Capítulo I: Como una obra de teatro

Mi nombre era Angela. Hace tantos años que nadie me llama así que me suena como un recuerdo vago, casi un sueño. Viví en Londres en el siglo XIX, era una época de cambios, de transición. Pocos años antes nuestro país había luchado contra las tropas francesas de Napoleón; que consiguió dominar casi toda Europa a excepción de Rusia y nuestra Gran Bretaña.

Mi familia era de noble cuna. Mi padre era uno de los más importantes consejeros de la corona Británica. Mi madre había sido una dama de una de las familias más ricas del Sur de Gran Bretaña, poseía un apellido unido a un linaje de los más importantes de la Vieja Inglaterra. Y más que el dinero sus mejores bazas eran los incontables terrenos que poseía en varias villas Inglesas, así como dos mansiones y tres casas de campo que habían pasado a manos de mi abuelo paterno como herencia muchos años antes. Cuando llegó el momento oportuno la familia de mi madre vio en mi padre un buen partido para su matrimonio, ella aportaría el dinero y él poder y mayor cercanía a la familia real.

Mis padres jamás tuvieron un hijo varón, fueron bendecidos tan sólo con dos niñas, yo fui la primera en nacer y mi hermana Claire, dos años más joven fue su segunda y última hija. Esto les ponía en una difícil situación porque siempre quisieron haber tenido al menos un niño. En cuanto a las herencias no habría problemas ya que en nuestro país el primogénito es el mayor beneficiado, sea cual sea su condición, en este caso la mayor parte de los bienes de mi familia recaerían sobre mi; aunque que importa ya eso...

Mi padre siempre me consideró la más parecida a él en cuanto a carácter, y también en aspecto físico ya que los dos teníamos el pelo rojizo y ondulado así como ojos claros. Ambos solíamos tener discusiones interesantísimas sobre todos los temas que podáis imaginar. Esas conversaciones que mi madre aborrecía y consideraba inapropiadas para la hora de la cena. Padre siempre decía que de haber nacido yo varón hubiera sido un digno sucesor a su cargo de consejero, claro que yo era si cabe más apasionada y ponía incluso más empeño en todo lo que hacía que él mismo. Claire por el contrario siempre se pareció más a mi madre, De pelo dorado y totalmente liso, ojos pardos y de complexión algo más generosa que yo. Educada, dulce, callada, obediente y poco dada a destacar en sociedad; en una palabra "Conformista". Se convertiría en una esposa, eso estaba claro, sólo espero que fuera capaz de enamorarse del varón apropiado. Yo por el contrario poseía un espíritu más indomable, menos recatado. Lo cual no era del agrado de muchos hombres...

Mis padres jamás se amaron, al menos no en el sentido más amplio de la palabra. Simplemente se respetaban y solían actuar como "buenos esposos" delante de la sociedad. Claire y yo pronto nos dimos cuenta de que esa "corrección" era muy distinta de lo que nosotras llamábamos "amor verdadero", siempre tuvimos claro que deseábamos casarnos con alguien de quien nos enamoráramos, nunca de un hombre que nos fuera asignado por sus rentas anuales o su posición. Creíamos que ser obligadas a estar con alguien por una mera formalidad nos haría infelices y nos marchitaría con rapidez como una rosa cortada y reseca.

Siempre que íbamos al teatro a ver una obra romántica las dos nos pasábamos semanas fantaseando con esas historias. Nuestras favoritas siempre fueron las obras de Shakespeare, jugábamos a convertirnos en Julieta o en una de las enamoradas protagonistas del Sueño de una noche de verano, no nos importaban tanto las consecuencias como llegar a sentir ese amor tan profundo en algún momento que todo lo demás no importara….

...Tal vez ese deseo fue mi condena.

Cuando cumplí los diecisiete años me enamoré perdidamente de un hombre; Jerome Morrow, un político y joven escritor de ideas revolucionarias muy atractivo al que conocí en una fiesta en los salones de Buckingham. Era moreno, de ojos claros y verdosos, alto y bien parecido, solía tener una expresión ausente en el semblante lo cual le hacía misterioso y más interesante si cabe a mis ojos. Durante meses le amé en secreto y albergué la esperanza de que algún día pudiera ser mío. Era mi amanecer y mi ocaso, lo era todo para mi joven e inocente corazón, jamás había sentido aquel cúmulo de emociones antes, era como enorme una cascada que no cesaba de fluir casi hasta ahogarme por dentro.

Él por el contrario nunca pareció fijarse demasiado en mi persona, y las pocas ocasiones en las que hablamos a solas pareció estar más interesado en contarme los problemas de la sociedad de la época o la última exposición de pintura a la que había asistido que en escucharme una sola tímida palabra de amor de mis labios.

Solía tratarme como una niña rica, mimada y malcriada, como una mujer simple de esas que abundaban en nuestros círculos sociales, tan sólo dispuestas a encontrar un marido del que presumir y vestidos caros para lucir en las fiestas. Tal vez él me veía así sólo porque mi familia era adinerada, me creía igual que la mayoría, pero se equivocaba y me decidí a hacerle ver la verdad costara lo que costara. De todos modos cuanto más desdeñaba de mí más atraída me sentía por él, cuanto más desprecio me profería más me empeñaba yo en abrirle los ojos a la verdad.

Él se consideraba uno de esos "hombres que se han hecho a sí mismos", creía que todo lo que el había conseguido había sido gracias a su perseverancia y su esfuerzo. Traté de hacerle entender por todos los medios que yo era una mujer culta e inteligente, con estudios, versada en las Artes; una persona preocupada por los demás. Pero sus prejuicios contra mí y contra mi familia no me ayudaron mucho a convencerle. Aún así yo escuchaba cada una de sus palabras como si fuera la última, sus conocimientos sobre tantos temas interesantes me maravillaban.

Durante meses y meses me hice la encontradiza por algunos de los salones y fiestas más conocidos de la ciudad, así como por los cafés londinenses donde solían reunirse los políticos y hombres importantes de la cultura, lugares poco comunes para una dama de mi posición pero que siempre fueron de mi agrado. Ya que había acudido en otras ocasiones, siendo poco más que una niña acompañando a mi padre….dicho sea de paso mi madre jamás aprobó que una chiquilla se rodeara de hombres de la política o de "escritores engreídos", como ella llamaba a los poetas y novelistas. Yo en cambio disfrutaba desde niña de la compañía de aquellos viejos o no tan viejos hombres que parecían creer arreglar el mundo con cada frase que salía de sus bocas, mientras el humo de sus pipas se disipaba casi tan rápidamente como sus palabras…

Aquel mismo verano, mi familia y yo nos fuimos a nuestra villa en Oxford como siempre por esas fechas. Una soleada tarde de junio salí a pasear por los alrededores con mi hermana, Claire. Cual fue mi sorpresa cuando me encontré a Jerome caminando por los alrededores de nuestras tierras con un par de compañeros de su partido, llevaba un precioso traje claro de verano que le sentaba maravillosamente y un sombrero beige que procedió a quitarse al vernos aparecer. Tras saludarnos educadamente, le pregunté el por que de su visita a Oxford y no supo muy bien que responderme; se sonrojó levemente e inventó una rápida excusa sobre "pasar una temporada tranquila lejos de los ruidos de la ciudad", ni siquiera fue capaz de mirarme a los ojos mientras me hablaba. Sus compañeros contuvieron la risa, lo cual me hizo pensar que tal vez aquella razón no era demasiado cierta.

Dos días después un mensajero trajo a nuestra casa un sobre lacrado a mi nombre, dentro en su maravillosa caligrafía me citaba esa misma tarde en el museo botánico.

Me puse uno de mis mejores vestidos de verano y llegué 15 minutos después de la hora acordada, como manda el protocolo de una dama respetable. Él me esperaba junto a un banco, bajo un enorme sauce de color verde vivo, no obstante aquel año había llovido bastante y la vegetación lucía con sus mejores galas. Nos saludamos cortésmente y le pregunté el porque de su invitación. Jerome parecía mucho más torpe conversando que otras veces, hablar de sociedad y política siempre le dio seguridad, en cambio ahora se me presentaba perdido y asustado como un niño en un bosque oscuro.

Tras dar varios rodeos comenzó a hablar de aquello que yo quería oír desde muchos meses atrás. Llegamos al puente de madera que había en el campus de la universidad, el sol rojizo se reflejaba en el río que corría a nuestros pies, allí tras tan larga espera, entre balbuceos y miradas esquivas Jerome me confesó por fin sus sentimientos... Por un instante permanecí muda, pero feliz.
Me tomó de la mano y tras unos incómodos segundos en los que ninguno supo que decir nos besamos furtivamente.

Al día siguiente y sin darme la oportunidad de poner a mi familia en antecedentes se presentó en nuestra casa dispuesto a pedirle a mi padre ser mi pretendiente de manera oficial. Mi padre sorprendido a la par que horrorizado le echó de casa alegando que ninguna de sus hijas iba a casarse con un alborotador y mucho menos con un político con ansias de escritor, le llamó muerto de hambre y muchas otras cosas igualmente horribles e inciertas.

Lloré y lloré durante días enteros, a penas les dirigía la palabra a mis padres a menos que ellos me instaran a hablar primero. Mi hermana se convirtió, como en tantas otras ocasiones, en mi única confidente.