Historia escrita originalmente por Suzzanne Robinson y adaptada por Titania de Oberon.

"Una Dama Rebelde"

Capitulo 1

Japón, Febrero de 1854

La muerte le atraía. Inuyasha espoleo al caballo que iba al paso y lo puso al galope Se inclinó hacia delante, acortó las riendas y se levantó en la silla. Su aparición cogió a Miroku por sorpresa, e Inuyasha soltó una carcajada cuando lo oyó gritar:

-¡¡Inuyasha, no!!

Cuando su amigo intentó sujetarlo, Inuyasha se hizo a un lado.

-No intentes detenerme, jovenzuelo. Puedes hacerte daño.- Inuyasha se inclinó sobre el cuello del caballo y, de pie en el estribo, dejó suelto a Tetsu (1).El animal se lanzó al galope. Los cascos se hundieron en el suelo cubierto de hielo, las patas se contrajeron y se alargaron, parecía que el animal arañaba la tierra, y entonces él volvió a sentarse a horcajadas.

Inuyasha oyó la voz de Miroku que lo llamaba a gritos, pero la velocidad le inundaba, le llenaba la sangre. Irrumpió en el húmedo amanecer galopando cada vez más rápido, pugnando por alcanzar ese lugar inasequible: la paz. Con él cabalgaban los demonios. Tetsu también los percibía y se esforzaba por dejarlos atrás. Mofándose a gritos, volaban a su lado, espeluznantes gallardetes de su trasgresión. El polvo y las piedrecillas que levantaban los cascos del caballo le llegaban hasta el rostro. Su corazón latía al ritmo del corazón del caballo, y tenía los pulmones henchidos. Los diablos continuaban a su lado, pero ahora no oía sus alaridos. Los latidos de su sangre acallaban cualquier otro sonido.

Cabalgaba a campo abierto. Urgía a su garañón a saltar las cercas y los arroyos helados, los arbustos y los carros. Con cada salto desafiaba a la muerte. La atraía, la buscaba, pero al final Tetsu la alejó de él. El caballo, por propia voluntad, disminuyó el paso y se puso a medio galope, luego comenzó a trotar. Los demonios suspendieron su babeante murmullo, e Inuyasha temblando, se derrumbó sobre el cuello de Tetsu. Dejó que el caballo lo llevara camino de vuelta. Sin fuerzas para levantar la cabeza, apoyó la mejilla en la crin de Tetsu mientras exhalaba blancas nubes de aire que emergían de sus doloridos pulmones.

Para Inuyasha el largo paseo no fue sino un instante. Cuando levantó la cabeza, el castillo feudal apareció ante su vista. Su hogar tenía el tamaño de una ciudad pequeña. El castillo Saidai (2), con sus torres, bastiones, dominaba el río cercano y todo el valle, y era, a la, vez, su refugio y, su prisión.

Mientras se iba acercando, descubrió los oscuros cabellos de Miroku. El joven lo estaba esperando montado a horcajadas en kōsen(3). Inuyasha sacó el pañuelo y hundió el rostro en él. Cuando estuvo a la altura de Miroku, ya había recuperado la calma. Condujo a Tetsu junto al caballo del otro e hizo una inclinación de cabeza a su amigo.

Miroku mantenía el cuerpo rígido y dominaba a su nervioso caballo con una mano.

-¡Demonios contigo! - le recriminó a Inuyasha

- Sí - repuso éste.

Miroku Matsumara era la única persona, aparte de su familia. Que había sido testigo de sus cabalgadas suicidas, aunque Inuyasha no iba a renunciar a ellas por esto.

-¿Por qué no te apuntas con una pistola a la cabeza? Sería mucho más sencillo.

- Pero no tan atractivo para ti.

Inuyasha escuchó los juramentos de Miroku, mientras atravesaban el puente sobre el foso y cruzaban con los caballos las puertas que llevaban al patio. Aparecieron a toda prisa unos mozos de cuadra. Cuando Inuyasha se deslizó de la silla y las rodillas se le doblaron, Miroku se apresuró a sujetarlo.

Inuyasha empezó a protestar, pero se vio obligado a permitir que Miroku le ayudara mientras se dirigían hacia el patio interior. Era una larga caminata. Empezó a temblar, sentía frío y calor alternativamente, y las espuelas resonaban como un eco en las piedras húmedas del pavimento. Era más alto que Miroku y más fuerte, y tuvo que escuchar durante todo el camino las quejas de su amigo.

- Eres un idiota difícil de manejar - dijo Miroku entre resoplidos -. Un loco de pelo largo que pesa mucho.

-¿Así se le habla a un antiguo compañero de escuela? Y además, no es que yo sea demasiado grande, es que tú tienes la constitución de una salamandra.

- Cierra la boca y procura caminar¿de acuerdo?

Inuyasha levantó la mirada hacia Miroku y estuvo a punto de sonreír. Su amigo tenía el carácter de una clueca a la que le han robado los polluelos, y así había sido desde que se conocieron en Tokio. Buena parte del tiempo lo había pasado rescatando al loco de sus propias locuras. Esbelto y volátil, con el rostro de un querubín barroco y una animosidad contra el destino debido a su nacimiento ilegítimo, Miroku podía sobresaltarse ante una multitud de inocentes palomas, pero no ante un grupo de estudiantes de los últimos cursos.

Llegaron a las puertas que precedían al gran vestíbulo, e Inuyasha miró hacia arriba. Como esperaba, aparecieron su madre y su primo Fumio. Fumio salió a la luz de la mañana llevando del brazo a lady Izayoi, que se detuvo en el escalón superior, se arregló el chal que llevaba sobre los hombros y miró a Inuyasha. Entre sus faldas se escondían tres gatos y un titi dorado. Izayoi torció la boca y deslizó la mirada desde los despeinados cabellos negros de su hijo hasta las botas llenas de barro.

- Ha sobrevivido – dijo -. Kami no ha respondido a mis plegarias.

- Yo he procurado hacerlo, madre - repuso Inuyasha con una reverencia.

Junto a él, Miroku se puso rígido y apretó el brazo de Inuyasha hasta provocarle dolor. Inuyasha intenta reprimir las carcajadas que pugnaban por estallarle en la boca, porque sabía que habrían enfurecido a Miroku.

Pero no lo consiguió y emitió un sonido breve, mientras oía los juramentos de Miroku.

- Mi señora - dijo Miroku-. La Providencia ha protegido a su hijo y ruego que siga haciéndolo. Son muchos los que lo admiran.

- Tenientes holgazanes, oficiales del regimiento disolutos como usted y pordioseros -repuso Izayoi haciendo un gesto con la mano.

Izayoi -intervino Fumio con el tono que Inuyasha denominaba «monacal»-. Inuyasha posee una gran calidad humana. Sin su ayuda muchas personas de la comarca se morirían de hambre.

Inuyasha había conseguido dominar las carcajadas, pero todavía seguía sonriendo.

- Deja los elogios.

- Pero es cierto -dijo Fumio- Y ella debería reconocer tus virtudes.

Inuyasha estalló de nuevo en carcajadas y Miroku le dio un codazo.

-Mi madre ha estudiado mi carácter durante años.

Inuyasha contempló a la mujer que estaba de pie ante él rodeada de sus mascotas

- Me conoce mucho más que tú, Fumio. Su visión es perfecta. ¿No es cierto, Misesu(4)?

Izayoi no contestó, se volvió y, al hacerlo, sus faldas pusieron al descubierto otro gato que se ocultaba entre ellas; luego descendió hacia el vestíbulo.

Fumio también bajó las escaleras y agarró a Inuyasha por el brazo, y mientras los tres caminaban el joven ya no tuvo que soportar más recriminaciones. Los hombres que iban a su lado estaban demasiado enojados para hablar. Miroku los dejó en el rellano superior.

- Estoy harto de intentar retenerlo -le dijo a Fumio- Ha sido imposible. Es un diablo montado en un cometa, y ambos son demasiado rápidos para que la cabalgada resulte bien.

Recorrió a Inuyasha con la mirada y luego volvió a dirigirse a Fumio.

- Haga algo, Fumio-sama, yo no puedo.

Fumio acompañó a Inuyasha a su cuarto y allí lo dejó a cargo de su ayuda del ayudante de cámara, Magbei. Sin decir una palabra, abandonó la habitación y dejó a Inuyasha en paz para tomar un baño y cambiarse de ropa.

Cuando Inuyasha se quitó los pantalones, sus brazos y piernas ya habían dejado de temblar. Entró en el cuarto de baño con una toalla alrededor del cuello mientras intentaba que sus dedos le respondieran para desabrocharse los botones del jubón.

El esfuerzo le costó toda la energía recién recuperada. Sintió un desmayo junto al borde de la cama y se sentó allí mientras contemplaba las gotas de agua que descendían de sus cabellos, por el cuello y los hombros hasta el brazo. Lo cierto es que su intención no era lanzarse a una cabalgada suicida con Miroku como testigo, pero la duda y la sospecha le invadió la mente sin previo aviso.

Hundió el rostro en la toalla que le colgaba de los hombros y se frotó con ella los ojos. Si pudiera recordar algo más de lo que había sucedido el día en que su padre y su hermana fueron asesinados. Si pudiera saber...

Pero quizá no era importante. Entonces era demasiado joven y Dios perdonaba a los niños, o eso decía Fumio. Desde entonces siempre había procurado ser mejor, cuando los demonios no lo torturaban, para estar seguro de que podía serlo. Inuyasha se levantó y cogió la camisa que Magbei le había dejado encima de la cama. El movimiento le produjo un dolor en el hombro y dio un respingo. Estaba mirando fijamente la blanca pared cuando Magbei entró en la habitación para ayudarlo.

No le sorprendió que Fumio volviera antes de que acabara de vestirse. Permaneció inmóvil mientras su ayuda de cámara le enderezaba la corbata y observó que Fumio se quedaba junto al escritorio, dando golpecitos con el pie en el suelo mientras hojeaba las páginas de un libro, que crujían cuando las iba pasando.

Al fin, Inuyasha se apiadó de su tío y decidió despedir a Magbei. Después de todo, le debía respeto. Tenía con Fumio Endo una deuda que necesitaría diez vidas para pagar. Hacía dieciséis años, Fumio abandonó una carrera política llena de éxitos para hacerse cargo de una agitada viuda, su perturbado hijo y las posesiones de los Taisho. En aquellos días de pesadilla, poco después de que su padre y su hermana fueran asesinados, Fumio lo salvó del horror. Como siempre, los pensamientos de Inuyasha apartaron aquellos recuerdos. Volvió a pensar en Fumio y en su sacrificio. Fumio era una promesa de los Ishin shishi(5) , uno de los hombres favoritos del emperador. Pero el afecto de Fumio por su primo, el padre de Inuyasha, le impulsó a dejarlo todo para tutelar al hijo de este una vez fue evidente que los nervios de Izayoi habían sufrido daños irreparables. Ahora a Fumio le faltaban dos años para cumplir los cincuenta, no estaba satisfecho, e Inuyasha no podía reprochárselo en absoluto.

Sí, le debía gratitud a Fumio, y entre ellos existía afecto... no, mejor dicho, existía amor. Cuando a Fumio no le daba por lanzar una de sus peroratas religiosas, claro.

Últimamente lo hacía cada vez más, transportando a Inuyasha desde la gratitud hasta un sentimiento de culpabilidad, del afecto a una franca irritación, de la admiración al cinismo. No existía término medio con Fumio, así como tampoco con su madre.

Inuyasha oyó el crujido de una página y, molesto, procuró reprimirse. El esfuerzo no dio resultado y entonces se empeñó en disimularlo. Despidió a Magbei con un gesto y el ayudante de cámara desapareció con una expresión de alivio en el rostro.

Cuando la puerta se cerró detrás del criado, Fumio también cerró el libro que había estado hojeando.

- Por kami, me resultas muy caro.

Inuyasha cogió un montón de cartas de una bandeja de plata. Se derrumbó en una silla que había junto a la ventana y empezó a repasarlas. Una mano cayó sobre ellas y los sobres salieron volando. Inuyasha miró cómo caían los papeles en la alfombra y luego levantó la vista y la clavó en Fumio.

Su tío lo estaba observando y la mirada de Inuyasha expresó todo el desapego de un cirujano en el campo de batalla. Fumio se echó hacia atrás, los labios apretados hasta convertirse en una fina cinta, y levantó una mano.

- Perdóname -dijo-, pero pensé que incorporarte al regimiento te apartaría de esta locura.

Inuyasha se levantó y recogió las cartas mientras recitaba un verso:

- Mi vida se ha deslizado durante tanto tiempo sobre un ala rota, a través de celdas de locura, apariciones de horror y miedo, que al fin voy a agradecer una cosa tan pequeña.

Arrodillándose a los pies de Fumio para recoger el último sobre, Inuyasha alzó la vista y sonrió.

- El baile de Kikyo Matsuzawa es esta noche. Apuesto a que soy el zorro que corre por el campo perseguido por Diana cazadora.

Esperó a que Fumio decidiera lo que era peor, sus cabalgadas suicidas o Kikyo Matsuzawa .

- No tienes que escapar en absoluto de esa arpía Matsuzawa -dijo Fumio al fin.

- Porque eres uno de los que dice que debería quedarme en casa y tener un heredero.

- Como Señor de Saidai es tu deber cuidar de tu hacienda y engendrar un hijo.

- ¿Y cómo sabes que no lo he hecho ya?

Fumio se lanzó sobre Inuyasha antes de que el joven pudiera añadir una palabra más. Lo arrastró hasta el asiento que había junto a la ventana y lo inmovilizó poniéndole una rodilla encima del pecho.

- Desde que eras un mocoso las mujeres han sido tu presa. Intenté protegerte. A kami le gustan la castidad y la pureza, no la belleza, Inuyasha.

Moviéndose con tanta rapidez que Fumio perdió el equilibrio, e Inuyasha se liberó y se puso de pie.

- Intenté seguir tus consejos -dijo- Pero mis faltas son tales que si interpretase el papel de monje haría reír hasta a los ángeles. Estoy hambriento. Vamos a tomar el desayuno abajo, donde podemos seguir charlando tranquilamente. Por favor, Fumio, ya sabes que detesto discutir contigo.

Fumio consiguió sonreír y salieron juntos de la habitación. Una vez fuera se encontraron con Miroku, escoltado por kenshi(6) , el perro de Inuyasha. Inuyasha observó el intercambio de miradas de los dos hombres, parecido al que hubieran hecho dos médicos exasperados. Fumio se despidió de ellos e Inuyasha alzó una mano cuando Miroku abrió la boca.

- Calla -dijo- Estoy entre señoras y el aburrimiento me domina.

- Eres un asno -Miroku apretó los puños y se volvió hacia él- Te diviertes molestándome. ¿Por esta razón utilizaste tu influencia para que obtuviera una plaza en el regimiento de Sakata¿Porque querías tener a alguien cerca para atormentarlo¿Alguien que te contemplara y que no pudiera escapar? El bastardo de Lord Katsura ... cogido por la oreja.

Inuyasha suspiró y le dio un golpecito en la cabeza.

-Sí, necesitaba otra mascota. Oh, vamos, Miroku. Después de todo, tú estás en la cuadrilla Ligera, y yo, en la Pesada. Has tenido muchas oportunidades para escapar de mí. En cambio, deberías preocuparte más por el emperador Chino y su apetito por Corea (7). Si estalla la guerra, nosotros iremos. Entonces podrás utilizar toda tu ira contra los chinos.

- Quieres suicidarte.

- Qué imaginación -dijo despacio Inuyasha- «La mort ne surprend point le sage; il est tout Jours prét á partir».

Miroku se lo quedó mirando fijamente unos instantes y luego tradujo:

- La muerte nunca sorprende al sabio, porque siempre está preparado.

- Muy bien. Eras el más listo en el colegio, pero no tienes por qué mirarme con el ceño fruncido. Ya he hecho la cabalgada del día.

Se dirigieron hacia las escaleras y kenshi cambió de posición y se situó a la izquierda de Inuyasha.

- Ánimo -dijo dando una palmada en el hombro de su amigo- A mí no me preocupa morir, sino la encantadora Kikyo Matsuzawa .

- Cuidado con ella. Su antepasado comerciante está a sólo tres generaciones, e Izayoi-sama no aprobaría a una nuera tan poco inmaculada, del mismo modo que no aprueba mi ilegitimidad.

Inuyasha soltó una carcajada e inició el camino que los llevaría hasta el pequeño comedor…

- Por esta razón estoy pensando en ir a Matsuzawa uchi (8) y hacer una oferta después del desayuno.

Contempló a su amigo, que se había quedado con la boca abierta, y volvió a soltar una carcajada. Estaban frente a la mesa del desayuno antes de que Miroku hubiera recuperado la compostura.


En Matsuzawa Uchi, Kagome Higurashi estaba encaramada a una silla en su aposento, con la mirada fija en las páginas de Otelo por si alguien entraba, pero lo cierto es que echaba humo como una olla hirviendo.

No podría. Nunca podría ser una dama como deseaba su madre. ¿Qué estaba haciendo allí, una americana acostumbrada a las ciudades de frontera y a las casas de tablas de madera? No era culpa suya que su madre quisiera borrar el pasado convirtiendo a su hija en una dama remilgada y de sonrisa bobalicona.

Ella era simplemente Kagome Higurashi, con un padre con minas de oro y una madre que nunca lo había considerado de la alta sociedad.

Además, las damas no hacían nada interesante. Se sentaban, confeccionaban tapetes o leían obras edificantes. No tenía tiempo para ser una dama. Había un trabajo de verdad para hacer ahora que eran ricos, pero su madre había insistido en enviarla con sus parientes de Japón para que la convirtieran en una señorita. Su madre había insistido una y otra vez hasta que su padre, finalmente, consintió. Y allí estaba Kagome, en Matsuzawa uchi, rodeada por su tía viuda, su prima Kikyo y su tía abuela Ema, sin posibilidades de escapar de ese estamento moribundo del que siempre hablaba su madre: la alta sociedad.

Se encontraba metida en esos problemas porque su padre, dos años antes, había encontrado oro. Kagome recordaba muy bien aquel día, porque había estado trabajando hasta justo antes de que su padre llegara a casa con la noticia. Trabajando en una tarea que ninguna dama haría: lavar la ropa.

En el patio trasero de la casa de los Higurashi en San Francisco, cinco cubas de colada esperaban a Kagome y a cuatro mujeres chinas. Kagome estuvo restregando la ropa arriba y abajo hasta que los dedos y las palmas de las manos le produjeron picazón. El jabón le salpicaba en la cara y el agua se le colaba por el escote del pecho. No se fijó en la presencia de las otras mujeres hasta que se puso el sol, porque la colada tenía que estar lista antes de que llegara el frío de la noche.

Una falda se deslizó de sus dedos entumecidos por el constante frotamiento. Se inclinó sobre la pileta, buscándola.

- Por favor, Señor -rezó al agua jabonosa- No permitas que mamá me vea.

Un mechón de cabello le cayó sobre el rostro, y le siguieron otros de brillantes azabaches y cinamomo más oscuros. Con un gesto se los echó hacia atrás, hacia el hombro, y antes de volver a enderezarse algo se enrolló alrededor de su cintura y sintió que volaba hacia atrás. Luego sintió una barba junto al oído y dos brazos que la apretaban.

- Jesús -dijo una voz masculina- Jesús.

Kagome se encontró en el aire, y cuando volvió de nuevo al suelo, el hombre la atrajo hacia sí, juntó su mejilla con la de ella, le dio unos golpecitos en el trasero y la abrazó.

Demasiado furiosa para gritar, Kagome levantó el brazo y le dio una bofetada en la nariz. Él la soltó.

- ¡Jesús!

La joven volvió a la pileta y cogió el revólver que tenía al lado. Cuando aquel hombre avanzó hacia ella, Kagome lo apuntó con el arma.

- Quieto.

El hombre le hizo un guiño. A juzgar por su apariencia, era otro buscador de oro.

Cansado, sucio y carente de buenas maneras debido a los largos meses de aislamiento. Tenía la barba larga y olía a caballo, a mula y a sudor de varias semanas. Se quedó mirando fijamente el arma y luego le dirigió una sonrisa.

- Vamos, jovencita, que no te he hecho daño. Aparta este viejo revólver

Mientras hablaba, el hombre se iba acercando. Otros tres pasos y estaría a su alcance.

-Voy a disparar -le advirtió Kagome- Aborrezco que un hombre me hable como si tuviera dos años.

El cañón del revólver se movió, disparó y una bala se clavó en el suelo a menos de un centímetro de la bota del minero. Era un hombre corpulento, pero dio un rápido salto y se echó hacia atrás mientras repetía sus zalamerías. De pronto, se lanzó sobre ella y Kagome volvió a disparar. El minero profirió un alarido y se sujetó la parte superior del brazo. Volvió a gritar, se dio la vuelta y salió corriendo del patio como una mula que hubiera visto un fantasma.

La puerta trasera de la casa se abrió de golpe, y Kagome vio por encima del hombro a sus hermanos. Souta bajó corriendo los escalones con un rifle en la mano, Shippo iba tras él, y por último, su madre.

Kagome dio un suspiro y se enjugó el sudor de la frente. Entonces escuchó el grito de su madre:

- ¡Oh, querida! Oh, querida, querida, oh, querida.

Souta se detuvo con el rifle apuntando al minero. Shippo señaló las piernas y soltó una carcajada. Kagome procuró no reír. Y le resultó difícil, porque su madre parloteaba y revoloteaba impotente como si evolucionara con sus ocho enaguas y pantalones bombacho a través de una puerta por la que le fuera imposible pasar. La admiración de Kagome aumentó cuando Aiko bajó los escalones mostrando tan sólo un tobillo.

Kagome volvió a suspirar cuando su madre avanzó flotando hacia ellos. Shippo trotaba a su alrededor con mirada alegre. Souta no se había movido; Kagome sabía perfectamente que no lo haría hasta estar seguro de que su familia no corría ningún peligro.

Aiko se detuvo un momento entre su hija y el minero, en el único lugar que no había barro. Tras cubrirse la boca con unos dedos temblorosos, alargó las manos hacia Kagome.

-Ya has vuelto al lavadero. Qué desgracia. Después de todos mis esfuerzos para enseñarte una conducta adecuada, señorita. No nos quedaremos durante mucho tiempo en los campos del oro. No quiero verte limpiando nunca más.

- Mamá, una de las chinas está enferma.

- Y mira tu vestido –Aiko torció la boca y se echó a temblar- Sales sin el vestido adecuado.

- ¿Quieres decir que no llevo veinte enaguas y un corsé?

Kagome se calló mientras su madre suspiraba y se llevaba las manos a las mejillas enrojecidas.

- ¿Cómo voy a lavar la ropa si no puedo inclinarme sobre la pileta? Ya tengo demasiado pecho sin necesidad de levantarlo con cordones.

-Ohhh. Silencio, señorita. Tienes dieciocho años, eres mayorcita. Si hubieras ido vestida como una señorita, este... este caballero nunca habría... habría...

Kagome le dio el revólver a Shippo y se puso las manos en las caderas.

- No te preocupes. Yo le habría disparado entre los ojos.

- Ohhh- Aiko se puso el dorso de la mano sobre la frente. Kagome se encogió de hombros y no se preocupó de taparse los oídos. Su madre podía gritar como el pitido de un tren cuando algo la angustiaba. Llamó a sus hijos, giró en redondo en una nube de enaguas y desapareció en el interior de la casa.

Una de las lavanderas cogió la pileta de Kagome en silencio. Kagome le sonrió agradecida y se dirigió al edificio que se levantaba junto a la cocina. Tenía dieciocho mineros que alimentar, y uno de los ayudantes de cocina se había quemado una mano. La joven se remangó y entró en la cocina; al poco rato tenía las manos hundidas en la masa fermentada para el pan y la harina cubría su vestido húmedo desde el pecho hasta los muslos.

Ya habían pasado casi cuatro años. Cuatro años desde que su padre se había llevado a su madre de la plantación de la familia en Virginia a buscar fortuna en las minas de oro de California. Desde que llegaron al Oeste, Kagome se dio cuenta de que ella era un engorro para su madre. Porque allí no había tiempo para convertirse en una dama. No en el viaje en carreta atravesando desiertos y montañas, donde la fortaleza salvaba tu vida, y no la delicadeza. Tampoco en San Francisco, donde empezar una nueva vida importaba mucho más que el hecho de que las damas no supieran qué ropa interior llevaban los hombres.

Kagome levantó la masa, la trasladó a una sartén y miró a su alrededor buscando un trapo para secarse las manos. Había sido idea suya poner una casa de huéspedes cuando resultó evidente que su padre no iba a volver con oro antes de que sus ahorros y la herencia de su madre hubieran desaparecido.

Kagome encontró un trapo y lo metió en una palangana. Sumergió las manos en el recipiente y el agua se volvió blanca. Algunas veces tenía ganas de chillarle a su madre.

Cuando se enfrentaron a la crisis económica, su madre tan sólo agitó las manos. Una dama japonesa se suponía que no sabía nada de negocios y dinero, y era culpa de Isao Higurashi que el asunto tuviera que mencionarse. Si él no hubiera querido independizarse de su acomodada familia de Virginia, Aiko y sus hijos habrían estado a salvo, en lugar de vivir desarraigados en una ciudad de frontera.

Kagome se limpió la parte delantera del vestido mientras intentaba encontrar la manera de aplacar la ira de su madre, cuando su padre llegó con la noticia de que había encontrado oro. La posada entera estalló de júbilo, y el mundo de Kagome cambió.

- Demonios.

Kagome cerró el libro y procuró sacudirse aquellos recuerdos que tanto la irritaban. A veces las damas tenían que hacer cosas que no les eran propias, y lavar la ropa de los mineros que buscaban oro era una de ellas. Su madre había querido convertirla en una dama, pero mamá también quería tener alimentos en la mesa. Y hacía años que Kagome había aprendido que a veces no puedes tener ambas cosas.

Echó un vistazo a la salita llena a rebosar de cintas y volantes, dio un resoplido de disgusto. Para Aiko, la hija de un señor japonés, los únicos lugares apropiados para las damitas eran sitios con colchas, cintas y tejidos.

Desde que Kagome podía recordar, mamá hablaba de su herencia japonesa como si eso fuera una virtud en sí misma. Le contaba historias y le decía que ella era una Matsuzawa. De Matsuzawa uchi, cerca del Castillo Saidai, en Sakata. Para su madre, todo lo noble y refinado se compendiaba dentro de estos límites. Su hermano, su esposa y su hija Kikyo habitaban en un mundo de cuento de hadas llamado alta sociedad.

Kagome sospechaba que su madre nunca habría abandonado la alta sociedad si no hubiera sido porque dicha alta sociedad no podía ofrecerle todo lo que ella deseaba. A veces, cuando su madre hablaba de Matsuzawa Uchi y de la alta sociedad, su padre se entristecía. Y cuando fueron ricos, las lamentaciones de su madre tomaron un nuevo giro. Empezó a insistir en que debían enviar a Kagome a Japón, con la familia de su hermano. Kagome se resistió, pero al final perdió la batalla.

Una victoria que entristeció a Kagome, porque ella y su padre amaban la lectura. En cuanto Isao rehizo su capital, reanudó las clases con sus hijos que había empezado hacía mucho tiempo. Souta y Shippo lo pasaban mal, pero a Kagome le entusiasmaban. Se sumergía en Voltaire, en Aristóteles, en Herodoto y en Euclides; ella y su padre devoraban juntos los libros con más rapidez que Souta un pastel de manzana.

Entonces Isao descubrió cuánto tiempo le ocupaba eso de ser tan rico. Kagome veía cómo su padre se esforzaba en administrar la carga de los bienes de la familia y le ofreció su ayuda. Y se convirtieron en aliados, puesto que sus intereses eran comunes.

Sin embargo, lo que pareció la solución de sus dificultades, para Aiko fue un anatema. Isao estaba cargando a su hija con trabajos que podrían quebrar su delicada naturaleza femenina. Kagome apuntó que su delicada naturaleza había sobrevivido a las Rocosas, a los desiertos y a las minas de oro. Pero su madre desestimó el argumento agitando su pañuelo de encaje. Cada vez que su madre encontraba algo reprochable, agitaba el pañuelo como una bandera en un campo de batalla.

Unos pasos inseguros al otro lado de la puerta de la salita de Kagome le anunciaron que su tía abuela Ema avanzaba por el pasillo hacia su sueñecito de la mañana. Para Kagome, el desayuno había sido otra prueba, con una tía abuela que perdía la cabeza y la excitación de Kikyo y su madre por el baile de aquella noche.

Tiró el libro al suelo. Debía considerarse afortunada por no haber sido una dama durante tanto tiempo. Si su madre no hubiera descubierto su amistad con Patience, ahora no estaría en Japón.

Su madre la había llamado «una perdida». Kagome había tratado a la muchacha durante todo un año y sabía perfectamente que «perdida» significaba prostituta. Patience la había salvado de ser violada cuando paseaba por la peor calle de San Francisco y no había nadie que pudiera ayudarla.

Además, aprendió muchas cosas interesantes de Patience. Como por qué los hombres te saltan encima sin razón aparente, por qué los hombres no parecen tener disciplina alguna por debajo de la cintura, y cómo se hacen los niños. Por su parte, Kagome le enseñó a leer y le aconsejó cómo podía ahorrar un poco del dinero que ganaba. Sin embargo, al descubrirse la existencia de Patience, Kagome perdió la pequeña guerra que había mantenido con su madre durante tanto tiempo.

- Eres un demonio.

Kagome se mordió el labio inferior y miró a su alrededor. Gracias a Dios no había nadie que pudiera oírla. Esto era algo a lo que todavía no se había acostumbrado, la gran cantidad de personas que se sentían obligadas a hacer algo por ella.

Escribiría a su madre. Le había prometido hacerlo una vez a la semana, pero cada vez que cogía la pluma, Kagome se daba cuenta de cuánto la echaba de menos. Su madre podía protestar y regañar, pero todos sus fastidios eran resultado del amor. Y Kagome le hacía burla de algunas de las cosas de las damas que tenía que aprender, como la música y la danza.

Si no estuviera tan nerviosa. Aquella noche tenía que ir a un baile. La prima Kikyo decía que era una desgracia que Kagome tuviera casi Veinte años y nunca hubiera salido ni ido a ningún baile. El acontecimiento de aquella noche iba a introducir a Kagome en las complicaciones del baile. Kikyo se había obstinado, en que Kagome, posiblemente, no podría ser presentada durante la temporada de Londres en primavera sin antes haber practicado un poco en algunos bailes.

Y la etiqueta. ¿Cómo iba a acordarse de las normas adecuadas, de las reglas? Kagome se levantó de la silla, y cuando lo hizo estuvo a punto de dar un traspié porque se pisó la falda. Levantó toda aquella cantidad de ropa que le rodeaba los tobillos algo que sabía que no debía hacer y se acercó a la ventana. Su cuarto daba a la entrada principal y observó que llegaba un carruaje. Era uno de los más lujosos que había visto nunca, de un negro reluciente con los ornamentos de latón pulidos y con las armas en oro, rojo y blanco a los lados. Kikyo no cabía dentro de su cuerpo por la excitación producida porque tan noble personaje fuera a visitarla.

Kagome apoyó los codos en el alféizar de la ventana y la frente en los cristales. Estuvo varios minutos mirando al exterior y luego se dispuso a estudiar la lista de Kikyo con la gente importante que había invitado aquella noche.

Mientras apoyaba la cabeza en el paño de la ventana, Kagome vio apearse al ocupante del carruaje. Sus aposentos se encontraban en el ala este de la casa, de modo que veía al visitante de refilón. Sin embargo, desde su lugar aventajado pudo distinguirlo con claridad, porque sólo estaba a un piso de distancia. Fuera quien fuera, debía de ser importante, porque el mayordomo se apresuró a salir a su encuentro, así como dos criados.

El visitante se dirigió hacia la casa y se quitó el sombrero. Kagome presionó más la frente contra el paño de la ventana y apoyó las manos en los cristales.

A la joven le habría resultado imposible expresar con palabras lo que sintió en ese momento. Kagome conocía un gran número de palabras adecuadas, de hecho poseía un gran acopio de ellas, de tal manera que asustaba a los jóvenes que le presentaban.

Pero al ver a aquel hombre no pudo encontrar siquiera una que le ayudara a comprender su reacción.

Si no se hubiera quitado el sombrero, no lo habría sabido. Pero lo hizo y ella lo vio, y observó que sus cabellos estaban inundados de magia. Le fue imposible decir por qué, pero así era, y por primera vez en su vida deseó tocar a un hombre.

Quizá la magia se debía a su belleza física, porque la poseía y en abundancia. Y unos cabellos negros magníficos. El contraste entre su piel y los cabellos iluminados por el sol hacía que sus mechones fueran más brillantes de lo que nunca podrían ser unos cabellos más claros. Su rostro era una hermosa adaptación de los ángulos de Euclides, pero sus labios se curvaban en un arco que hizo que Kagome frunciera los suyos por alguna razón que le resultó imposible descifrar. Y apenas se dio cuenta de los ágiles movimientos de su cuerpo, aquel hombre había desaparecido, y con él, toda la magia.

Kagome se quedó contemplando sus manos. Las tenía juntas, húmedas y frías. Inconscientemente salió presurosa de la habitación y se dirigió a una esquina del rellano para mirar la entrada del vestíbulo. No consiguió verlo. Lo estaban acompañando al salón y pudo oír su voz. Aquel sonido fue como si le hubieran disparado flechas de fuego y de hielo a través del cuerpo. Sintió cómo la atravesaban con cada una de las palabras que él pronunció. Luego se cerró una puerta y ya no oyó más.

Kagome volvió a su aposento, se dirigió a uno de los armarios y sacó de allí un libro grande y pesado. Estaba lleno de grabados de obras de Miguel Ángel y Da Vinci. Las manos frías dieron la vuelta a las páginas, una tras otra, hasta que llegaron al final. Después cerró el libro y dio unas palmaditas mientras se quedaba pensativa. Aquellas ropas elegantes ocultaban una fina musculatura, tal como ambos artistas en sus dibujos de la anatomía masculina pero no encontró una explicación a su propio comportamiento.

Había visto antes a hombres de gran belleza, pero a ninguno de le acompañaba ese halo brillante. Ninguno había provocado que ese hormigueo en la piel. Era un milagro, sin duda alguna.

Continuara…


¡Que tal chicos y chicas! Bueno esta historia es una adaptación como bien dice en el principio. Hice lo que pude para arreglar el entorno y que este tuviera alguna semejanza con la vida japonesa, al igual que me base en datos históricos, tengo el deber de decir que algunas cosas las tuve que alterar para que calzara. Se que fracase estruendosamente, pero he echo todo lo que a estado en mis manos para poder arreglarlo ¡lo juro!

Les aseguro que más adelante esto se volverá de locos, en un comienzo es algo lento pero del capitulo cuatro hacía adelante ¡prepárense!

Les rogaría que no me acusen de plagio, porque ya confesé que nada de esto es mió…tanana (música triste).

Aquí van las palabras que estaban entre paréntesis:

(1)Tetsu: Hierro

(2)Saidai: El más grande

(3) kōsen:Rayo de Luz

(4)Misesu: Dama, Señora

(5) Ishin shishi: Grupo liberal que peleo a favor de la reforma política de Japón, iban contra el shogunado.

(6) kenshi: Colmillo

(7) La Primera Guerra Sino-japonesa (1894-1895) enfrentó a Japón y China, principalmente por el control de Corea

(8) Matsuzawa uchi: Casa Matsuzawa, propiedad o fundo. Están dentro de las tierras de Saidai.

Bueno espero que esto haya sido de su agrado. ¡Nos vemos en el próximo capitulo!

Titania de Oberón

Pd¡¡Dejen review!!!