Disclaimer: Fairy Tail pertenece a Hiro Mashima.
Personajes/parejas: Lucy/Minerva/Sting, Lucy/Minerva, Sting/Minerva. Natsu/Lucy unilateral.
Extensión: 6860 palabras.
Notas: Me quede sin tiempo, que quede claro, tuve un febrero movido y ahora en Marzo entre a la universidad, así que mucho tiempo libre no he tenido. Por eso lo hice algo apurada y me deje algunas cosas en el camino, pero quise terminarlo. En cuanto vi este reto tuve ganas de escribir horror, aunque, si bien tiene, al final es casi nada, pero la intención estuvo XD También la de darle más participación a Minerva o describir más las relaciones. Repito, me quede sin tiempo.
Este fic participa en el Reto de Febrero: "Había una vez..." del foro "El Gran Reino de Fiore". Me toco "Hansel y Gretel".
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El amor de la bruja.
I.
Había una vez una joven que se perdió, de la peor manera en la que uno puede perderse. Y tratando de hallar la salida del bosque, acabo sumergida en dulces tinieblas de un amor de jengibre.
II.
Hansel y Gretel se pierden en el bosque. Hansel marca el camino de vuelta.
La gravedad de perderse varía de acuerdo a dónde se está perdido, o al menos eso es lo que siempre ha pensado ella. Perderse en un bosque, en un desierto, es terrible; perderse en una ciudad puede serlo más o menos dependiendo de la gente. Pero ante todo, Lucy siempre ha tenido claro que la peor forma de perderse es en uno mismo. Ahí no hay camino posible que encontrar, ni ayuda alguna que recibir, ahí solo estás tú, solo en medio de la nada; perdido.
Justo ahora, Lucy está perdida, completamente perdida.
Se sienta en una banca y suspira, cansada. Lo peor de perderse dentro de uno mismo es que en lugar de no lograr llegar a destino, simplemente no sabes cuál es este o dónde se supone está. Y es que ella no tiene idea de a dónde se supone va. Su vida es un remolino constante y a veces doloroso, en el cual el camino a seguir se vive difuminando y perdiendo entre las miles de batallas a librar. Con otros, consigo misma, con el mundo.
Lucy recuerda haberse sentido así demasiadas veces para su gusto. Cuando murió su madre y el mundo parecía no tener sentido, carecer de objetivo alguno; cuando el lazo con su padre murió y la gente parecía desaparecer como meras sombras en su vida; cuando los atacó Phantom Lord y todo parecía inútil, incluso ella. Acnologia, los siete años, Tártaros, la disolución, ese fatídico año. Toda su vida es un vaivén de tal vez sí, quizás no, y la marea, dejando de vislumbrar el camino a seguir en el proceso. Y al pensar en todo aquello, en todos esos recuerdos, no puede evitar desear estar perdida en un bosque y no ahí, aunque no tuviera migajas algunas para hallar el camino de regreso.
—Como Hansel y Gretel.
Su voz es un murmullo apagado, que se pierde en el aire. Su madre, su padre, su familia, todos la han dejado ahí, botada en el bosque de su vida, de su mente, sin preocuparse por enseñarle el camino de regreso. De nuevo está perdida, por otra maldita vez en su vida se ha perdido.
—¿Dicha frase tiene algún significado en particular o simplemente te gusta soltar estupideces a mitad de la calle?
Abre los ojos, extrañada, alzando la mirada para toparse con dos zafiros burlescos que la contemplan con insultante indiferencia. Trata de sentirse molesta por ese hecho, o por la tonta pregunta de hace un momento, pero no halla manera. No halla nada, simplemente.
—¿Es de verdadero interés del maestro de Sabertooth mi respuesta o simplemente te gusta pasear por las calles preguntando estupideces a desconocidos?
Sting enarca una ceja, contemplando su lamentable figura con calma.
—¿Eres una desconocida? —inquiere, logrando que ahora sea su ceja la que se enarque—. Digo, te conozco. Vale, no de toda la vida, pero no eres la puta extraña de la esquina. Eres Lucy Heartfilia, de Fairy Tail, ¿no? La que siempre acompaña a Natsu-san.
Ah, Natsu. La simple mención de su nombre la devuelve a su estado introspectivo. Porque le duele, maldita sea.
—Entonces —dice, aguantando las ganas de mandar a ese rubio a la mierda, que no es que quiera hacerlo, no tiene motivos para, simplemente quiere mandar el mundo a la mierda y ese chico se incluye en él, ¿no?—, tratas de decirme que al maestro de Sabertooth le gusta pasear por las calles preguntando estupideces a magos de otros gremios, más o menos, ¿no? Digo, es lo que te entendí.
—Bueno, magos de otros gremios suena más agradable que desconocidos.
—Sigo siendo una desconocido para ti, tarado.
—En ciertos aspectos, no todos, no eres una desconocida total. Me sé tu nombre, tu gremio, tu magia y, no sé, tu traje de baño.
—¿Mi traje de baño?
—No me mires así, tarada, no peleaste ni con ropa ni desnuda en la batalla naval.
—Ah.
Se contemplan unos minutos, en silencio absoluto. Lucy se muerde los labios, tratando de hallar algo qué decir, pero no se le ocurre nada. Da igual, es Sting quien habla finalmente.
—Oye —Lucy centra la mirada a él, pero el mago no se anima a continuar.
—¿Qué?
—¿Sigues —se detiene, incómodo—, sigues molesta, o ya no?
Parpadea, sin entender el sentido de esa pregunta.
—¿Molesta por qué?
—Por la batalla naval —aclara Sting, alzándose de hombros en un triste intento de aparentar indiferencia, uno que no funciona pues se nota a leguas que el tema le importa—. Con la señorita, por lo de la batalla. ¿Sigues molesta?
Lucy comprende, recién entonces, por dónde van los tiros. No está segura de por qué Sting Eucliffe le ha sacado ese tema tan de la nada, pero responde con toda la honestidad posible, simplemente porque es inherente a ella hacerlo.
—Nunca estuve molesta —el rubio la mira, completamente extrañado por esa respuesta y Lucy trata de darse a entender—. Quiero decir, me dolió, mierda, me dolió mucho, pero no es lo mío ser rencorosa, o meditar mucho sobre esas cosas. Además, Minerva cambió, ¿no? O al menos eso me dijo Erza, y yo le creo, si volvió con ustedes debe ser por algo, si me lo preguntaste debe ser por algo, ¿no? Te importa, solo puedo suponer que, dado lo que me dijo Erza, eso tiene que ser reciproco.
Y vuelve el silencio. Se miran largo rato, con los zafiros del rubio brillando de una manera que no sabe definir, pero que le agrada más que la mirada que tenía antes, más arrogante. Sting, finalmente, suelta una sonrisa.
—Me alegra —dice, dando la vuelta y continuando su camino.
Ella tarda unos momentos en comprender, o suponer, que si se detuvo ante su presencia fue por eso, para preguntar eso, no por algún otro motivo. «Entonces», sonríe como tonta inevitablemente a causa de su pensamiento, «al maestro de Sabertooth le gusta pasear por las calles preguntando por sus compañeros». La sonrisa de estúpida no se le va cuando se levanta y lo sigue.
—¡Ey! —el rubio voltea, regresando la atención a ella—. No te vayas así nada más —reclama, sonrisa boba en la cara.
—¿Por qué no?
Lucy piensa, trata de hallar una buena excusa para pedirle eso, pero sabe que no la tiene.
—Justo ahora no estoy de ánimos para estar sola.
«Tú estás aquí, ¿no?».
Sting se queda en silencio, como meditando sobre algún problema de vital importancia. Lucy piensa que se parece un poco a Natsu, salvo que cuando Natsu piensa —inexplicablemente— se ve más tonto de lo usual, Sting se ve pensativo, nada más, cómo debería ser.
—La señorita —pronuncia el chico finalmente, captando su atención—, yo creo que la señorita no tendría problemas en disculparse. —Lucy parpadea, no muy segura de qué pensar ante eso—. Lo que quiero decir es que pienso, o más bien creo, que se sentiría mejor disculpándose y sabiéndose perdonada. Tú sabes, que le digas lo que me dijiste hace un rato. Además no estaría mal que estuvieras en buenos términos con ella, ¿no?
Y eso es claramente una invitación, la invita a visitar el gremio. Y justo ahora no quiere estar sola.
—No hay problema, además tengo ganas de ver a Yukino.
Sting asiente, se encaminan juntos rumbo al gremio de los tigres. Lucy piensa que al menos así no tiene que pensar en lo otro, en el desastre andante que es su vida y en el camino y destino que no logra hallar. Así no tiene que pensar en lo perdida que se siente.
El susodicho gremio es más animado de lo que hubiera esperado, casi tanto como Fairy Tail, solo que sin el factor destructivo. «Que es innecesario», piensa inevitablemente y aquello posiciona a Sabertooth primero en su lista personal de gremios, porque ahí de seguro hacer una misión implica recompensa intacta sin daños a terceros.
Yukino la abraza al saludarla, sacándole una sonrisa. La otra maga la mira a lo lejos, haciendo que se plantee si eso en verdad fue una buena idea. Es que demonios, impone e intimida, un poco bastante mucho, y le forma un nudo en la garganta cuando se ve en la obligación —obligación, porque no hacerlo sería descortés de su parte— de saludarlos a todos. Le sonríe, temblando cual gato acorralado.
—Hola —musita, tratando de que su nerviosismo no se note. Tanto.
—Hola —corresponde Minerva, estoica. Y «oh, mierda, ¿hay alguna necesidad de que luzca como un tigre al asecho?».
—Qué tal, señorita —saluda Sting, apareciendo por su espalda de manera demasiado repentina para su gusto—. Lucy-san —¿Lucy-san? ¿Desde cuándo es Lucy-san?— quería hablar con usted.
Vete a la mierda, es lo que le encantaría decirle. Porque Minerva fija la mirada en ella, fija como una flecha envenenada, y es consciente de que le tiemblan las piernas y tiene más atención de la que pretende. Y es que «maldita sea, ¿hay alguna necesidad de que parezca una diosa sedienta de sangre?». Diosa. ¿Acaba de usar la palabra diosa junto al nombre de Minerva?
—Sí —se asombra de no tartamudear. «¿Cómo mierda hice eso?». Traga saliva, intimidada por esa presencia frente a ella y ni Erza la atemoriza tanto—. Simplemente pasaba por aquí —empieza, aguantando las ganas de salir corriendo— y pensé en pasar a saludar —está dándole vueltas al asunto, es consciente de ello— aprovechando que me encontré con Sting. —Y si tuviera ojos en la espalda, vería al susodicho poner los ojos en blanco ante su verborrea.
—Lo que la rubia —no puede evitar fruncir el ceño ante el cambio que sufre su apodo— quiere decir —«No pongas palabras en mi boca, tarado»— es que no hay rencores. ¿No?
Y esa pregunta va para ella. Hace uso de toda su capacidad racional para poder articular palabra cuando Minerva la mira enarcando una ceja.
—Sí —tartamudea, y ahora sí lo hace, lo que es más entendible a que no lo haga—. Tú sabes —«¿Tú sabes? Oh maldita sea, ¿acabo de tratarla de tú?»— ser amigas.
¿Acabada de ofrecerle, a ella, a Minerva Orland, ser amigas? Definitivamente más que estar perdida lo que tiene que estar es loca. De dónde demonios sacó el coraje para tratarla tan familiarmente.
—¡Sería perfecto! —exclama Yukino, llegando de pronto, al igual que Sting, a su espalda. Y «no, Yukino, no sería perfecto, estoy definitivamente mal de la cabeza, la conversación con tu maestro me debió freír las neuronas»—. Estoy segura de que si se conocen podrían llevarse bien.
«Yo YA la conozco, lo suficiente, al menos. Me sé su nombre, su gremio, su magia y su traje de baño. La conozco lo suficiente. Sting me apoya, sé que lo hace. O debería, es lo mínimo».
—Claro —dice Minerva, sonriendo. Lucy solo puede estar segura de algo en ese momento y es que esa maga sonriendo es lo más perturbador que verá en su vida. Probablemente.
Pero, de alguna manera, acaba sentada frente a ella el resto de la tarde. Nunca el tiempo pasó tan lento, y de seguro es por eso, por su presencia, que voltea a cada momento hacia Sting, el salvavidas más próximo que tiene. ¿Qué hace metida en ese gremio, para empezar? No está segura, y tampoco se lo cuestiona mucho aunque Sting la mire con una ceja alzada por esa innecesaria atención a su persona.
Se marcha de ese lugar, entrada la noche, segura de sentirse más desorientada que nunca, con el rubio pisándole los talones pues Yukino no dejó de repetir que no era bueno que andará sola a esa hora y además Sting era quien la había invitado. No sabe que está pensando, pero se ve tan incómodo como ella con esa situación.
—Bueno —se detiene frente a la estación de trenes, pues se alejó bastante de Magnolia cuando se sintió asfixiada en esta, perdida y descolocada—, gracias por la invitación —sonríe, tratando de verse natural—, realmente necesitaba despejarme.
Sting se alza de hombros.
—Me alegro, rubia.
—¿Cuándo vuelvo a ser Lucy-san?
—A saber.
—Tarado.
El mago le devuelve la sonrisa y Lucy siente por un ínfimo segundo que ya no está tan perdida, por un pequeño segundo le parece vislumbrar su camino. Se despide, por eso mismo, con una sonrisa aún más amplia. Supone que si ella es Gretel entonces Sting sería Hansel, y que si el dicho de "un clavo saca otro clavo" es cierto bien puede hallar el camino a casa siguiendo clavos y no piedras. Nada pierde por ello.
III.
Hansel y Gretel se pierden en el bosque, de nuevo.
No entiende, ni un poco, la insistencia de la maga de Fairy Tail con aparecerse por ahí, sonriéndole —siempre le sonríe— y dando excusas bobas a su presencia.
—Pienso —dice Rufus a su lado—, que te está coqueteando.
—Lucy-san no me coquetea.
—¿Puedo cuestionar por qué es Lucy-san la gran mayoría del tiempo salvo cuando su presencia está aquí? —Sting frunce el ceño, pero Rogue ni se inmuta—. Digo, cuando está la nombras por su tonalidad de cabello de una manera bastante impersonal. Me parece curioso el cambio.
—No sé que insinúas con eso, pero no es cierto.
—¿Cómo puede ser falso si no sabes qué quiere decir? Podría estar insinuando que tienes cerebro, aunque en dicho caso tienes razón en lo que dices.
—Vete a la mierda, Orga. ¿No tienen nada mejor que hacer aparte de joderme la mañana?
—No. —La respuesta es insoportablemente unánime y le produce ganas de mandar a esos bastardos al infierno.
Yukino se aparece, de manera muy inconveniente, en ese momento, arrastrando a alguien con ella.
—¡Lucy-san vino a vernos! —comenta, feliz—. ¿Dónde está la señorita?
Sting tampoco entiende el empeño de Yukino en que esas dos sean amigas, pero no pone peros porque lo prefiere a que esa maga se le pegue todo el día.
—En su cuarto —responde con indiferencia.
—Vamos —Yukino no parece tener reparos en arrastrar a Lucy, y esta apenas y tiene tiempo de agitar una mano en señal de saludo.
—¡Qué tal, Sting! —exclama, desapareciendo por el pasillo—. ¡Ro...! —Y desaparece.
Sting enarca una ceja, casi divertido por la situación, hasta que regresa la atención a los bastardos que tiene por amigos.
—¿No irás a dejar a tu novia sola? —cuestiona Rogue, con una pequeña sonrisa asomando en su rostro.
—No es mi novia.
—Pero a este paso lo será, partiste —dice Orga.
—¿Y quién eres tú para darme ordenes?
—Estuve pensando que Yukino de seguro todavía está interesada en saber quién se comió su porción de pastel, y yo lo recuerdo perfectamente.
—De acuerdo, voy, pero que les quede claro que son unos bastardos de mierda y ojala ardan en el infierno.
—El que lo desea es el primero en acabar ahí, Sting.
—Lo que digas, Rogue, ahora púdrete.
Y se levanta, y se larga. El cuarto de Minerva no está precisamente cerca, lo que le da tiempo para pensar en lo mucho que lo confunden las actitudes de esa rubia chillona y en el hecho de que cuando se acercó a ella no esperaba tenerla pegada a él de manera constante a causa de eso. De saberlo nunca le dirige la palabra, en lo absoluto. Pero quiso hacerlo, todo fuera por la señorita, para asegurarse de que no habían hostilidades hacia ella.
—Y ahora la hostilidad es hacia mí, demonios —se queja, caminando a paso lento—. Joder, nadie me advirtió de esto.
Llega a destino y toca con suavidad, siendo recibido por Yukino.
—¿Qué sucede, Sting-sama?
—Nada. ¿Qué tal todo?
—Bien, aunque es una reunión de chicas.
—Sting puede entrar de todos modos —oye decir a Minerva—, porque es gay, eso lo califica para entrar.
No puede evitar inclinarse hacia adentro, por sobre Yukino, y reclamar.
—No soy gay, señorita, ya deje de decir eso.
Luego, parpadear. Porque Minerva está sentada junto a Lucy, con un brazo por sobre los hombros de la rubia y si bien esta luce algo avergonzada, no parece del todo incómoda, no como antes.
Yukino suspira cerca de su oído.
—Por favor, no moleste a Sting-sama, señorita.
Minerva sonríe con fingida inocencia y Lucy, a centímetros de ella, voltea a verla.
—Entonces —comienza Sting—, ¿ya son amigas?
—¡¿Eh?! —A Lucy se le suben los colores, pero Minerva solo amplia la sonrisa y la acerca más a ella.
—Sí. Las mejores.
—Pues me alegro.
El maestro de Sabertooth deja el tema por zanjado, y total ya fue a verla como le pidieron sus compañeros, así que se aleja rumbo a su propio cuarto. Se tumba en su cama en completa soledad pues Lector salió hace algún rato con Frosch a la ciudad y no hay nadie que le haga compañía. Además esa rubia acapara a la señorita, indirectamente y más que nada por causa de Yukino, pero la acapara al fin y al cabo.
—Preferiría que en verdad me coqueteara.
No puede asegurar si lo hace o no lo hace, pero se siente confuso respecto al tema. Le da lo mismo, la verdad; si esa rubia gusta de él o no es algo que le trae sin interés, lo que no puede sacarse de la cabeza es lo rara que andaba la maga el día que se la encontró y la sonrisa que le dirigió al despedirse. Molesta un tanto ese recuerdo, porque sí está medio seguro de que aquella vez le coqueteó, pero ya no lo puede asegurar y le parece que algo no ha dicho, quizás qué la tiene tan alicaída. Si tiene que ser honesto, y solo si tiene porque no es fanático de serlo, le agradó encontrarse con ella; medio puede afirmar que es por eso que la chica le bulle tanto en la cabeza, de una manera un tanto molesta, y eso se incrementa si la maga está en compañía de la señorita.
—Porque la acapara.
El detalle le molesta al por mayor, porque después de todo el único motivo por el que le agrado toparse con la rubia fue Minerva. No siente deseos, en lo más mínimo, de meditar el motivo por el cual todo parece diferente desde que la señorita regresó, la causa por la que nada parece ser igual. Es un tanto cobarde de su parte, no lo niega, después de todo si se animase a aceptar la respuesta —porque la sabe aunque se la niegue a sí mismo— dejaría de sentirse tan desorientado. Pero no lo hace, y por eso no es muy consciente de dónde se halla parado. Lleva así bastante tiempo, perdido, y la presencia de la rubia no lo ayuda, esa que ingresa a su cuarto con timidez.
—Hola.
—¿Qué quieres?
—Que amable.
Sting sonríe levemente por el sarcasmo en la voz de la maga, levantándose un poco para verla mejor.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué tal todo con la señorita?
Lucy se muerde el labio, bastante sorprendida por esa pregunta y claramente sin desearla.
—Pues bien.
—¿Sí?
—Ajá.
—Te pregunto de verdad, rubia.
—Y yo te respondo de verdad, tarado.
—¿Entonces?
—Pues nada, es que no me acostumbro, ¿vale? Digo, sí, es estupenda y entiendo esa idolatría ridícula de ustedes, pero intimida, bastante, además con todo lo sucedido me siento bastante arrinconada y es algo... extraño. Tú sabes, o deberías saber, supongo, la conoces más, es de esas personas que no pasan desapercibidas y me siento algo pequeña a su lado.
—No sé por donde empezar con todo eso, aunque probablemente debería hacerlo por la parte de la idolatría ridícula.
—No me lo niegues. Y yo que pensaba que solo eras fanática de Natsu.
—¡No soy una fanática de Natsu-san!
—Lo que digas, pero esto es tu cuarto y eso de tu velador definitivamente...
Lucy no termina, un cojín le golpea el rostro. En cuanto cae en la cuenta recoge el susodicho objeto del piso y lo arroja de vuelta hacia un avergonzado Sting, que le regresa nuevamente el golpe. Y no, tener una guerra de almohadas no implica nada, para ninguno de los dos. Porque Lucy no esperaba que enterrar el clavo para sacar el otro fuera tan difícil y Sting no está dispuesto a darse una respuesta. Y aunque, por un efímero segundo crean haber vuelto a casa, la verdad es que de alguna manera han vuelto al bosque.
No van a ninguna parte.
IV.
Los pájaros se comen las migajas.
Su relación no va a ninguna parte, y pese a su idea inicial sobre el tema, enterarse del trasfondo de todo aquello no resuelve nada.
—Entonces Natsu-san...
—Me rechazó.
Suena tan simple, de una manera que casi se siente un insulto. Y es que la vida parece gozar con apalearla, mostrarle el dulce para después arrebatárselo, quebrando la ilusión.
«Eres mi amiga, Lucy».
Amiga, solo eso, simplemente una amiga. Y duele, maldita sea, duele. Le hace sentir que pierde el rumbo, que nada tiene sentido. Contempla a Sting, que la mira sin atisbo de reacción alguna, y se plantea nuevamente aquello sobre clavos y migajas. Porque desenamorarse y enamorarse nuevamente no es tan sencillo, ni de cerca, aunque sea lo que amerita en ese momento. Ojala, pero no, de seguro Sting Eucliffe no es su tipo porque no logra verlo de esa manera. Solo, de una forma triste e irónica, de la forma en que de seguro Natsu la mira a ella.
—Te digo porque, bueno, preguntaste y —se atraganta, incómoda, la atención de él fija en ella—, y porque eres mi amigo. ¿Verdad?
Es una duda, casi existencial. Un amigo. Se plantea si el tener hermanos debe sentirse de esa manera. Tal vez. Quizás. No lo puede asegurar.
Sting alza la mirada al cielo, azul como sus ojos.
—Por supuesto —dice finalmente, de una manera demasiado escueta para el gusto de Lucy, al menos hasta que continua—. Curioso.
—¿Qué cosa?
El rubio se alza de hombros.
—Nada, que pienses así de mí cuando todos estaban seguros de que intentabas ligarme.
Lucy lo golpea entre risas quedas y una vergüenza que no se le quiere quitar pues aquello algo de cierto tiene. Se pregunta qué debería hacer de ahí en adelante, Sting lo hace a su vez. Después de todo, parecen ser algo pero en realidad no son nada, ni saben dónde están parados. Sting piensa que quizás se pondría así de ser rechazado —y en realidad está ocultando el miedo que le da la idea de serlo— y Lucy medita que tal vez necesita hablar con una amiga —y se dice Yukino cuando en realidad tiene otro nombre en la punta de la lengua—. Pueden volver, perfectamente, a Sabertooth, juntos, mas es inútil. No van ni irán, por lo pronto, a algún lugar. Porque el pequeño sendero que parecían entrever ha sido consumido por el mundo, que mendiga migajas de la felicidad que no parecen querer alcanzar.
No saben cómo, para empezar —O sí, pero las mentiras son tan dulces como el azúcar.
V.
Encuentran la casa de jengibre.
Lucy se la encuentra en medio de su bosque personal, su barullo de emociones contradictorias, porque «yo te quiero, Natsu, y por eso quiero que sigamos siendo amigos a pesar de todo». Y es tan difícil, se siente tan insignificante que la mortifica. Por eso, con Yukino arrastrándola como siempre hace, con Minerva contemplándola cual rey sobre el pedestal, se nota aún más insignificante —más que un simple insecto— y de pronto ya no le molesta. Es extraño. Mucho. Demasiado. Pero supone un pozo de calma que produce, inevitablemente, que Yukino ya no tenga que arrastrarla.
Lo viene sintiendo desde hace tiempo, pero su insana necesidad de centrar la atención en Sting la nublaba un poco, hasta que todo quedó en nada y entonces mira a otra parte, otro lugar del camino. —Hansel se ha quedado sin piedras ni clavos.
Aquel día, por primera vez, se puede decir que tienen una conversación. Sin Yukino de mediador, sin timidez ni terror innecesarios.
—Hola. —Aunque aún le tiembla algo la voz.
No importa, no está del todo mal así, dice Minerva en un determinado momento. Lucy la contempla, sin comprender, y entonces las puertas de chocolate parecen abrirse a través de esos labios en piel de mocca.
—No me creía eso de que me hubieras perdonado.
Le nace el impulso de corregir.
—Nunca pensé en perdonar nada.
—Ya, igual que estos idiotas. No los entiendo, en lo absoluto.
Y puede pensar muchas cosas, entre ellas que está siendo honesta, y ha de significar algo. La gratifica, un poco mucho, es un tanto innecesario el sentimiento pero se olvida de Natsu unos segundos —que en realidad han sido minutos, tal vez horas— y se siente bien. Es todavía más innecesario soltar aquello, no es que espere comprensión, en lo absoluto, nada más es un impulso.
—¿Y a mí qué me dices? No soy consejera matrimonial.
—¡No somos un matrimonio, ni siquiera fuimos novios!
—Pues ya, ponlo en tu lista de fracasos, no veo como puede ser relevante, con tanto chico para perder el tiempo te preocupas por uno menos.
—¿Acaso nunca has deseado un novio?
—Por supuesto que sí. Duro hasta que lo presente a mi padre y la conversación incluyo el tema de por qué no lo había matado aún y si el saco de golpear estaba malo.
—¿De verdad?
—Por supuesto que no. De qué me ves cara.
Es casi hablar con Mirajane solo que sin el tema romántico y con la ironía potenciada a un nivel alarmante.
Pero no le molesta —extraño— hablar con ella, ya no. Es hasta dulce, en un punto, y le parece raro sentirse más mujer en compañía de una chica en lugar de con su compañero de toda la vida. Es que compañera y mujer son temas diferentes, y Minerva ni se da el trabajo de catalogarla como maga, solo como chica. «La verdad no me molesta». Es agradable, por un momento, ser Lucy, solo Lucy, sin marcas ni dragones de por medio.
Es dulce y tentador, como las galletas de jengibre que comía de niña, demasiado apetitosas para esperar y demasiado calientes para sostener.
Como la analogía de la rosa y las espinas, sus dedos acababan quemados y la galleta olvidada en el piso.
Casi debería haberse extraño de no preguntar quién sostiene qué. Mas no lo hace, solo de despide de Sting al salir, sonriéndole como no lo hacía hace tiempo.
El rubio enarca una ceja, y «no creo que aún trate de cogerme». Se alza de hombros, la rubia es rara y su interés por entenderla es variante pero oscila entre el cero y el infinito negativo. Minerva se aparece entonces por el salón, porque la maga la ha, nuevamente, acaparado. Y le molesta, mucho.
—Qué tal, señorita. —«Tiempo sin verla, demasiado, diría yo, unas varias horas. ¿Es qué esa rubia tarada es mejor conversación que un maestro joven y agradable?».
La señorita, su señorita, voltea a verlo. La verdad no quiere responderse, para qué, oscilar entre el sí y el no es tan dulce como el bocado de media noche, ese que te deja con media boca embarrada de dulce y la otra de culpa. No quiere admitir que es ahí a dónde quiere ir, y lo convierte en la casa de jengibre. Porque la señorita es, a sus ojos, la definición perfecta de mujer y no entiende cómo no tiene ya a toda la población masculina a sus pies —y no es que lo desee, él solito basta.
Medita su insana y masoquista necesidad de mentir, y no lo hace por temor a que en verdad sea la trampa encubierta en azúcar —lo es— sino por cobardía que nace de ese respeto ridículo y «de seguro no soy suficiente». En realidad sí, un poco no, le sobra algo y le falta otro poco, y ojala fuera algo tan tarado como impaciencia y carácter, o narcisismo y amor, pero no.
Simplemente él es la galleta.
VI.
Hallan a la bruja.
Y dicen por ahí que lo dulce puede ser letal, que el jengibre mata. Lucy se deja llevar, porque es lo más fácil, lo más dulce, pero nada termina de acabar. «Oye, Minerva. ¿Aún piensas que soy basura?». «Se supone que ya no conozco esa palabra».
«Oye. ¿Aún soy inútil? Porque, justo ahora, creo que quiero ser útil en tu vida —necesaria». Pero eso no lo dice, nunca, jamás de los jamases.
—¿Necesita algo, señorita?
¿Es eso lo que se siente tener un hermano? Porque, se supone, aquello incluye celos. Pues entonces ellos sí serían como Hansel y Gretel, y Gretel justo ahora no está del todo feliz con Hansel.
Pero, da igual, Hansel no está feliz con Gretel, porque es una acaparadora de mierda.
—Qué me miras así, tarada.
—Qué me hablas así, tarado.
—Como el gato y el ratón.
—Rogue, joder, largate a hacer algo de provecho.
«Qué me evades así, Lucy».
«Es solo que, todo esto es difícil, quizás es mejor un tiempo». —Es solo que ya no le gusta, pero no cree estar mejor, en lo absoluto. No, lo que ha hecho todo es empeorar, se ha metido en la casa de jengibre y al final nada más se ha topado con la trampa, con la bruja.
Es que querer a alguien que no te quiere es una cosa, y querer a otra chica es una distinta, y meditar sobre cuál es peor le revienta las neuronas y destroza toda salida posible.
No está bien, no es su salvación, es su caída. Y Sting pudo ver lo mismo, en esos celos enfermizos —A una chica. Qué problemas puede dar una chica— que lo hacían un tanto posesivo.
«Es una chica, y tiene razón, tarado».
A Lucy casi le dolía el pensamiento que no oía, y es que ella pensaba lo mismo.
«Soy una chica, y tiene razón, tarada».
Qué podía hacer ella, más que añorar cosas que no pasarían.
«Sabes, Natsu, un clavo saca otro clavo, pero creo que elegí el clavo equivocado». —Y debió elegir a Hansel, mas no fue Hansel el que clavó la madera.
Mal, mal, mal. Todo está mal. Su vida es una espiral de mierda que cae y cae, en lo que Sting trata —en vano— de alzarse.
—Señorita —y es malsana crueldad infantil, de esa que te hace quemar hormigas con la lupa, la que lo incita a hacerlo frente a ella—, yo la quiero.
Mal, mal, mal. Todo está mal.
«Te odio. ¡Tarado!».
Por tener pene y no dos tetas.
Porque la bruja del cuento bien podía ser la casa de jengibre que tanto se disputaban como la disputa misma.
VII.
La bruja encierra a Hansel.
Duele, casi tanto como lo de Natsu. Más, de seguro.
Juguetea con el polvo del piso, lo mueve con el pie, en tanto busca calmar las emociones que le queman el pecho. Sentada en la banca, quiere creerse igual de perdida que antes, pero sabe que no es así. No está perdida en sí misma, simplemente se ha perdido sin salvación en algún pozo oscuro y desolador, ese que en algún momento lució como una dulce casa de jengibre y ahora la mira con sus ojos oscuros y penetrantes.
—¿Qué haces?
Alza la mirada, y esta vez no son zafiros que ahora detesta, solo el par de migajas que moriría por tener.
—Nada.
«Nada, absolutamente nada. La vida que no me quiere dar nada, ni siquiera migajas de amor, ni siquiera eso. Yo ya estoy cansada de vagar sin rumbo, con el suelo resquebrajándose a mis pies». Y no se percata que la que se resquebraja es ella, lento y seguro. «Lamento no tener pene».
—¿Nada? No parece exactamente un nada.
Y si supiera que la otra piensa lo mismo tal vez todo fuera diferente.
«Lo sé. Es que se ha quedado con Hansel y yo me he quedado sin nada».
VIII.
La bruja esclaviza a Gretel.
—Aceptalo, rubia, te arrastrarías a sus pies. Ya no es idolatría ridícula, ¿cierto?
—Vete al demonio.
La insana maldad infantil de un Hansel que no se llena, y ella solo puede lamentar aquello, lamentarlo en verdad.
Ya ni está segura de si es por amor, por cariño, por la calma que le produce o por obsesión, pero la necesita. —Mucho, demasiado—. Quizás, de seguro lo más acercado a la realidad es que quiere tener algo, aunque sea una sola vez.
«Vida, vida, deja de apedrearme».
—He pensado que Erza-san no sabe que ahora son amigas —saborea la palabra—, deberías decirle, la haría feliz.
Amigas.
«Hijo. De. Puta».
Porque Hansel se come los dulces y Gretel solo puede arrastrarse por el piso, limpiando el polvo y verlo jactarse. Porque eso no es Hansel y Gretel, y Sting no está atrapado ni será devorado por una bruja malvada, la única devorada será ella, Lucy, por la vida.
Si no es que ya fue, son demasiadas decepciones. —Y más que perder el camino parece perder la cordura, porque cae al suelo y casi está bien con ello.
«Creo que te odio de verdad».
Y ella solo necesitaba amor, solo quería coger la galleta sin quemarse. Tomar la rosa sin que las espinas le laceren los dedos.
XI.
Hansel engaña a la bruja.
—¿Entonces son amigas? —Asiente—. ¿Desde cuándo?
—Unos meses. —Los suficientes, a su parecer, para que la quiera mucho más que como amiga.
Mucho más que como debería, de seguro.
Por eso, por eso es que se sienta a su lado, para hacer patente sus palabras. Todos la miran insistentemente, Natsu incluido —y él ya no le interesa. Pero Sting tiene razón, algo de razón.
—Pues me alegro —dice Erza.
Porque la quiere a ella, Lucy, y a ella, Minerva. Y a Lucy le gustaría que esa unión de sus nombres en una misma frase incluyera otros significados, pero no lo hace, porque ahí está Sting, del otro lado, manos entrelazadas.
«Creo que empiezo a odiarte, creo que ya lo hago. Mucho, demasiado».
Pero al menos aún tiene a sus amigos, Natsu excluido, a él no lo tiene pues ya no son precisamente amigos.
—¿Todo bien?
Y es que las heridas son difíciles de sanar.
—Sí.
Y pudo haberlo hecho, mas ya no, por culpa de él. Y ese él, que la bota a mitad del bosque, que la aplasta contra el suelo polvoriento, ya no es Natsu.
—¿Todo bien, señorita?
—Claro.
«Entonces que sus ojos dejen de ser tan insistentes, por favor, señorita».
—Ahora somos amigas. Las mejores. ¿Verdad?
Los ojos, y los brazos que le rodean el cuerpo y la sonrisa que le dedica y todo. Lucy se nota mareada, pero da lo mismo porque no sirve de nada. —Tiene tetas.
—Entonces —y la voz es aterciopelada, pero firme cual rugido de fiera. Le parece perfecta—, qué tal todo con tu amigo.
—¿Disculpa?
—El tarado de fuego que le saco la madre al tarado de Sting.
—Señorita, no lo diga así.
Lucy parpadea, confusa.
—Bueno... bien. —No puede asegurar si esa es la respuesta que debe dar.
—O sea que sigues sin tener suerte. —O sea que sigues tras él, es lo que esa frase esconde.
Y no, ya no, creyó haberlo dejado claro. A Natsu —«Podemos ser amigos»— y a Sting —«Ya lo supere»—. A Sting.
La bruja no es otra cosa que la disputa que se empeñan en mantener.
«Vil traidor».
Porque, la verdad, lo de los penes y las tetas no le importaba tanto y él lo sabía.
«Traidor, vil traidor».
Porque, la verdad, no hay nada más traicionero que un ser humano que busca la manera de salvarse a sí mismo.
Aun a costa de los demás.
X.
La bruja decide comerse a Hansel.
Pero aún puede ser algo, aferrarse a algo, quizás a la tonta esperanza de no estar del todo perdida. Porque no lo está, ya no está perdida, pero lo ha perdido todo.
—No seas ridícula, Minerva, me gustas tú.
«Nadie quiere a un ganador que gana siempre, Hansel. Y la competencia se come a los pretenciosos tarde o temprano».
XI.
Gretel prepara el horno.
Medita sobre si aquello está bien, sobre si en verdad ha hallado la forma de escapar, el camino de vuelta. Lo duda, la verdad, pero ya no lo importa.
«He decidido que te odio, Sting. ¡Felicidades! Creo que eres la primera persona que lo consigue».
Y justo ahora, podría no tener ganas de perdonar y ser algo rencorosa, justo ahora.
—¿Disculpa?
Justo ahora podría sonreír cual niña inocente. «No sé cómo se enciende el horno».
—No. Nada.
Justo ahora podría ser todo perfecto, con todos reunidos, pero no lo es. Le falta algo. Quizás una pequeña migaja de felicidad, ese trozo de galleta que nunca ha podido probar. «Da igual, hazlo».
Podría hornear galletas en el horno, podría intentarlo una vez más, podría hacer muchas cosas. Pero no hace ninguna, porque no es lo que le corresponde.
Y ahora, ahora debería matar a la bruja, dejar atrás las riñas y continuar su camino. Pero ya no tiene camino, así que todo eso da lo mismo.
Podría ayudar a Mira con la barra y los tragos, buscando patéticamente alejarse de todo eso. Acercándose a pesar de todo, tomando con sus delicadas manos que nunca han cogido nada en realidad los vasos vacíos.
—¿Lo decías en serio?
Ignorar con la dignidad del mendigo aquellas palabras.
—¿Qué cosa? —«Yo no he dicho nada».
Es patética, lo tiene claro.
Erza detiene su constante vaivén de vasos y copas para obligarla a sentarse a su lado, y para su fortuna justo al otro lado de Scarlet está Minerva.
—Venga, Lucy. Vale que son tus invitados, pero no tienes que pasarte el día repartiendo tragos.
«Yo era tu invitada y nunca me serviste para nada, Sting».
—Como digas, Erza.
Y el primer minuto tras aquello es temblor constante, el terror de delatarse. Minerva la contempla, sin atisbo de emoción, y Lucy se pregunta si ya habrá olvidado sus palabras.
El siguiente minuto es sudor en medio de preguntas sobre desde hace cuánto es tan unida a los tigres. Vale, Yukino es una cosa, no todos.
No todos, porque Sting ya no figura en la lista. Ese que hace un gesto de desagrado, dejando a un lado el vaso que le sirvió. Ni para eso puede ser agradecido. No es ni buen anfitrión ni buen invitado.
—Amargo —reclama.
«Los invitados deberían aceptar sin rechistar, Sting».
Son minutos. Cuántos. Cinco, seis, diez. El corazón le palpita como loco al tener la mirada de Minerva clavada en ella. Quizás aún no olvida lo que dijo, tal vez no va a creerse nunca que fue una broma, una mentira.
Se declaró, ya solo queda la espera eterna, de seguro.
¿Quince?
—Estás rara, Lucy.
—No sé a qué te refieres, Natsu.
«Dejame en paz, todo esto es tu culpa. Sí, eso. Que quede claro en el acta que la culpa fue tuya».
—¿Pasa algo malo, Lucy-san?
—Que no, Yukino.
«Ya dejen de mirarme, me hacen sentir descubierta».
Minerva se sienta a su lado —¿a dónde ha ido Erza?— y le pasa un brazo por los hombros.
—¿Lo decías en serio?
El susurro es tenue. Sting las mira con el ceño fruncido. Está molesto.
«Nadie quiere a un ganador que gana siempre, ni yo soy la excepción a esa regla».
¿Veinte?
—¿Pasa algo malo, Sting-sama?
«Oh. Claro que sí. Está tan celoso. Sabes, a mí me paso lo mismo en su momento. ¿A qué sabe, Sting? ¿Fue amargo?».
—Me arde la garganta.
Y lo quema por dentro el saberse derrotado. Maldita rubia. Porque, le guste o no, tarde o temprano perderá.
«Y me aseguraré de que no vuelvas a ganar».
Y no se percata, tan centrado en ellas que se olvido de sí mismo, hasta que es tarde. Le tiembla la mano, le pesa el pecho. Pero las sigue mirando, inquebrantable. Lucy le regresa una sonrisa.
Porque así empieza.
¿Veinticinco?
Es lento, y podría sentirse mal, podría, pero no lo hace. «Lo siento, Sting, pero te odio. Mucho, demasiado».
Es un tumulto, confusión y terror. Minerva se separa de ella, preocupada, pero Lucy no se inmuta. En ningún momento lo hace, no borra la sonrisa. Claro, nadie lo nota, están preocupados en Hansel, que se incinera de una forma u otra, y a Gretel no le importa. Después de todo, ella tomó lo que era blanco y fino mas no azúcar, lo que era amargo y no dulce, y se lo dio al Hansel que no se saciaba. Y ahora nunca más lo hará. No ahora que cae al piso, rodeado por sus amigos y por ella.
Pero Lucy nunca se inmuta, en ningún momento. Al menos hasta que tiene que fingir inocencia.
Y así encuentra su camino, aquel lugar a dónde debe llegar. El felices para siempre, sin terceros de por medio.
Sin nadie más que ella y ella.
Hansel cae al horno.
Gretel al amor.
¿Quién es la bruja del cuento ahora?
Es todo. Espero les haya gustado.
Nos leemos. Bye.
