CUERPO DE MUJER, BLANCAS COLINAS: SEVMIONE
Advertencia: Esta historia ficcional no es apta para menores de edad, suponiendo que la sociedad considera que éstos no tienen nada que ver con el sexo y que éste aparece mágicamente en sus vidas recién cuando cruzan la barrera de edad. Frente a lo que la sociedad les diga, yo les propongo una historia de amor. Sí, tiene lemon, rating mature y todo lo que quieran, pero es porque estas cosas pasan en la vida real en un amor real. Yo no propongo un amor perfecto, ni amantes perfectos ni sexo de ensueño; propongo un amor basado en la atracción química y la afinidad intelectual, una relación que debe construir su intimidad emocional a diario y en permanente impulso.
CAUTION! Poetry
May be Hazardous (1) to Your
Health
(1) Can Seriosly Damage (it
was determined so later than
the statement quoted supra )
Como los versos de Rodrigo Lira en Ars poetique, deux (arriba), confieso que la poesía es peligrosa y de ella está plagada esta historia. Disfruta con responsabilidad. Producto para mayores de edad.
DISCLAIMER: Yo no poseo los derechos de autor como sí lo hace J. K. Rowling y mis poetas amados que son Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn y Óscar Hahn. Tampoco poseo derechos sobre la imagen de la portada, la cual realizó especialmente para mí mi amiga KIDDOREC kiddorec/. Sin embargo, la trama y la fábula y hasta el más mínimo adjetivo empleado me pertenecen, no lo duden.
Disfruten su Sevmione con tranquilidad y háganme saber si les gusta.
Mrs. Helen Lansberry
Capítulo 1
Poema 1
Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba en su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
la fatiga sigue, y el dolor infinito.1
Severus releía los versos vehementemente una y otra vez. Sentía que su deseo maldito se arremolinaba dentro de él, subía y bajaba a ramalazos, inundándolo, torturándolo con su urgencia y su imposibilidad, pero negándose a desprenderse de él debido a tantos años de acompañarle. Era aficionado a los poemas de amor y no le avergonzaba admitírselo a sí mismo; una cosa era el goce estético que le provocaban las pasiones y desamores de tantos poetas a lo largo de la historia, y otra muy diferente los sentimentalismos y cursilerías que demostraban en el día a día las personas que le rodeaban en el castillo. Él prefería mantener un rostro impasible habitualmente, más adecuado a sus inquietudes intelectuales omnipresentes y a su profesión de espía. La gente que se dejaba llevar por sus emociones con gran alboroto le daba náuseas, por ejemplo, Potter.
La mención del nombre le hizo sentir sabor a bilis en la garganta, con los recuerdos patéticos de su juventud amenazando con cernirse sobre él y ahogarlo; para evitarlo, releyó con fruición los versos ardientes y melancólicos de Neruda, fantaseando con poseer un cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos…
La puerta de su despacho resonó brevemente; pensando en los ensayos que le había solicitado Filius ordenó abrirla con desgano, sin querer abandonar su estado de ánimo sombrío y pasional. La persona que llamaba no debía estar acostumbrada a visitarle, pues vaciló en abrir la puerta e incluso no lo hizo completamente, casi colándose de manera furtiva y provocando que uno de los afilados ganchos del perchero de la entrada se le enganchara en la falda y rasgara sus medias en gran medida.
Severus detuvo la línea de sus pensamientos un momento; la gruesa pantimedia oscura ocultaba una magnífica piel lechosa, nívea, que abrazaba unos muslos llenos que sólo se estrechaban en las rodillas y daban la impresión errónea de unas piernas delgadas y sin gracia. Ávidamente recorrió esas piernas deliciosas trepando por la cicatriz de la media desde las finas pantorrillas hasta los generosos muslos de mármol, e incluso podía adivinar lo que la falda enganchada en el perchero había revelado brevemente. Tragó saliva audiblemente, descolocado, subiendo por las caderas proporcionadas, la cintura acusada y el busto que el uniforme pujaba por encubrir, pasando por un cuello de marfil que desembocaba en el rostro muy ruborizado de Hermione Granger.
Cumpliría diecisiete años en apenas unos pocos meses, pero Hermione se sentía un alma vieja, alguien que sólo encontraba satisfacción entre las voces muertes de los autores de sus libros preferidos, y que era incapaz de entusiasmarse por la insulsa conversación que había sido habitual desde su primer año en el castillo, apenas pudiendo perdonar los temas de interés de sus amigos Harry y Ron.
Ron. Aquel nombre le hizo saber amarga la boca, y calientes lágrimas involuntarias se hicieron presentes en sus ojos cansados y le hicieron sentir desprecio por sí misma. ¿Cómo era posible que se hubiese enamorado de aquel idiota insensible? Algunos poetas hablaban de que el amor era caprichoso e ilógico, pero ella era perfectamente consciente de que su afecto estaba condenado a estrellarse contra la inmadurez y grosería de su compañero de clases. Y todo esto sólo le traería sufrimiento, como ya había experimentado por desgracia.
Ella quería soñar con un hombre determinado y tenaz que bajase al infierno tras su recuerdo como Orfeo; alguien que lo atravesara con furia para purificarse en el purgatorio y alcanzarla en el paraíso como Dante; un hombre que no osara profanar su nombre ni aunque jamás la volviera a ver como el hidalgo de la Mancha; un hombre, en fin, que la hiciera sentir una mujer plena y, por qué no, que la amara incansablemente como el hablante lírico de Los versos del capitán.2
La pena dio paso al rubor y una cierta vergüenza culpable. Ella sabía por los numerosos libros que había leído al respecto que el deseo era algo natural y no había nada de deleznable en apreciarlo; sin embargo, a pesar de sus tímidas tentativas de complacerse a sí misma o de inflamarse por alguien más, no había logrado sentir lo que los poetas cantaban tan vigorosamente y aún estaba a la triste espera de que algún día un hombre de verdad tomara la iniciativa y la hiciera conocer el goce.
Se derrumbó aún más sobre su baúl de pertenencias, sola en el dormitorio común pues sus compañeras habían estado desesperadas por abandonar el colegio cuanto antes apenas había sido impartida la última clase; no obstante, ella estaba haciendo un recuento usual de su año escolar y repasando sus TIMOS y sus fracasos sentimentales. Decidió concentrase en el primer asunto, angustiándose ante la duda de haberse equivocado y tratando de tranquilizarse a sí misma respecto a su concienzudo desempeño, por ejemplo, en Pociones. Sí, el examen teórico lo había ejecutado con mínimas vacilaciones y en el examen práctico su mano jamás había temblado, por lo que eso le llevó a sopesar la posibilidad de obtener una Maestría en Pociones, unida a las que ya pensaba tomar de Encantamientos, Transformaciones y Aritmancia.
¿Qué requisitos se exigirían para estudiar la Maestría en Pociones? ¿Podía empezar a hacer algo desde ya para trabajar en su éxito, planificando con antelación como era su costumbre? Sólo conocía una persona que hubiese obtenido dicho título, y en este momento debía de estar desocupado en su despacho, libre al fin de dictar clases. ¿Y si se arriesgaba a preguntarle, a pesar de la mala reputación de su carácter, para poder empezar a estudiar este mismo verano?
Ahora Hermione había olvidado por completo el motivo que la había llevado a bajar a las mazmorras. Había sufrido la vergüenza de dañar su uniforme al abrir la puerta del profesor más temible y exigente; pero, para su gran sorpresa, el hombre no la había mirado a la cara sino que había seguido la línea de la rasgadura con fiereza, deteniéndose en su anatomía como nunca había notado a nadie hacerlo. Un espeso calor la invadió y toda la piel de su cuerpo le cosquilleaba punzantemente.
Finalmente él la miró a los ojos y había en estos un remolino oscuro, una ráfaga potente que la hizo estremecerse por completo, vacilando de tenerse en pie; el hombre semejaba un cazador y ella una grácil gacela que hubiese sido hechizada por la determinación violenta y absoluta de sus ojos. Era un sentimiento casi tangible y desnudamente honesto, ella lo supo antes de que él lograra parpadear y rehacer una máscara tambaleante de tranquilidad. Él intentó decir algo irónico, pero su garganta sólo emitió un gruñido y, antes de que el momento fuera insoportablemente embarazoso, Hermione cerró la puerta y desapareció velozmente tras ella.
Ya en el tren, momentáneamente a solas cuando sus amigos cayeron dormidos, se permitió pensar en lo ocurrido y recordar la turbulenta mirada de deseo que le había dirigido su profesor. No sentía vergüenza al recrearlo en su mente; toda inseguridad había desaparecido y sólo permanecía un dolor callado, un anhelo débil e insatisfecho que le impediría olvidar ese episodio ni un solo día del verano.
1 Pablo Neruda. Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924).
2 Pablo Neruda (1952).
