GUANTES NEGROS PARA MANOS BLANCAS
NOTA DEL AUTOR – Dedicado a mis camaradas del foro Cuartel General de Trost.
CAPÍTULO 1 – CAMINO A TROST
Publicado el 14 de diciembre de 2015, con una extensión de 4.061 palabras.
Al subir aquella colina, Armin dejó de darle vueltas por un momento a la cuestión que le planteaba Eren, limitándose a contemplar el bello paisaje nevado que se abría ante él.
El muchachito rubio, de ojos azules, tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse parado de repente en mitad del camino; algo así le habría valido más gritos de Shadis y ya llevaba suficientes de ellos, después de casi tres años de Instrucción en el Cuerpo de Cadetes. Por fortuna, podía andar y observar a la vez.
Desde aquella posición elevada, se veía mejor la frondosa extensión del Bosque de Trost, cubierto de nieve. Los blancos árboles se abrían alrededor del Distrito Exterior del mismo nombre, que destacaba como una protuberancia en el Muro Rose: cebo humano, con voluntarios más o menos entusiastas (las ventajas fiscales ayudaban) para atraer y concentrar sobre un punto concreto la atención de los titanes, que atacaban de forma esporádica (y generalmente en vano) la formidable estructura defensiva de cincuenta metros de alto.
Trost se había convertido en la nueva línea de defensa de la Humanidad, después de que en el año 845 el Titán Colosal y el Titán Acorazado atacasen Shiganshina, que había cumplido una función similar en el Muro María. Las dos aberraciones habían abierto una brecha insalvable en aquel Distrito Exterior, por donde no tardaron en entrar miles de aquellos gigantes devoradores de carne humana, arrebatándoles una tercera parte de su territorio… y cuantiosas vidas; demasiadas.
Armin Arlert dejó escapar un pequeño suspiro, resignado.
Ya había pasado casi un lustro desde entonces. A veces le costaba creerlo; como si el tiempo hubiese ido demasiado rápido y despacio a la vez. Sobrevivió los dos primeros años en un campo de refugiados y luego en los reasentamientos, tratando de labrar nuevas tierras de cultivo. Fue una época difícil: hambre, frío, escasez… todo tipo de penurias, acompañadas del agotamiento propio de aquel trabajo interminable, tan frustrante como necesario.
Naturalmente, a pesar de aquella sobreexplotación de los terrenos, no habían conseguido suficiente comida para todos en tan poco tiempo. Murió más gente en la posterior farsa "Operación Reconquista" que durante la Caída en sí. Y naturalmente, el Gobierno no se había molestado en dar un número oficial de bajas, ni en publicar una lista con todos los desaparecidos; se desconocían las cifras exactas, pero se hablaba de cientos de miles de muertos.
A veces (sólo a veces) Armin se planteaba qué sentido tenía todo aquello; para que seguir luchando, para qué insistir en levantarse cada día, si en cualquier momento el Rey y sus nobles podían decidir que cien personas (o mil, o diez mil) fueran sacrificadas como carne de cañón, en aras del "bien común de la Humanidad"… o mejor dicho, el bien propio de aquellos cerdos, que se quedaban cómodamente sentados mientras eran los demás quienes continuaban muriendo.
Y a pesar de todo, al pensar en aquello, al joven se le escapó una sonrisa; acababa de darse cuenta de que Eren seguramente diría algo parecido.
Miró a su compañero, incansable y leal, que como de costumbre marchaba a su lado. Eren Yeager, con sus negros cabellos agitados por la suave brisa; sus ojos claros reflejaban la luz del sol en aquel despejado día de invierno, centrándose con determinación en lo que tenía delante… aunque esa determinación iba convirtiéndose poco a poco en frustración y rabia.
Armin no lo tuvo muy difícil para resolver, al menos, aquella cuestión; simplemente siguió la mirada de su amigo, su hermano… y vio que éste observaba con fiereza el Muro que ya se veía más adelante.
Para la mayoría de la Humanidad, el Muro era lo único que se interponía entre ellos y los titanes; y para una parte de esa mayoría, se trataba de un regalo de las Tres Diosas. María, Rose, Sina.
En cambio, para Eren Yeager los Muros sólo eran un patético recordatorio de a lo que se había visto reducida la Humanidad: simple ganado, presa atrapada en una prisión cada vez más pequeña, a la espera de que sus depredadores volviesen a atacar.
"En realidad, podría ocurrir en cualquier momento. Es absurdo pensar que el Muro Rose seguirá intacto para siempre."
Armin sintió un escalofrío, al recordar que la misma idea ya había pasado por su mente… en el 845, en Shiganshina, justo antes de que el Titán Colosal hiciese saltar en pedazos su pequeño mundo.
"¡Espero no haberlo gafado otra vez!"
Tragó saliva y aguardó con nerviosismo, pero (naturalmente) no ocurrió nada; aquella monstruosidad de sesenta metros, todo músculos y huesos, no volvió a aparecer de repente para destrozar sus sueños y destruir sus ilusiones.
El muchacho dejó escapar otro suspiro, esta vez de alivio; sabía que era un pensamiento irracional, pero aun así…
A su lado, Eren giró la cabeza y le observó con sus penetrantes ojos grises, por completo confundido (y no por primera vez) sobre lo que preocupaba al rubio.
–No te preocupes –sonrió–. Aguanta un poco más, que ya casi hemos llegado.
Esta vez el suspiro de Armin estuvo a punto de convertirse en un resoplido, a duras penas contenido. La sonrisa forzada con la que trató de responder a la de su compañero terminó transformándose en un rictus amargo.
"Pues claro. Sigo siendo el más débil, el enclenque inútil que no sirve para casi nada. Una marcha como ésta ya tendría que dejarme medio muerto, ¿verdad?" Mantuvo la vista al frente, ignorando la mirada un tanto perpleja de Eren. "Y lo peor es que razón no le falta…"
La primera vez que había tenido que cargar con una mochila tan pesada, terminó al borde del agotamiento; y un puesto en la cola siempre garantizaba los hirientes insultos del implacable Keith Shadis, Instructor Jefe de la 104ª Promoción del Cuerpo de Cadetes (División Sur). Al menos, después de haber sobrevivido a casi tres años de Instrucción, un esfuerzo semejante ya no le dejaba con un pie en el otro barrio. Cierto que seguía cansándose, pero ya no necesitaba la ayuda de nadie para llevar su propia carga.
Por muy buenas que fuesen las intenciones de sus camaradas, la forma en que ofrecían su ayuda le molestaba a veces; él mismo reconocía lo injusto de esa reacción, pero cada ofrecimiento era un recordatorio de su debilidad… de lo limitado de sus fuerzas, de lo mucho que dejaba que desear su condición física.
En realidad, le costaba creer lo poco que le faltaba ya para superar la Instrucción, vivo y de una pieza; sin haberse amputado por accidente una extremidad o partido el cuello en algún descuido, que por muy tonto que fuese siempre podía ser el último.
Aunque alistarse en el Ejército había sido en su momento la única conclusión lógica, para poder escapar de aquel círculo vicioso de pobreza y miseria como refugiados, obviamente no fue a iniciativa propia. Una vez más, la determinación de Eren les había llevado a dar un paso adelante.
Verdad que Armin había sido quien le enseñó a su amigo un libro prohibido sobre el mundo exterior; y seguramente eso animó al moreno, por primera vez, a imaginarse lo que habría al otro lado de los Muros. Sin embargo, fue Eren quien transformó aquel vago propósito en un objetivo concreto; fue él quien tuvo claro, desde el mismo momento en que los titanes atacaron Shiganshina, que se alistaría en el Ejército para convertirse en alguien capaz de "matarlos a todos".
Y sin olvidar a la otra persona que también había formado parte de todo aquello desde el principio; alguien que había compartido con ellos el caos de la Caída y los años que vinieron después, con toda clase de penalidades… hasta convertirse en los soldados que ya (casi) eran, con apenas quince años, cumpliendo con su deber y su única opción después de haberles sido arrebatada la infancia.
Armin había mostrado el camino a seguir y Eren se había lanzado fieramente en aquella dirección… pero si habían llegado tan lejos, se debía en gran parte a la inmensa fuerza silenciosa que era Mikasa Ackerman.
La muchacha había heredado la belleza oriental de su madre: ojos negros, cabello oscuro, tez ligeramente pálida, facciones delicadas mas no frágiles. Su inconfundible bufanda negra, enroscada en torno a su cuello, se la había regalado Eren el día que se conocieron; y desde entonces, ya casi no se separaba de ella.
Mikasa miraba al frente con una tranquilidad que también ocultaba, a su manera, cierto tipo de determinación inquebrantable. Su carácter apacible y la delicadeza de su aspecto podrían conducir a engaño; en su interior latía una potencia imparable, una energía serena que seguramente le llevaría al primer puesto de su promoción.
Aquel poder incomparable hacía pensar a Armin en una montaña. Estaba casi convencido de que Mikasa podría seguir andando y andando, más allá de Trost, hasta llegar incluso al Muro María… y aun así, seguramente mantendría su expresión relajada y estoica, sin apenas sudar una gota por el esfuerzo.
Armin sentía que, con Eren y Mikasa a su lado, no importaba lo que pudiese depararles el futuro; los tres juntos serían capaces de enfrentarse a cualquier adversidad y superar cualquier obstáculo.
Aunque solo fuese por un momento, sintió que no había nada imposible.
La sonrisa que asomó a sus labios esta vez fue cálida y sincera.
Entonces recordó todo lo que habían perdido en el camino y dejó de sonreír.
Los tres amigos eran como una familia… la única que les quedaba.
Volvió a suspirar y miró de reojo a sus compañeros, prácticamente sus hermanos. Ellos también tenían la vista perdida en dirección a Trost, mirando sin llegar a ver; como si hubiesen intuido lo que le pasaba por la cabeza a Armin y se les hubiese contagiado esa misma melancolía.
"Incluso esto tenía que estropearlo."
No se le ocurrió pensar que aquellos lúgubres recuerdos eran inevitables, desde el momento en que sus ojos habían vuelto a posarse sobre uno de los Muros; algunas cosas no se podían olvidar, sin importar cuántos años pasaran. En ese tipo de situaciones, Armin solía asumir automáticamente que la culpa era suya, "como siempre".
Los tres se quedaron sumidos en un silencio que, sin embargo, no resultaba incómodo. Serios, resignados, decididos; dispuestos a seguir adelante, a pesar de todo. Además, nada les impedía aprovechar las oportunidades que pudieran presentarse en el camino. También había recuerdos buenos; y siempre podían intentar crear otros nuevos.
Las Fiestas de Invierno parecían ser el momento más apropiado para ello.
Siguieron bajando por la ladera de la colina; los nevados árboles del Bosque de Trost se abrían a uno y otro lado del camino. Armin volvió a sonreír, esta vez al recordar cierta cacería que varios cadetes habían improvisado en aquel lugar, durante la última visita al Distrito Exterior.
No era la primera vez que visitaban la ciudad amurallada del sur de Rose; y tampoco sería la última, porque tenía entendido que la ceremonia de graduación también se celebraría en Trost. Durante los años de Instrucción, habían hecho varios ejercicios y simulacros en aquel Distrito; nada más lógico, dado que se había convertido en la nueva línea de frente de la Humanidad, después de ese día.
Si alguna vez tenía que ocurrir algo y los titanes volvían a atacar, si el destino de la Humanidad debía decidirse en un nuevo enfrentamiento a vida o muerte… sería allí, en Trost, donde sucedería.
Por otro lado, el Instructor Jefe no había elegido al azar aquella fecha para visitar la ciudad. Tradicionalmente, durante el mes de diciembre, la gente adornaba sus casas e incluso el Ayuntamiento engalanaba varias plazas y calles principales, para celebrar las llamadas Fiestas de Invierno hasta la llegada del Año Nuevo.
Oficialmente, se suponía que fue en esas fechas cuando las Tres Diosas descendieron de los cielos y crearon los Muros para que la Humanidad pudiera refugiarse dentro de ellos; en agradecimiento a sus salvadoras, la gente conmemoraba cada año aquel acontecimiento, no sólo con adornos dentro y fuera de sus hogares sino también con un ambiente festivo que iba contagiándose a todo el mundo. Era la época más apropiada para las reuniones de amigos y familiares, para intercambiar regalos, para celebrar ricas comidas allí donde fuese posible.
La gente no empezaba de pronto a dar saltos de alegría; pero animaba el simple hecho de haber sobrevivido otro año más, con la esperanza de sobrevivir también al siguiente. Así costaba menos sonreír y ser amable, aprovechar aquella razón para dejarse llevar y disfrutar con discreta alegría; intentar olvidar, aunque sólo fuese por unos días, la silenciosa desesperación que solía abatirse sobre la mayor parte de la Humanidad el resto del año, especialmente después de la Caída.
El Ataque a Shiganshina había hecho que muchos dejasen de creer en las Tres Diosas; bien porque se negaban a aceptar que las deidades pudiesen abandonarles de esa forma, bien por considerar que el Muro no habría caído si realmente existiesen. Sin embargo, eran más los que habían terminado uniéndose al Culto de los Muros; gente que necesitaba creer en algo que pudiese darles un propósito, una explicación con un poco de sentido, una mínima esperanza en la que apoyarse. El Culto continuaba siendo minoritario, pero sus seguidores iban en aumento con cada año; además, contaban con el visto bueno del Gobierno, cuando no con su apoyo.
Naturalmente, aquello ya ponía a Armin en estado de alerta. Sospechaba que el Gobierno era el responsable, directo o indirecto, de la desaparición de su familia: sus padres, antes de la Caída; su abuelo, en la fallida "Operación Reconquista". Sencillamente, era incapaz de dejar de contemplar con escepticismo cualquier cosa que pudiese venir del Rey y sus nobles, o contar con su apoyo.
A base de palos, literales y figurados, el chico de ojos azules había adquirido un cinismo mucho mayor del que correspondería a alguien de quince años. Ya no creía en casi nada y dudaba de todo, aunque en realidad lo prefería así; por inquietante que pudiera resultar la idea de que el Gobierno, en cualquier momento, haría "desaparecer" a quienes discrepasen. Al menos tenía el consuelo de saber que no se engañaba a sí mismo con falsas seguridades; esa trágica lucidez era una buena forma de evitar llevarse una decepción más adelante; así lo veía él.
Por otro lado, ¡qué frustrante era todo aquello! Quería escapar de aquellas lúgubres reflexiones, olvidarse aunque sólo fuesen unos instantes… Su mente atribulada dio vueltas al azar, hasta terminar centrándose (para su propia sorpresa) en una cuestión tan simple como el "uniforme de invierno".
Sobre esto, había que tener en cuenta que en el sur no solía hacer tanto frío como en el norte, donde también habían hecho algunos ejercicios de supervivencia. No era inusual que nevase en Trost, pero sí algo poco frecuente; ocurría lo mismo en el Campo de Entrenamiento, relativamente cercano a aquella ciudad.
Armin casi sonrió al recordar el desbarajuste que se formó en el invierno del 848, cuando de repente empezó a hacer más frío de lo normal y se vio que la División Sur, pillada por sorpresa, no estaba del todo preparada para enfrentarse a esas condiciones. Al menos cada recluta pudo disponer de un grueso chaquetón oscuro, entre gris y pardo; pero con el resto de prendas, como gorros y guantes, la cosa se complicó un poco.
En realidad, el uniforme habitual ya permitía cierto grado de personalización. Todo el mundo llevaba los mismos pantalones blancos con botas negras, cinto oscuro y chaqueta marrón; pero debajo de ésta, cada uno podía usar la camisa o camiseta que prefiriese. Quizás podría haber surgido la misma costumbre en invierno, con las ropas de abrigo; pero al juntar las que había en un viejo almacén con las donadas por algunos particulares, alcanzaron tal variedad de colorido que al pobre Shadis casi le dio un ataque en aquellos días.
Varios reclutas pudieron oír los gritos de la "conversación" que el feroz Instructor Jefe tuvo con algún representante de la División Central; y en el siguiente invierno del 849, en el que ahora se encontraban, aquella desconcertante variedad dio paso a una selección bastante más homogénea. Guantes, bufandas, gorros… todos con el diseño más sencillo posible, de lana gruesa y basta; cumplían su función y abrigaban bien, aunque a veces producían unos intensos picores. No consiguieron que todo el material fuese del mismo color, pero esta vez los tonos sí eran por lo general oscuros: gris, marrón, verde, azul… y algunas prendas de color negro, tan escasas como cotizadas entre los cadetes.
Naturalmente, Mikasa no tuvo ningún problema con esto último; aunque su bufanda negra no fuese "de reglamento", Shadis había tenido el buen sentido de no decirle nada a la joven más prometedora (y también la más feroz con ciertos asuntos) de toda la 104.
Armin se sorbió la nariz y contempló la nubecilla de vaho que se formaba delante de él con su propio aliento, en el aire seco de aquella mañana de invierno. Se encasquetó su gorro hasta las orejas y se colocó bien la bufanda; se ajustó un poco mejor los guantes. Todas las prendas eran azul oscuro, de esa lana que tanto picaba; aunque eso era mejor que pasar frío, él seguía prefiriendo los días más cálidos del resto del año.
Volvió a fijarse en Eren y notó con cierta curiosidad (no sería la primera vez) que el color de su ropa de abrigo hacía juego con aquellos ojos grises tan claros. Mikasa no llevaba gorro ni guantes, sólo su bufanda negra; no se había separado de ella prácticamente en toda la Instrucción.
Cada año en el Cuerpo de Cadetes había sido más intenso que el anterior; y con la ceremonia de graduación cada vez más cerca, aquella intensidad iba en aumento. Ya no había tiempo para darle a los reclutas un permiso de varias semanas, que era lo que algunos necesitarían para poder viajar y pasar al menos unos días con sus familias. El Instructor Jefe estaba dispuesto a aprovechar hasta el último momento para entrenar a sus "cebos para titanes" e intentar convertirlos en soldados.
Era lógico que Shadis hubiese decidido llevar a la 104 a Trost, el centro urbano de mayor relevancia de entre los que había cerca del Campo de Entrenamiento. Por otro lado, los propios reclutas agradecían el cambio de rutina; no pasarían aquellas fechas en los mismos barracones de siempre, sino en una ciudad bastante más bulliciosa y animada, incluso a pesar de la amenaza persistente de un nuevo ataque de los titanes.
Los cadetes no iban a tener mucho tiempo libre en esos días, pero sí algo más de lo habitual; así se reducía el riesgo de deserción, o de un motín en el peor de los casos. También era más sencillo tenerles contentos, para que siguieran entrenando con ánimo, si realizaban nuevos ejercicios y simulacros en un entorno diferente; con la ventaja añadida de que, manteniendo la cabeza ocupada en otras cosas, quizás incluso los más inquietos serían capaces de dejar de darle vueltas a lo que "podría haber sido" y ya no sería.
Sin embargo, más que preocuparse por los sentimientos de sus reclutas (costaba creer que él fuese capaz de algo así), lo que Shadis pretendía era aprovechar aquellas circunstancias para practicar con el equipo de maniobras en un entorno urbano y condiciones invernales (que él fácilmente podría convertir en infernales). Se trataba de resolver sobre la marcha obstáculos poco habituales, como la humedad excesiva o las resbaladizas capas de hielo… y a Armin no le costaba mucho imaginarse varias formas de terminar horriblemente herido: perder agarre de repente en mitad de una maniobra, o ensartarse con algún carámbano, o incluso sufrir hipotermia y congelación si no se protegía adecuadamente.
Por otro lado, podía entender el empeño del Instructor Jefe en enseñarles a combatir en aquellas condiciones; no por sadismo (no sólo), sino para que aprendieran a estar preparados en cualquier situación, aun para algo tan improbable como que los titanes atacasen en invierno. En teoría (y eso se le daba bien a Armin), aquellos monstruos eran más activos cuanto más elevadas fuesen las temperaturas; por eso había menos avistamientos en el norte, las criaturas se quedaban aletargadas incluso en el sur cuando hacía frío.
Sin embargo, algunas bestias especialmente aberrantes como el Titán Colosal o el Titán Acorazado mostraban unas pautas de comportamiento tan atípicas que casi parecían humanas; la sola idea ya daba escalofríos. Cabía la posibilidad de que volvieran a atacar, precisamente, en el momento más inesperado; de ahí que el Alto Mando no hubiese dejado nada al azar y el Ejército estuviera en permanente estado de alerta, aunque se relajase un poco (sólo un poco) durante las Fiestas de Invierno.
Sólo con imaginarse todo el entrenamiento especial que tenía por delante, Armin ya se sentía cansado; pero al mismo tiempo, el muchacho comprendía las razones de Shadis y casi le estaba agradecido. Casi. Que lo comprendiese no significaba que tuviera que gustarle. Naturalmente, sus amigos no tendrían ningún problema para enfrentarse a cualquier desafío: Eren, porque lo conseguiría a base de intentarlo una y otra vez, hasta que al final le saliese bien; Mikasa, porque no parecía haber nada de lo que ella no fuese capaz… y a la perfección, incluso sin proponérselo.
En cuanto a lo que Armin pensaba de sí mismo, bueno… Confiaba en no hacerlo tan mal como para convertirse en un estorbo. Más que lo que pudiera pasarle a él, le preocupaba la idea de terminar perjudicando a otros con su propia torpeza.
Volvió a suspirar y se ajustó las correas de la pesada mochila que cargaba sobre su espalda. Por lo menos, ahora ya sí era capaz de llegar al final del camino, con todo su equipo a cuestas. También ayudaba que Shadis hubiese marcado un ritmo suave, o más bien "menos duro" de lo habitual; "suave" no entraba en el vocabulario de aquel hombre.
Lo bueno era que no tenían que marchar con el equipo de maniobras puesto, ni siquiera con las correas; de lo contrario, después de hacer a pie todo el trayecto desde el Campo de Entrenamiento, las ajustadas cintas de cuero les habrían dejado temibles marcas por todo el cuerpo. "Sólo" tendrían que preocuparse de unos cuantos callos y rozadoras, aunque eso era poco comparado con lo que podría haber sido.
Los equipos de maniobras de todos los cadetes iban en varios carros colocados en mitad de la columna. Naturalmente, tenían que cargar con el resto de la impedimenta, ¡no era cuestión de malacostumbrarse! Y eso incluía el saco de dormir, la esterilla, la ropa de civil, raciones para dos o tres días, un pellejo con agua, mapa y otros útiles para orientarse… en fin, todo lo que iban a necesitar durante aquellos días; pocos podrían comprar una o varias de esas cosas en Trost, con la escasa paga que recibían como reclutas, más bien representativa.
El resto de la 104 marchaba en columna a lo largo del camino a Trost, cual sinuosa serpiente gris pardo. Siendo más de doscientos cadetes, en principio no deberían temer a los bandidos; pocos serían tan insensatos como para indisponerse abiertamente con los militares. Aun así, una docena de oficiales, entre ellos Shadis, marchaban a caballo en torno a la columna; no sólo para mantener la disciplina, sino también preparados con el equipo de maniobras completo, y quizás algún arma de fuego, por si tenían que enfrentarse a cualquier imprevisto. En teoría, a ese lado de los Muros no debería haber titanes; en teoría.
En general, el ambiente en la formación era relajado; consecuencia inevitable, quizás, de las Fiestas de Invierno.
Todo esto no quitaba que Armin viese con algo de preocupación que, ¡otra vez!, se había quedado al final de la cola… y sus amigos con él. Volvió a sentir una oleada de autodesprecio por arrastrar de nuevo a los suyos, como un lastre que les hacía caer por debajo de su nivel, obligándoles a compartir sus propias limitaciones. Al menos Shadis no había regresado aún para insultarle…
Y entonces creyó que había vuelto a gafarlo, porque justo en ese momento vio que alguien se acercaba a él.
Pero enseguida comprobó con alivio que no era un oficial a caballo, sino sólo otro cadete que había empezado a ir más despacio para llegar a su altura.
Armin sonrió y saludó con la mano a Marco Bott.
