—Respira.
"Respira", eso dijeron. Bajo, lento, inestable y frágil.
"Él respira".
—No te rindas.
"No vivirá mucho", informaron. Desgarraron el alma de los presentes, la de tu mamá y la mía.
No tenías ni dos horas de haber salido de su interior y ella ya no quiso saber más nada de ti. No quiso verte morir.
Aún cuando te negaste a esto.
Aún cuando les diste guerra a todos ellos. Ni cuando nos diste victorias a nosotros.
Aún cuando a penas ibas naciendo.
—Tranquilo, sólo respira.
Estabas tan pequeño, tan frío, vulnerable y delicado. Te aferrabas a la vida como fiera mediante cables, mangueras, tubos...
Reclamabas la vida como un gigante.
—No cedas.
Con un corazón pequeño, inconcluso y acelerado.
Una máquina nos decía con un sólo sonido que ese diminuto órgano latía. Ese sonido que a veces estaba y a veces no.
—Sigue respirando.
Se les llamaron horas críticas, estado crítico, malos pronósticos, malos días y malas noches.
Los médicos insensibles decían cada noche que sería tu última.
—Sólo respira.
Pero cada mañana ahí estabas de nuevo, anunciando la guerra con un pequeño puño cerrado.
Haciéndote fuerte.
El soldado que podría caer, pero no rendirse.
Inflando tu pequeño pecho de aire, mostrando pequeñas costillas, largas venas y uno que otro bombeo al hincharte las mangueras los pulmones de artificial aire.
—Lo haces bien. No te rindas.
Hubieron mejorías, pero eso no definió nada.
"Es un milagro". Decían después los mismos que no creían en ti.
Hubieron también desenlaces y eso tampoco definió algo.
Hubieron noches donde...
—¿Respira?
Donde todo se iba.
Donde te cansabas de jamás descansar.
Pero...
—Estoy aquí, pequeña comadreja.
Pero nadie se animaba a doblegar tu instinto guerrero.
También hubieron noches, aún sin tener nombre y apellido, en las que tus delicadas manitas tenían un dedo del cuál apoyarte. El mío.
—Sólo respira.
Y con esas ganas inmensurables de vivir lo hiciste, te aferraste.
Eras un salvaje, un guerrero nato.
Tomaste fuerzas de donde no las había cada día, a cada hora, y al abrir tus grandes y oscuros ojos negros nos dijiste sin palabras a todos:
"Presten atención, así es como se hace".
Te tomó un tiempo que pareció eterno, casi tres meses después de inexplicables mejorías, un día ya no estabas en aquella pequeña caja incubadora.
—Hey... Hola, chiquito.
Porque por primera vez desde que llegaste a este gran mundo, te sacaron de ahí y fuiste cargado por las manos que te brindaron apoyo y caricias en tus peores momentos.
No, no eran las manos de tu padre o de tu madre, como lo que pintaba la buena suerte de otros niños.
Ni siquiera estaba claro qué parentesco tenían a ti esas manos nerviosas que te sostenían.
—Soy Shisui.
Y sonreíste por primera vez al extender tus minuciosos brazos en el aire y sentirlos libres.
Levantaste tus puños, tus ojitos rodaron por toda la habitación y volviste a sonreír.
Lo habías logrado.
—Eres muy fuerte, comadreja.
Había sido imposible no enajenarme contigo en mis manos; Eras precioso. Con tu piel de durazno y tus grandes ojos negros llenos de pestañas largas que te hacían lucir como un muñequito de porcelana. Con esa pequeña cabeza repleta de cabellos negros y esa nariz respingona.
Entonces tus ojos dejaron de viajar por las paredes y se posaron en los míos.
Había fuego en ellos, intensa electricidad y desmesurada fuerza.
Me dijiste con ellos que no te importaban los pronósticos, las expectativas y los escenarios; tú vivirías.
Cargarías con eso y más sin importar nada.
Saldrías de ahí incluso más fuerte que nunca.
Porque aquel era sólo el inicio de tu guerra, era sólo la preparación para lo que te esperaba allá afuera. La dura vida que no pediste tener.
Y me sonreíste.
Porque entendiste mis palabras:
—Yo siempre estaré aquí, siempre para ti.
Sin importar quiénes fueran tus padres, sin importar cuál fuera tu origen, sin importar lo que de aquí en adelante fuera a suceder.
—Yo siempre te voy a querer.
