Advertencias: uso de OCs para personificar los distintos reinos que aparecerán a lo largo del fic. Mis concepciones históricas sobre el origen de los países no tienen por qué coincidir con las del fandom en general, como se verá en los distintos capítulos. Espero, igualmente, que disfrutéis.
Disclaimer: Hetalia es propiedad de Hidekaz Himaruya. Los OCs son míos a excepción de Castilla y Aragón, que pertenecen a Tanis Barca.
¡Muchas gracias por permitirme utilizarlos, Tanis, y por ayudarme todo este tiempo! Ha sido un largo camino, pero ha merecido la pena.
PRÓLOGO
EL DÍA QUE EL MUNDO CONTUVO EL ALIENTO
No importan las cosas que hice mal en el pasado, pienso arreglarlas de una u otra forma —España.
7 de octubre de 1571, golfo de Lepanto, Imperio Otomano
Las olas lamían los cascos de las galeras, a las que sacudía un frío viento que salpicaba a los soldados de heladas gotas de mar. Las nubes navegaban por el cielo ocultando el sol, que las tornaba de pálidos colores dorados. De vez en cuando, una columna de luz conseguía abrirse paso y caía sobre los barcos como una caricia divina.
Dos armadas descomunales, tanto como el cielo no había visto en décadas, se habían reunido en aquellas aguas para zanjar siglos de sangriento conflicto. Allí se concentraban los hombres más eminentes de dos grandes imperios, de mundos contrapuestos. La Liga Santa a un lado, el Imperio Otomano a otro. Más de cuatrocientos barcos, más de cuatrocientos mil hombres de las más variopintas nacionalidades. Todas esas almas dispuestas a entregar su último hálito de vida en pos del dominio del Mar Mediterráneo.
Ese día, el mundo contuvo el aliento.
Galera capitana, la Real
Avanzó con firmeza sobre la cubierta de la galera. Sus soldados le abrían paso con respeto y algo de temor. Muchos no habían visto nunca a su reino con un gesto tan gélido y decidido, portando la gran alabarda como si fuera más ligera que una pluma. La pesada casaca roja ondeaba a su espalda, arrastrada por el viento.
Cuando llegó a la proa, Juan de Austria, elegante y jovial a pesar de la situación, se volvió hacia él con una sonrisa confiada bailándole en los labios.
—¿Preparado, España?
—Más que nadie, alteza. No sabéis cuánto tiempo llevo esperando este día.
Por un momento se sumió en sus recuerdos, con un pinchazo de agridulce nostalgia. Sí, hacía tanto que había esperado poner fin a sus problemas con los musulmanes… Prácticamente desde que nació.
Y a su mente sobrevinieron coletazos de las últimas y dolorosas humillaciones sufridas. Sus dedos apretaron el asta de la alabarda y en sus venas se inflamó un fuego abrasador. Miró al frente, sintiendo que el mundo desaparecía a su alrededor y que sólo quedaba el viento silbando en sus oídos… Y el negro mar que lo separaba de la inmensa flota turca.
Sabía que Otomano estaba allí, en algún lugar, mirando en su dirección.
Se preguntó qué estaría pensando. Hacía demasiado que el musulmán se había acostumbrado a poner en jaque a los demás, pero ahora probaría su propia medicina.
«Esta vez he venido yo a ti» se dijo, con un extraño hormigueo que no supo ni quiso identificar. No estaba dispuesto a dudar más. No más.
¿Ni aunque Otomano… Sadiq le hubiera perdonado la vida?
Cerró los ojos con firmeza y crispó los labios.
«Eso fue porque me la debía a mí» dijo con terquedad para sus adentros. «Por nada más».
Y no quiso continuar pensando en ello. No quería volver a quedar atrapado en esa pegajosa red de culpabilidad que lo perseguía desde hacía tantos años. Se lo prometió a sí mismo ese día, cuando comprendió que todo estaba perdido, que no había posibilidad más que de odiarse y matarse mutuamente.
Se dijo que nunca volvería a verlo como Sadiq.
Y se suponía que Otomano había decidido lo mismo. ¡Se suponía que los dos habían escogido el camino correcto! El único que había, en realidad, para un reino.
Y, aun así, Otomano le había dejado ir…
—Vamos a empezar —anunció la voz de Juan desde algún lugar lejano.
España sacudió la cabeza, aliviado por la interrupción. De todas formas, no había nada más que meditar. Si el Señor no le había mostrado las suficientes veces cuál era su destino, que cayera un rayo y lo partiera en ese mismo momento.
No se había recorrido casi todo el Mediterráneo para echarse atrás. No había aceptado formar parte de la Liga Santa para dejar que los demás hicieran el trabajo por él.
No. Iba a cumplir su misión con sus propias manos.
—Voy a vencerte, Otomano. ¡Voy a matarte de una vez por todas!
Ese día se libró una de las batallas más sangrientas que ha contemplado nunca la humanidad. Durante cinco horas, el mar se llenó de cadáveres. Ese día, las fuerzas más poderosas del Mediterráneo se enfrentaron entre sí con desesperación por terminar con la hegemonía de la contraria.
Ese día marcó un cambio definitivo en la historia del Mediterráneo.
