Gale cambió el peso de una pierna a otra mientras esperaba a que les abriesen la puerta. Por el rabillo del ojo observaba a Katniss. Era algo que hacía con frecuencia, aunque ella no parecía darse cuenta nunca. Llevaba un tiempo teniendo atragantadas algunas palabras que quería decirle, ese día se había levantado decidido a decírselo de una vez por todas. Esperaría a que pasase La Cosecha, hacerlo inmediatamente solo crearía más tensión. Él llevaba bastante mal el tema, pero sabía que para Katniss era duro. Era la primera vez que su hermana Prim entraba en el sorteo, no tenía razones para preocuparse, aun así lo hacía.
La puerta se abrió.
Fue la hija del alcalde, Madge, quién les abrió. Acudían ahí únicamente a venderle unas fresas, ella y su dinero podían permitírselas de sobra. Iba a clase con Katniss, por alguna razón a ella le agradaba. Gale no entendía por qué, no era más que otro perrito faldero del Capitolio, una niñata privilegiada que simplemente había tenido la suerte de nacer en una familia bien colocada. Intentaba parecer normal, como ellos, pero no se acercaba ni de lejos. Estaba cortada por otro patrón, se veía desde lejos. Ya iba vestida para La Cosecha, no como para una penitencia como lo harían ellos, sino como si se preparase para una fiesta. Detestable. Su caro vestido blanco brillaba bajo los rayos del sol, casi mofándose de él. Le hervía la sangre. Ella tan arreglada, con un vestido impoluto y el cabello tan rubio recogido en un estúpido lazo rosa. Mientras ellos sucios, con la ropa desgastada de tanto usarla, algunas ramitas en el pelo y una piel oscurecida por la prolongada exposición al sol. Trabajando. No como Madge.
—Bonito vestido—le dijo Gale sin usar un tono concreto, pero sabía que quedaba implícito su sarcasmo.
Madge lo miró fijamente, como si intentase averiguar algo. Tal vez en otra situación completamente diferente podría haber sido su amigo. Lo cierto era que se trataba de una chica bastante guapa. Incluso podría haberse interesado en ella de otra forma. No. Seguramente no.
Ella apretó los labios y sonrió.
—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?
Aquella salida desconcertó a Gale: ¿qué pretendía? ¿Era tan estúpida cómo para hablar en serio o simplemente le vacilaba? En cualquier caso no tenía ningún derecho a hacerlo. Ella no.
—Tú no irás al Capitolio —su voz sonó más fría de lo que esperaba. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo Katniss fijaba su atención en otra cosa. Pero estaba tan encendido que no podía quitar la vista de la dichosa hija del alcalde—. ¿Cuántas papeletas puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis con sólo doce años.
—No es culpa suya—la intervención de Katniss le pilló por sorpresa.
Supo disimularlo perfectamente.
—No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son—apostilló.
Durante unos segundos que parecieron eternos, se hizo un silencio tirante.
—Buena suerte, Katniss—rompió Madge el silencio con rostro inexpresivo, le puso el dinero en la mano a Katniss y no dijo nada más.
—Lo mismo digo—respondió su amiga.
La hija del alcalde les cerró la puerta en la cara. Se marcaron en silencio hacia la Veta. Gale sabía que Katniss estaría molesta con la escena, pero en ese momento no le importaba si le había sentado mal. Tenía que entender que no podía ser amiga de aquella chica, que no era como ellos, nunca lo sería. No entendía lo que era ser pobre, lo que era vivir con miedo de La Cosecha. Ni siquiera entendía lo que era pasar hambre. En su vida habría pasado un día sin comer, seguro que hasta tiraba la mitad del plato a la basura. Madge no tenía la culpa en realidad, ella no imponía las normas. Su nombre entraba en el sorteo todos los años hasta los dieciocho al igual que el de él, pero ella no cambiaba más papeletas por conseguir comida. Esa era la gran diferencia. Aquello no era más que otro instrumento para fomentar la miseria de su distrito, una forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la Veta y los que no suelen tener problemas de comida. Así se aseguraban de que no confiasen los unos en los otros.
«Al Capitolio le viene bien que estemos divididos», pensaba. No lo diría en voz alta, porque no era ni el momento ni el lugar. Esas cosas solo las podía explicar en el bosque, cazando con Katniss.
Se dividió con Katniss lo conseguido durante la caza del día. Dos peces, un par de hogazas de pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafina y algo de dinero para cada uno. Gale seguía enfrascado en sus pensamientos, aun atrapado frente a la puerta de la hija del alcalde. Viéndola a ella con aquel vestido blanco, con ese remache dorado en el que no había reparado especialmente. Si tan solo no existiese gente así, el mundo sería muchísimo mejor. Nunca entendería por qué alguien tenía que ser más que otro. Sentía la sangre en su rostro, su piel ardía. Su expresión era todo lo pétrea que podía ser.
—Nos vemos en la plaza—se despidió Katniss.
La voz de Gale sonó sin ninguna clase de humor.
—Ponte algo bonito—en cualquier otro momento habría ido con sarcasmo, pero ese día estaba completamente fuera de combate.
Para colmo se acercaba La Cosecha. Lo que le recordaba que…
Cuarenta y dos papeletas.
Era su último año, pero la suerte no estaba de su parte.
Seguía dándole vueltas al encuentro con Gale y Katniss. No estaba bien. La forma en la que él le había hablado le afectó más de lo que ninguno de ellos creía: ¿que no iría al Capitolio? Puede que no tuviese tantas posibilidades cómo él, pero podía ocurrir.
Era terriblemente consciente del daño que podían hacer los Juegos. De lo mucho que cambiaban a los vencedores, y más aun a las familias de los vencidos. Su visión optimista e idealizada de ir al Capitolio no era más que fachada, tenía que ser así. La gente ya había olvidado lo que ocurrió años atrás, ella no tenía ganas de recordárselo. Prefería fingir que no era más que una chiquilla con expectativas de convertirse algún día en una más del Capitolio. Lloraría todas las noches si eso ocurría, lo sabía.
Por un momento creyó que su imaginación hiperactiva viajaba ya a un hipotético futuro, pero no era ella quién lloraba. Caminó en silencio por el pasillo hasta la puerta entreabierta que daba al dormitorio de sus padres. Entró con sumo cuidado. En el filo de la cama, echa un ovillo y dándole la espalda, estaba su madre. Se le encogía el corazón al verla así: ¿qué podía hacer? Tan solo aliviar su dolor con un poco de morfilina. Así lo hizo. De todas formas, era solo un tratamiento, algo cuyo efecto no sería perenne y acabaría marchándose, dejando de nuevo ese vacío en el interior de la pobre mujer. Hizo un puño con las manos sobre su regazo, arrugando su maravilloso vestido. No le importaba, como tampoco estar guapa para la maldita Cosecha. Tiró del lazo rosa hasta deshacerse de él, cayó al suelo junto a unos pocos de sus mechones. Limpió sus inminentes lágrimas con el dorso de la mano antes de que estas encontrasen la forma de hacerse paso por su rostro. Se giró para besar la frente de su madre.
Ella se percató, abrió los ojos con dificultad y le concedió una sonrisa triste.
—Maysilee, no llores…
De nuevo el nudo en la garganta: ¿por qué siempre era igual? ¿Por qué su madre no podía mantenerse cuerda lo suficiente como para reconocerla? No podía culparla de tratar de vivir en una fantasía feliz, pero le dolía profundamente que no fuese capaz de llamarla por su nombre. De saber quién era realmente.
En lugar de mostrar su rabia interna, lo que hizo fue dedicarle una sonrisa amable mientras acunaba entre sus manos la de su madre, apoyada sin fuerza sobre la mejilla de Madge. Decidió tumbarse a su lado, sin decir nada, solo observando como la mujer se volvía a dormir. Así se quedó un rato hasta que apareció por la puerta su padre, para avisarle de que debían de marchar ya. Se despidió de su madre con un beso dulce en la frente. Antes de abandonar la habitación le pareció escuchar que murmuraba su nombre, pero tal vez solo fue su imaginación. Técnicamente tan solo podían quedarse en casa los moribundos, pero en el caso de su madre habían hecho una excepción. Quizás porque la consideraban más muerta que viva o quizás por ser la mujer del alcalde, aunque era más probable lo primero.
De camino a la plaza donde tenía lugar La Cosecha, Madge se percató de que no había cenado. Tampoco importaba realmente, lo haría al volver a casa. O tal vez se metiese en la cama, obviando todo el día. Como si nunca hubiese existido. Pero hasta entonces ahí estaba, aquel ambiente decadente y alicaído que tan malos recuerdos le traía de una época en la que ni siquiera había nacido aun. Se colocó en su lugar, junto a las chicas de su edad, su padre fue a su respectivo puesto como alcalde en el escenario central. No se molestó en intentar localizar a Katniss, ella estaría con otras chicas de La Veta, sería imposible verla.
Hizo aparición la acompañante del Distrito 12, Effie Trinket. Parecía una mujer realmente agradable, no de una forma falsa como otras mujeres del Capitolio, sino agradable de verdad. Pese a su sonrisa exageradamente artificial, al igual que su abultado cabello rosa. Al menos su traje verde era bonito, no muy ostentoso, para lo que seguía llevar la gente del Capitolio. Hablaba en susurros con su padre, miraban la tercera silla vacía del escenario, la que debía de ocupar el mentor del Distrito 12.
El reloj dio la hora y su padre se acercó al podio a dar el discurso. El mismo discurso siempre que repetía sin sentir realmente nada de lo que decía: ¿cómo iba a sentirlo? Eran palabras impuestas por el Capitolio, palabras que justificaban cómo debían morir niños cada año solo porque en su día los 13 Distritos se rebelaron por una vida mejor y justa. El Distrito 13 dejó de existir, para siempre. A veces creía que fue mejor castigo que el recibido por los restantes: Los Juegos del Hambre.
Casi podía oír revolverse su estómago vacío.
—Es el momento de arrepentirse, y también de dar las gracias—dijo su padre con el mismo tono en el que alguien lee una etiqueta.
Luego leyó la nada extensa lista de ganadores de los Juegos en setenta y cuatro años. Dos. Haymitch Abernathy seguía vivo y era quién debería de ocupar la silla restante. Casi como si lo estuviese preparando, a modo de entrada triunfal, apareció en ese momento. Aunque de forma cuanto menos triunfal. Iba borracho, siempre lo iba.
Madge se abrazó a sí misma, ella sabía cosas, cosas que le gustaría ignorar. No miraba con malos ojos su comportamiento, pero tampoco se veía capaz de compadecerlo. A él no. Durante su abstracción debió de ocurrir algo en el escenario, Effie Trinket se arreglaba el pelo como podía mientras se dirigía al podio. Alegre, llena de vida y energía. Porque para ella aquello era un juego de verdad:
— ¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!—sonrió más, si eso era posible.—Es todo un honor estar aquí hoy, seguro que este año contaremos con auténticos campeones entre nuestros tributos, ¡la gloria será para el Distrito 12!—dio una palmada con las manos.—Ha llegado el momento, ¡las damas primero!
Escuchó a todos contener el aliento al tiempo que Effie metía la mano en la urna, se sorprendió a sí misma perdiendo la capacidad momentáneamente para respirar. No tenía por qué. Por mucha mala suerte que tuviese la probabilidad le acompañaba, tan solo tenía cinco papeletas. Cinco papeletas no eran nada. Hasta Gale Hawthorne se había burlado de ella por eso.
Effie volvió al podio, alisó el papel y dijo con voz cantarina:
—Madge Undersee.
