visto los ojos que tengo, y sé que se ha sorprendido al descubrirlos. Los ha visto en alguna otra parte, y sabe perfectamente su significado. Pero no ha huido de mí. Así como aquel ángel que algún día tuve, él no se ha alejado a pesar de todas las sospechas que guarda y que le asaltan a menudo. Y tampoco ha preguntado nada, cosa que le agradezco desde lo más profundo de mí ser.
El rubio se ha venido a sentar a mi lado, e inicia una sarta de sarcasmos muy bien aplicados. De alguna manera me recuerda a una persona, a un amigo de hace tiempo de quien tomé prestado el nombre… pero ahora su conversación se pierde en el viento y en mis oídos, y no puedo evitar el sonreír…
…
He visto a unos pajarillos revoloteando en el estanque, a pocos pasos de mi pórtico. El agua les alivia el calor y la incertidumbre del nuevo día, su preocupación por alimento y el venidero viaje se sumergen bajo la superficie cristalina dejando detrás de ellas sólo unas cuantas gotas de rocío… Talvez, algún día, encuentre también ese alivio que tanto me hace falta…
Continuará…
