A los que deciden, para bien o para mal.

Si «Harry Potter» me perteneciera, habría mucho sexo.


«PE»


CAPÍTULO UNO

«Pe» de «Parkinson»


«You don't own me, I'm not just one of your many toys, you don't own me, don't say I can't go with other boys.

I'm young and I love to be young, I'm free and I love to be free, to live my life the way I want...

To say and do whatever I please».

You don't own me, Lesley Gore

3 de noviembre de 1993

Acabo de subir al baño de la habitación corriendo, en cuanto han acabado las clases de la tarde. Llevo un rato con un dolor de estómago de tres pares de narices y pensaba que —¡por fin!— me había bajado la regla. No os voy a engañar, el tema me tiene preocupada: con casi catorce años es raro que aún no la haya tenido. Además, Daphne me ha dicho que a ella empezaron a salirle las tetas en cuanto empezó a bajarle y, por Merlín, me muero de ganas de usar los sujetadores que tengo para algo más que ocupar espacio en el segundo cajón de la mesilla o hacer el tonto delante del espejo rellenándolos con calcetines.

Es una falsa alarma, sin embargo. Lo que prometía ser el primer paso para dejar de parecer una tabla rasa ha resultado ser diarrea. ¡Fantástico! No tenía suficiente con estar a la gresca con Blaise, no. Además meo por el culo.

Me he enfadado con este imbécil por lo que sucedió hace tres noches, en la fiesta que organizamos en la sala común por Halloween.

Había empezado genial. Mejor que genial. Draco vino a hablar conmigo en cuanto me vio y estuvimos así un montón de tiempo, delante de toda aquella gente. La conversación fue tontísima, lo reconozco, agarrándonos a las copas de una bebida que sabía a rayos como si al fondo fuéramos a encontrar escudos contra la vergüenza. No sabía si él también, pero yo me subía por las paredes. Sonaba música que no escuchaba y se cruzaban personas que no reconocía. En ese momento solo existía Draco. Draco, conmigo. Draco, acercándose con pasos torpes y mencionando el color de mi vestido. El anillo que por fin llevaba en el dedo.

Y lo que parecía que iba a convertirse en mi primer beso acabo resultando un desastre por culpa del idiota de Blaise. Bajó por las escaleras del dormitorio oliendo un poco a vómito y se acercó a nosotros para ofrecerle a Draco una poción que acabó con él peleándose con un Harry Potter que obviamente no estaba allí. Blaise se partió de risa y yo me sentí miserable, lo típico.

También estoy un poco enfadada con Draco. No sé qué tenía la maldita poción que le dio el otro, pero ya podría haberse obsesionado conmigo, ¿no? Blaise me dijo —entre carcajada y carcajada— que tenía que asumir de una vez que era gay y que estaba obsesionado con el Gryffindor ese. A veces no sé si disfruta humillando a la gente, en serio. Llevo dos años y pico siendo su compañera y sigo sin pillarle el punto.

Otras veces me da por pensar que Draco se avergüenza de mí o algo por el estilo. Y no lo entiendo porque creo que le gusto. No es por ser creída, es la verdad. Lo siento mirarme cuando cree que no me doy cuenta. Lo veo buscando mi aprobación o mi risa tras cada comentario tonto que hace. O cuando se sienta muy deprisa a mi lado en un banco, como si temiera que alguien le quitara el sitio. O la pierna que no aparta cuando su rodilla se choca con la mía. O el modo en el que a veces dice mi nombre.

Pero en otras ocasiones parece que finge. Se obliga a no mirarme o se pone en la boca el nombre de otras chicas. Se aparta, como si yo quemara.

Se abre la puerta del baño y me quedo estática. No me apetece que nadie se dé cuenta de que estoy cagando —y menos del nivel al que lo estoy haciendo—, así que recojo los pies para que no se vean por la ranura que hay bajo la puerta de mi cubículo y me quedo completamente en silencio.

—Te lo digo de verdad, Tracey, Adrian Pucey te estaba mirando durante el desayuno. Lo vi claramente. —Es la voz de Millicent Bulstrode, la mejor amiga de Tracey Davis.

—¿Tú crees? —Me sorprende notar una especie de timidez en su voz. Creía que solo podía ser odiosa, siempre tratando de demostrar lo autosuficiente que es—. No sé, Millie. No quiero acabar como Pansy, ¿vale? Es patético.

Se escucha el sonido de las duchas abriéndose y agudizo el oído.

—¿A qué te refieres?

—Comportándose de manera ridícula con Draco Malfoy cuando está claro que no la tocaría ni con un palo. Ni aunque fuera la última mujer en la Tierra. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta? Qué triste. Está claro que ni siquiera la ve como a una chica. Bueno, tampoco es que parezca una.

—Yo lo que no sé es lo que le ve ella a él. Malfoy es un idiota. Pero, sí, alguien debería decirle que la está tomando el pelo.

—Exacto. Tendría que hacerlo Daphne, pero está demasiado ocupada siendo una completa zorra. Quizá ni siquiera sea su amiga en serio, yo qué sé. Pansy es insoportable. —Una mampara cerrándose y la voz mucho más ahogada—. Pásame el champú de Berenice, anda. Me encanta cómo me deja el pelo.

Tengo las manos sobre la boca y me obligo a no emitir ningún sonido. Miro hacia arriba porque Daphne dice que así evitas llorar. Es mi amiga, siempre lo ha sido y me da igual lo que diga el resto al respecto. Además de que Tracey y Millicent se equivocan: me ha dicho mil veces que Draco no me conviene, que es un niñato.

Pero… ¿por qué no me da lo mismo lo que han dicho sobre él?

Igual es porque yo también lo pongo en duda. O igual es por la vergüenza que me da que me vean de esa forma, que se burlen de mí a mis espaldas. ¿Por qué me llama patética? Solo me gusta un chico, solo me esfuerzo por conseguirlo. A Tracey parece gustarle Adrian Pucey y no hace nada al respecto, ¿no es eso mucho más triste?

«Pero Adrian no se gira cuando ella se da cuenta de que la mira», me digo a mí misma, muy en el fondo pero a gritos, «no se esmera para que todo el mundo piense que no le gusta, si es que lo hace».

«No es Draco».

Al final rompo a llorar. El truco de Daphne es una mierda. Sigo con las manos sobre la boca, pero esta vez para contener los sollozos.

Soy imbécil.

Soy imbécil.

Soy imbécil…


7 de diciembre de 1995

Es increíble cómo funciona la memoria. La cantidad de cosas importantes que tratamos de no olvidar y a pesar de todo olvidamos y los pocos detalles que deseamos borrar y a pesar de todo se nos graban a fuego en las retinas.

Han pasado muchísimas cosas en dos años. Muchísimas decepciones. He colocado en el pasado al chico que creía que iba a estar en mi futuro y he empezado a salir con otro solo para fastidiar al primero, lo que no dice mucho de mi capacidad para transformar a Draco Malfoy en un pretérito. Me esfuerzo, de todos modos. Cada mañana un poco más. Ya no me cuesta tanto como los primeros días, ya no lloro casi nunca. No me da vergüenza haber llorado, creo que es lo normal. Si no lloras cuando la persona de la que estás enamorada te humilla a propósito delante de todos tus compañeros y conocidos, estás muy muerto por dentro. O eres Daphne, que está a un nivel superior. Esas semanas de llantos y gritos contra la almohada deseé más que nunca ser como ella. Ya no físicamente, como de costumbre, sino por dentro: tener esa frialdad para convertir en anécdotas insulsas los mayores desprecios. Es mi ídola. Nunca se lo digo, pero sé que lo sabe.

En estos dos años, besé a Draco y después me besó él. Estuvimos a punto de acostarnos y acabé haciéndole una mamada como una imbécil. Como una imbécil porque no tenía ni idea de hacerlo y porque no es algo que me apeteciera especialmente. Si no había condones ¿por qué no nos magreamos y ya está? ¿Por qué no me comió el coño él? ¿Por qué tenía que ser yo, siempre yo? Porque era idiota y porque estaba enamorada. Y sigo enamorada, pero ya no soy idiota. Ya me importo.

Me ha costado importarme casi más que tratar de mandar al pasado a Draco. He necesitado de toda mi cabezonería para colocarme cada día delante del espejo y decirme que valgo tanto o más que el resto. Que cuento. Que voy delante.

A veces, cuando me da el bajón, me pregunto por qué si tanto cuento no le hago caso a lo que siento y vuelvo a intentarlo con Draco. Después recuerdo que eso solo me haría sentir inferior, pequeña y avergonzada y sigo para adelante con esta relación ridícula que tengo con Blaise Zabini.

Blaise está bien. Joder, está muy bien. Es guapísimo, divertido y muy inteligente. Me trata genial, me presta atención y a veces me mira como me gustaría que me hubiera mirado Draco. Pero Blaise no es Draco y Draco no es Blaise, lo cual es una mierda pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Cuando no estoy esforzándome por colocar a ese rubio egocéntrico en el pasado o ponerme a mí primero y gritarme que importo, le dedico algo de tiempo a intentar enamorarme de Blaise. Me gusta un poco, creo, pero todavía hacen falta tres vidas para que me haga sentir como me siento con el otro. Y no tengo tres vidas, pero quizá Daphne tenga razón y estas cosas salgan solas. De repente.

Estaría bien.

En estos dos años, de hecho hace muy poco, también he averiguado una cosa. Es algo muy tonto en comparación a lo anterior, algo que no debería incumbirme pero aún así, y volviendo a eso de los detalles que no nos gustaría guardar y guardamos, importa. Tracey Davis está enamorada de Adrian Pucey.

Tracey ya no tiene catorce años y estoy segura de que ni siquiera recuerda esa conversación que tuvo con Millicent en las duchas sobre mí. Para Tracey aquello no significó nada y tampoco creo que quisiera humillarme a propósito, aunque no estoy segura. A veces es una completa gilipollas.

Sea como fuere, yo sí que recuerdo sus palabras, para mí sí que significaron algo. Y, tal y como me repito cada día: yo importo y voy primero. Cuento. Lo que significa, hablando pronto y mal, que me suda el coño que para el resto del mundo aquella conversación entre dos amigas sea una tontería. Me hirió y me sigue hiriendo a veces, cuando tengo un mal día y pienso en ella.

Gracias a Merlín, he encontrado el modo de que deje de hacerlo. De colocarme a mí primero de una vez por todas. No soy una persona particularmente vengativa, pero sí rencorosa. Pero si la venganza —y esto es algo que me enseñó Theodore— va a hacerme sentir mejor: bienvenida sea.

Esta tarde hay partido de quidditch de Slytherin y sé que la mayoría de la gente estará en el campo animando a su equipo o pasando el rato ajenos al juego, comiendo pasteles de calabaza y regalices. También sé que hay alguien que no estará allí. Subo por las escaleras que conducen a los dormitorios de los chicos, pasando de largo el de los de quinto, mis amigos. Dos tramos más y me detengo frente a la puerta de madera. Colgando de ella, en el centro, hay un siete de latón. Llamo con tres golpes.

Me abre en calzoncillos, con una camiseta blanca muy desgastada puesta. Desde que dejó de ser cazador, Adrian Pucey no ha ido a un solo partido. Terence Higgs, con el que parece estar siempre que no está enrollándose con alguna chica, sí que va. Por suerte.

Se apoya en el marco de la puerta y me sonríe de medio lado. Me recuerda un poco a Theodore, pero mucho mejor. Daphne opina igual. Más alto, menos esquelético y mucho más guapo. Los ojos azules son menos oscuros pero tiene el pelo igual de negro y revuelto, por la cara, aunque a él le hace parecer sexy y no un psicópata desquiciado. Y luego está el lunar. Lo tiene en el labio inferior y debe de haberlo mordisqueado la mitad del castillo pero no por ello deja de resultar hipnotizante.

Es el chico más guapo que he visto en persona, lo juro. Y lo sabe, ya lo creo que sí. Tiene esa actitud de perdonavidas que suele tener la gente atractiva. Como Daphne, como Blaise a veces. Sonríen cuando alguien los mira, conscientes de que se los imaginan desnudos o algo por el estilo, y hacen por darle cuerda a esa imagen con gestos o un tono de voz muy concreto. Debe de ser fantástico que todo el mundo quiera follarte, por mucho que Daphne se queje. La gente en lugar de avergonzarse porque les gustes lo grita y te exhibe como si fueras un trofeo. A decir verdad, no quiero que nadie me exhiba, pero sí que entiendan que es normal sentirse atraídos por mí. Aceptable.

He visto a Adrian Pucey enrollarse con muchísimas chicas. Blaise dice que es un cerdo, que ha hecho cosas que a él jamás se le habrían ocurrido, incluso mencionó una orgía que no sé si me creo. Lo que sí que me creo es la cara de satisfacción de esas chicas con las que se ha magreado, las sonrisas de después, los bisbiseos con sus amigas. Yo no me sentí especialmente bien después de enrollarme con Draco. Quise hacerlo, claro, y me alegré cuando pasó, pero no… me sentí tan satisfecha como esas chicas. Como si hubieran hecho algo por ellas que nadie había hecho hasta entonces. Con Draco no fue así, de hecho él no hizo nada y tuve que hacerlo todo yo. Para variar.

Adrian tiene esa mirada. La que te promete que te va a hacer pasar el mejor rato de tu miserable vida, la que te jura que se va a esforzar. Me pregunto si es verdad, si alguien tan guapo se molesta en hacerle disfrutar a otros más allá de alegrarles la vista. Me pregunto por qué sería verdad.

Tiene las piernas larguísimas y parezco una muñeca de trapo a su lado, pero me gusta. Sin querer, me lo imagino agachándose para besarme y la imagen, tan tonta, tan poco sexual, me hace hervir la cara.

Sonríe más entonces, inclina un poco la cabeza para mirarme a través del flequillo y dice:

—¿Qué haces aquí, niña?

No he hablado todavía de su voz. No le basta con ser la persona más guapa del maldito castillo, encima tiene que tener esa voz. Como un ronroneo, pero masculino. Ronco y suave. No sé si eso tiene sentido.

—No soy una niña —le contesto, cruzándome de brazos—. Soy Pansy Parkinson, de quinto.

—Sé que eres Pansy Parkinson, de quinto. Y sé también que eres una niña. ¿Qué quieres de mí?

Por los Fundadores… ¡Esa manera de decirlo! Me cabrea y ruboriza a partes iguales. ¿Cuántas veces habrá empleado ese tono, esa misma frase? ¿A cuántas chicas habrá desnudado con nada más que esa pose? No me gustan los chicos así, por mucho que me gusten. O sea, son atractivos, me ponen, pero los odio. Como si no les importara nada además de ellos. A nivel emocional, quiero decir. Con respecto a una pareja. Sé que Adrian es muy amigo de Terence y desde fuera parece que se quieren. Ese Adrian es genial, riéndose con la boca bien abierta, despatarrado en un sofá y mirando a su compañero sin que le importe nada más. Pero el Adrian de las chicas es harina de otro costal. Es un momento, una anécdota, unas sábanas sudadas que se echan a lavar al día siguiente. Tiene fecha de caducidad, quieras o no. Quizá por eso Tracey nunca haya intentado nada con él —o eso es lo que me han dicho—, quizá por eso le duela como me duele a mí el comportamiento de Draco.

Por eso voy a hacer lo que he venido a hacer.

Le pongo una mano en el pecho para empujarlo un poco, entro en su habitación y cierro la puerta a mi espalda.

Pensé que sería con Draco. Todas mis primeras veces, ya sabes a qué me refiero. El beso, la relación, el sexo y lo que viene después. El futuro. Creía que esas cosas eran importantes, que tenían que ser especiales para guardarlas en la memoria con cariño y sacarlas a relucir delante de una chimenea o alguna tontería similar. Y no. Un primer beso, aunque sea con la persona de la que estás enamorado, puede ser una mierda. Creo que Theodore lo sabía esa noche, en el baño de casa de Daphne, cuando me lancé a la boca de Draco y murmuró un «Jaque mate, Parkinson» antes de irse. Es el chico más siniestro y cínico que conozco, pero hay que reconocer que a veces tiene razón. Y si un beso, aunque sea el primero, puede ser un desastre, imagina el sexo. No conozco ninguna chica que me haya dicho que le ha ido bien la primera vez, como mucho alguna que no se arrepentía porque lo hizo con la persona que quería y que la experiencia fue aceptable.

Cuando era más pequeña, me imaginé muchas veces acostándome con Draco. En mi cabeza estábamos saliendo juntos, me decía que me quería y todo iba bien. Despacio, con caricias y mucha conversación al final. Después crecí y me di cuenta de que Draco jamás me daría eso. Theodore también me lo advirtió en aquella fiesta en el Callejón Knockturn: «una noche en la que no haya ninguna otra, en la que esté lo suficientemente borracho como para tener una excusa al día siguiente, te llevará a su habitación y te la meterá». Fue espantoso cómo lo planteó, pero visto lo que pasó después del Baile de Navidad tampoco me parece descabellado.

Pero, al final, no voy a perder la virginidad con él. No se lo merece. No porque la virginidad de una chica sea un premio, algo que regalarle con un lazo de raso a una persona especial. No, no se lo merece porque no quiero que cuando me venga a la mente esta otra primera vez esté él. Porque es algo mío y de nadie más. Mío y de un chico sin importancia que, además, me va a ayudar a vengarme de una humillación tonta que me sigue molestando.

Me gusta haber decidido acostarme con cualquiera —bueno, cualquiera—, quitándole todo el peso que creí que tenía al acto. La primera vez que le di una colleja a alguien no monté una fiesta, ¿por qué iba a hacerlo con esto? Es un instante entre cientos de miles y escojo quitarle hierro al asunto.

Adrian apoya un brazo en la pared, por encima de mi cabeza, se inclina un poco hacia mí y sin dejar de sonreír pregunta:

—¿Y bien?

—He venido para acostarme contigo —le suelto. Dar vueltas no me ha gustado nunca. La de tonterías que podrían evitarse si la gente fuera clara de primeras.

Esconde la cara contra el pecho y suelta una carcajada, como si no se lo esperara. ¿Qué suponía que había ido a hacer allí, charlar sobre el tiempo?

—Es la primera vez que me entran de esta manera —reconoce cuando deja de reírse.

Así que era eso.

—Entonces ¿cómo lo hacen las otras chicas? ¿Te mandan una petición formal por lechuza o…?

—Me miran desde lejos, esperando a que vaya —se encoge de hombros—. O voy yo antes de eso.

—Pues no pienso estar mirándote desde aquí esperando a que tus grandes dotes de adivinación te dejen claras mis intenciones.

—No hace falta, tus intenciones están más que claras.

Ahora sí, se agacha. Pero bien. Encorva la espalda y acerca un montón su cara a la mía, dejando el maldito lunar a un mordisco de distancia.

—¿Por qué? —murmura.

Huele como a tabaco, pero raro. Más dulce. También huele a que está recién levantado, lo que encaja con la cama deshecha que tengo a mi izquierda. Pero bien podría oler a mierda, que seguiría quitándole el aire a cualquiera que lo tuviera tan cerca.

—Porque me apetece —le respondo en el mismo tono.

Hace un gesto de incredulidad, se aparta de mí y señala con la mano la cama deshecha. Me siento en ella, con el culo pegado al borde, esperando que no buscara que me tumbara directamente. Me viene a la mente de nuevo lo que dice Blaise de él y de repente me pongo nerviosa. No quiero hacer el ridículo otra vez, no quiero más escenas como la de Draco en la sala común contándole a todo el mundo lo de la mamada. Aunque, ahora que lo pienso, jamás he escuchado a Adrian Pucey alardear de algún ligue. Que lo comente con Terence me da lo mismo, es su mejor amigo y lo entiendo, pero…

—¿Vas a decírselo a alguien? —le pregunto.

Está de espaldas a mí, rebuscando en la mesilla de uno de sus compañeros de cuarto. Se gira, con un condón en la mano, y arquea una ceja mientras se lo engancha en la goma del calzoncillo.

—¿Por quién me tomas, niña?

—Pansy —vuelvo a corregir, enfadada.

—Niña. —No sé si es el tono que ha empleado o la sonrisa, pero decido que me da igual cómo me llame—. No hablo de las chicas con las que estoy con nadie.

—¿Ni con Terence Higgs? —pongo en duda.

—No, a menos que me haya visto con ellas y me pregunte. Pero los detalles son míos.

No de la persona con la que se acuesta, no de los dos. Suyos, como un secreto o un tesoro. Me convence.

—De todos modos no tienes de qué preocuparte, Terence no me preguntaría jamás por ti. —Se acuclilla en frente de mí, coloca las manos sobre mis rodillas y me persigue los ojos, que acabo de bajar. Me suena mal ese «jamás», como si no fuera alguien a tener en cuenta—. A nadie se le ocurriría que precisamente tú vinieras a decirme a mí que quieres follar. Pero no voy a ser yo el que se queje. ¿Qué te pasa?

—Estoy intentando averiguar si lo que dices es ofensivo o no. ¿Precisamente yo?

Se ríe otra vez. ¿Desde cuándo se ríe tanto este tío?

—La chica de Zabini y de Malfoy —explica con naturalidad—. Quince años, virgen. No eres precisamente el tipo de tía que busca algo conmigo, niña.

Levanto la cabeza y lo miro con furia.

—No soy ni de Zabini ni de Malfoy, ¿sabes? Y tengo casi dieciséis años, me parece de lo más normal acostarse con alguien. Además, ¿por qué presupones que soy virgen?

—¿No lo eres?

Ocultarlo a estas alturas es contraproducente. Además de que no me parece algo de lo que avergonzarse.

—Pues sí.

—Lo sabía. A algunas se os nota en la cara, en la forma de mirar a la gente que os gusta. Con expectativas pero no de índole sexual. Como si imaginarais cómo sería follar sin imaginar de verdad lo bueno. —Se muerde un poco el labio y me vuelvo a obsesionar con el lunar de las narices—. ¿Por qué no le has pedido esto a Zabini?

—Porque no me ha dado la gana.

No pienso explicarle lo del comportamiento de las otras chicas después de estar con él, que bastante creído se lo tiene ya. Aunque seguramente lo sepa.

Empieza a hacer formas sobre mis rodillas con las manos que tenía apoyadas, subiendo y bajando.

—Es un honor, entonces —dice agachando la cabeza para besarme el muslo.

—¿Porque no me he acostado con nadie todavía? —Me siento muy orgullosa de que no me tiemble la voz. Orgullosa y sorprendida, porque Merlín bendito.

Me mira desde abajo, me abre un poco las piernas para acercarse más y suelta:

—Y porque eres tú.

Estoy un poco nerviosa, no lo voy a negar. No tanto por el dolor como por no saber dónde poner las manos y cosas así. Pero sin que haya pasado nada todavía empiezo a entender a esas chicas cuando decían sentirse especiales.

También estoy cachonda. Adrian no ha hecho nada y ya me está entrando calor. Bueno, nada, me está besando la pierna, primero por arriba, después en la cara interna del muslo, con las manos apoyadas todavía en las rodillas haciendo un poco de fuerza.

Cuando tiene la cabeza medio escondida bajo la falda y su boca se acerca peligrosamente a mis bragas, se separa. Se incorpora, dejándome despatarrada y con la respiración atragantándoseme en la boca, y se quita la camiseta con una mano.

Me sorprende que ninguna de las personas que lo ha visto sin camiseta haya organizado una recogida de firmas para prohibirle ir vestido por los pasillos. Una parte minúscula de mí siente envidia de este tipo de gente que está buena de serie, que parece adulta o apunta a ello mientras que yo podría pasar por una niña de doce años sin despeinarme. Otra parte de mí, mucho más grande, está chillando. Me esfuerzo un montón por tratar de poner una cara neutra pero algún gesto se me ha debido de escapar porque la sonrisa de Adrian se acentúa.

Se muerde el labio y el puto lunar. No sé qué hacer con mi vida hasta que extiende la mano invitándome a que me levante. Lo hago, sin tener muy claro si voy a llegar hasta él o me derretiré por el camino. Él tampoco debe de confiar en mis rodillas, porque avanza hasta donde estoy plantada como una idiota y se me pega. Solo con los calzoncillos, creo que es importante recordarlo. Unos calzoncillos que, cuando me pone una mano en la parte baja de la cintura y me empuja con el cuerpo hasta la pared, empiezan a dejar muy claro qué guardan.

Me deja arrinconada y se agacha hasta respirarme en la boca. Y el lunar y la sonrisa y sus ojos. Sin pensarlo demasiado, le acerco un poco más enredando mi pierna en la suya. Por Merlín bendito, que me bese ya. Pero no, parece que le gusta hacerse de rogar. Me acaricia las piernas, subiéndome un poco la falda, y como acto reflejo me encorvo hacia él. Intento besarlo yo, pero el cabrón se aparta y vuelve a acercarse después. Me está volviendo loca.

—Por favor… —le pido.

Debe de ser lo que necesitaba, porque me agarra con fuerza de las piernas para auparme, las engancha a su cintura y me empotra contra la pared de un golpe seco. No sé si me quita el aire el guantazo en la espalda o su boca entreabierta encima de la mía. No cierra los ojos, como si estuviera grabándose este instante. No los cierra tampoco cuando al final me besa.

Y por los Fundadores, qué beso. Es suave, como pegajoso, pero con diferencia la cosa más erótica que he hecho en mi vida. Y he tenido un pene en la boca. Me deja todo el tiempo con ganas de más, aunque sea incapaz de imaginar cómo podría ser mejor.

Mejora, inexplicablemente. Con la lengua y con esas manos que me bajan un poco las bragas para agarrarme el culo. Ojalá tuviera más manos este chico. No sé por qué estoy pensando esto, probablemente sea porque Adrian me está fundiendo el cerebro.

Deja de besarme, apoya la frente en la mía y mira hacia mi corbata. La desabrocha con una sola mano y se pone con los botones. Lo hace rápido pero con tranquilidad, se le nota la práctica y a mí espero que no se me note lo ansiosa que me está poniendo.

Coge una de mis manos, que tengo apoyadas sobre sus hombros y la pone encima de sus calzoncillos. No me da tiempo a ponerme nerviosa por no saber qué hacer porque me aparta un poco la camisa, dejando un hombro al aire, y me besa el cuello. Y yo le toco por inercia, más centrada en su boca, en el tirante del sujetador que baja, que en la posibilidad de estar haciendo el ridículo.

Me engancha con fuerza de las piernas y me sube un poco más para besarme el pecho. De esa guisa me conduce hacia su cama y me tumba con cuidado. Sigue centrado en las tetas, con una mano apoyada en la cama para sujetarse y la otra bajando por la cintura. Y bajando. Y levantado la falda. Y acariciándome la cara interna del muslo otra vez, muy cerca de las bragas. Me muerdo los carrillos y miro para el techo, esforzándome un montón por no gritar. Que se dé prisa, que me arranque la ropa interior, que… Uf.

En realidad agradezco que se lo esté tomando con calma porque sé que cuando salga de esta habitación no volveré a entrar y ahora mismo me apetece que este momento dure tres meses. Por lo menos.

Al final me toca por encima de las bragas. Muy suave. Traza círculos con la yema del dedo gordo y suelto un ruidito. A estas alturas me importa una mierda si es o no lo que tengo que hacer, si parece ridículo. Si no sé. Maldito —y bendito— Adrian Pucey y su capacidad para noquearme.

Me besa el cuello, muy cerca de la oreja, y vuelve a coger mi mano para colocársela encima de la polla, todavía con los calzoncillos de por medio.

—No sé si… —murmuro, un poco ida.

—Tranquila.

Me guía la mano, enseñándome lo que quiere. Es fácil, menos mal. No estoy para concentrarme con ese dedo suyo rozando y apretando.

Antes de apartarme un poco las bragas vuelve a mirarme a los ojos. Sin besarme, respirando mis ganas. Durante un segundo pienso que se va a estropear, que me va a meter los dedos —algo que nunca me ha gustado— y se me va a cortar el rollo. Lo hacen muchos chicos y no entiendo. La clave está fuera, joder.

«Por favor, por favor, Pucey, confío en ti, no la cag… ¡Oh, por Merlín!».

¿Con cuántas chicas habrá tenido que estar para saber exactamente cómo hacer esto? Le daría las gracias a todas y cada una de ellas.

Se toma su tiempo y yo ya no sé qué estoy haciendo con la mano, pero la muevo más deprisa según quiero que él actúe conmigo y lo pilla al vuelo. Y aprieto y él también. Y arqueo la espalda, con ganas, y me gruñe al oído. Un poco más rápido, más fuerte.

Me aparta la mano de la polla para colocarla en la espalda mientras él sigue. Le engancho la piel con las uñas. Ojalá no le esté haciendo daño pero, en serio, necesito algo a lo que agarrarme. Algo que…

Y un poco más deprisa.

Aprieto el estómago, la mandíbula, los puños. Lo noto pero intento retenerlo. No quiero que acabe. Nunca.

Termina con un gemido raro ahogado en mi garganta, como un quejido, y un montón de contracciones. Cierro las piernas, rozándolas entre sí. ¡¿Por qué a mí no se me da tan bien?! Lo haría todas las putas noches.

Estoy boqueando un poco, mirando sin ver para todas partes. Agarrando su espalda, la sábana arrugada. Me está quitando las bragas y cuando me da un beso en la ingle me deshago. Creo que no puedo más. No ha pasado nada y ya no puedo más. Cuando me acaricia de pasada con la lengua, fría en comparación, decido que si me muero así tampoco me voy a quejar.

Desabrocha la falda, que me saca por las piernas también. Me incorpora un poco para besarme mientras me quita la camisa y el sujetador. Coloca un brazo por detrás de mi espalda y me empuja para moverme en la cama y colocarme más arriba, sobre la almohada.

Entonces me mira, con una mano acariciándome por debajo del pecho y susurra:

—¿Quieres seguir?

—Sí.

Si me hubiera preguntado si quiero ponerme un pollo en la cabeza y bailar la conga en el Gran Comedor le habría respondido lo mismo. Quiero.

Se coloca el condón entre los dientes mientras se baja los calzoncillos y los aparta de una patada. Se lo pone en un abrir y cerrar de ojos, como si fuera algo fácil y no el engorro del que siempre habla Daphne. Yo me quedo tumbada porque es lo normal, creo. Al menos para la primera vez. Todas las chicas que conozco lo han hecho así.

Adrian me tira de los brazos para sentarme frente a él y me quedo descolocada. Se apoya contra el cabecero de su cama, con las piernas estiradas y me atrae hacia él.

—No sé si… —empiezo a decir, nerviosa de nuevo.

¿Y si no sé moverme? ¿Y si chillo? ¿Y si me quedo atascada? ¿Y si…?

Me acaricia las piernas, la cintura, y me besa antes de decirme con la voz un poco ronca:

—Es mejor así, hazme caso. —Me coloca el pelo detrás de la oreja y me dice al oído—. Así llevas tú el ritmo. Si te duele, paras. Si estás bien y quieres, sigues.

Un par de besos en el cuello a través de una sonrisa y me ha convencido. De todos modos, seguro que se ha topado antes con alguien sin experiencia y sabe qué hacer.

Me coloco y él se encarga de apuntar adonde corresponde ayudándose con una mano.

Ay.

Es incómodo, la verdad. Ni por asomo tan bueno como lo de antes. Pero me alegra mucho que haya pasado lo otro porque sigo igual o más mojada que el lago del colegio y eso ayuda una barbaridad.

Noto bastante presión pero puedo empujar un poco. Adrian me besa despacio, como diciéndome que tiene todo el tiempo del mundo. En el último empujón noto un pinchazo y me quedo estática.

—¿Estás bien? —me dice dentro de la boca.

Emito un sonido raro que espero que entienda que es una afirmación y después de unos segundos vuelvo a moverme. Es un poco más fácil ahora pero el dolor del pinchazo sigue ahí. Intermitente. Como un latigazo.

Perder la virginidad es una mierda. No sé quién la inventó, pero me gustaría darle una colleja. Claro que, puestos a pasar por el bache, me alegra que haya sido con Adrian Pucey. Se está esforzando, lo noto. Me toca, me besa, me mira y me ayuda a centrarme en lo agradable que es eso y no en el dolor, que empieza a desvanecerse.

Aunque se desvanezca no consigo que me guste. Entra más fácil, pero no noto nada. Hasta que empieza a acariciarme el clítoris y ya… en fin. Vuelvo a conseguir actuar por inercia, sin pensar demasiado. No es bueno, pero está mucho mejor. Es sexy.

Esta vez no me corro. Es lo normal, o eso creo. Tampoco esperaba hacerlo cuando atravesé esta puerta y por suerte lo he conseguido hace un rato cuando me ha masturbado. Adrian sí que se corre y me parece que consigo notar el momento. Ya no porque se haya puesto rígido y haya soltado un gemido, sino dentro. Como unas contracciones. Me pasó igual con Draco y la mamada, aunque esa vez no cupo asomo de duda porque el imbécil no se apartó cuando habíamos quedado en que lo haría.

Me quedo quieta, todavía encima de él, y lo veo respirar muy fuerte. Tiene la cabeza apoyada sobre mi hombro, una mano sobre una de mis piernas y la otra en el culo. El sudor le pega el pelo a la nuca y me fijo en unas marcas rojas que seguro que le he hecho yo antes, en la parte alta de la espalda.

Se aparta y se apoya contra el cabecero, con los ojos cerrados.

No sé qué hacer. Me separo con cuidado porque el condón parece más flojo y me quedo delante de él, un poco cortada.

Abre los ojos de nuevo, los clava en los míos y sonríe. Sin mediar palabra, se estira un poco para coger la sábana que está arrugada a un lado, da una palmadita en el hueco que hay a su derecha en la cama para que me tumbe y cuando lo hago nos tapa.

Lo miro y le rezo a Salazar porque este sea uno de esos momentos que la memoria decide grabar a fuego en las retinas. Un Adrian Pucey después del orgasmo es algo digno de recordar frente a una chimenea y donde sea. Parece hasta un poco vulnerable, con la respiración todavía agitada y las mejillas rojas. Mirándome así.

—Eh, niña —susurra.

Y ahora qué.


NOTAS

Ayer, de locura, se me ocurrió que podía molar contar esta escena perdida de Mortífago y... aquí estoy. Últimamente escribo un montón, ni me reconozco ni me represento, pero me encanto.

Creo que se entiende bien fuera del contexto de la historia principal, aunque no haga hincapié en determinadas cosas. De todos modos dudo fuerte que cualquiera ajeno a "Mortífago" le vaya a interesar leer algo sobre este par, así que no me preocupa demasiado.

Le queda un capítulo, bastante más corto, desde el punto de vista de Adrian. Es guay salir de la primera persona de Theodore (que es un tío muy enrevesado y oscuro) y tratar de meterse en la cabeza de Pansy. Me gusta Pansy, es sencilla y tajante, sin florituras. Fluye, por decirlo de alguna forma. Con Adrian no he empezado y no sé si irá igual de bien, ya me quejaré. O no. qué coño, seguramente sí porque adoro quejarme.

He intentado también que se note el salto temporal de las dos escenas, que se vea que en esos dos años Pansy ha madurado un poco. No sé si lo he conseguido, pero ahí os dejo caer que era mi intención.

Qué más... Vale, la chicha. Después de haber narrado chopocientas escenas sexuales en las que o algo iba mal o todo era too much dark, me ha flipado contar algo normal. Bueno, normal, que hablamos de Pucey Dios del Sexo. Me refiero a dos personas que se ponen cachondas y a una narradora que lo explica con simplicidad. Las metáforas para Theodore. Además de que ha salido todo lo bien que puede salir una primera vez (ojalá la mía así, OJALÁ) y para mí es una novedad. Me mola. El tema del metesaca no podía ir tan rodado como el previo por motivos obvios. Estoy con Pansy y esa amenaza de colleja al inventor del himen. Me hubiera gustado verla a ella algo más feminista, pero todavía no era momento situándose la escena donde se sitúa. De todos modos muy de acuerdo con lo de quitarle hierro a la virginidad, que es una soplapollez como una catedral.

Y ya me voy. Posiblemente encontréis dedazos y demases, que aunque he releído he escrito esto demasiado del tirón.

Un beso (a Adrian) y un abrazo (a vosotros).