Los personajes son de Stephenie Meyer, y la historia de una antigua escritora de FanFiction, yo solo reescribo lo que ya estaba.

Prólogo

La luz de un relámpago iluminó la pequeña estancia, y las gotas de lluvia golpeaban el cristal. Pocas veces llovía en Phoenix. Aquella era una de las raras tormentas eléctricas veraniegas que se daban cada 10 años. El trueno que seguía a la luz retumbó en la lejanía.

Bella no podía recordar la última vez que había visto llover de esa manera, pero no le desagradó. En su interior, ella también tenía una tormenta.

Las maletas estaban hechas. Su habitación, prácticamente vacía de cualquier objeto personal. Ella, sentada sobre la cama con la vista en el infinito, cerró los ojos con fuerza para no verla, para no dejar salir las lágrimas que hacía horas que caían libremente por sus mejillas. Las horas entre el día y la noche habían pasado de la misma manera para ella. El cielo, a esas horas de la mañana, seguía siendo tan oscuro como en la madrugada.

Llamaron a la puerta. Sin esperar el permiso de nadie, ésta se abrió. Su madre la miraba derecha y tensa desde el otro lado. Su cara era seria y dura.

– El taxi ha llegado.–dijo.

Bella, al ver la mirada de su madre, quiso volver a llorar. Renée la miraba con dolor, con furia, con rencor. La miraba con asco.

La voz de Bella sonó pastosa, ronca. Llevaba horas sin hablar con nadie, encerrada en una habitación que después de hacer la maleta no parecía la suya.

–Mamá…– aunque no se le escapó ninguna lágrima más, en su voz había el dolor que estaba sufriendo en ese momento.– Mamá, yo…

–¡No quiero volver a oírte más! ¡No quiero volver a verte!– gritó su madre, dejando ir parte de su rabia. Su expresión era próxima a la locura. Bella se encogió con el corazón roto.– He hablado con Charlie. Te recogerá en Seattle.

Bella asintió mirando el suelo. Quería abrazarla, quería gritarle, quería llorar hasta romperse en dos. Quería arrojarse al vacío. Quería desaparecer.

–No pienses que será blando contigo.– la rabia y la locura de Renée emanaban de sus palabras en ese momento.– Se lo he contado todo. Ahora ya sabe que no eres más que una cualquiera.

Bella ni asintió ni dijo nada. Ya se lo esperaba, pero la confirmación de sus temores apagó otra llama en su interior. La de la esperanza.

Sin decir una palabra más, Renée se giró y bajó las escaleras, Bella la siguió lentamente, vigilando para no caer con las maletas. Su casa estaba oscura, las habituales paredes blancas estaban hundidas en la sombra.

Golpeó sin querer con el hombro una foto reciente. En ella su madre y ella sonreían, y la tercera persona que estaba con ellas las rodeaba con sus brazos por la cintura, a las dos. Bella movió la foto, que había quedado torcida, y al tocar el marco con los dedos desnudos sintió asco. Apartó la mano e hizo esfuerzos por superar la náusea.

Acabó de bajar las escaleras y cruzó el vestíbulo rápido, sin mirar a las habitaciones laterales y sintiéndose observada con detenimiento. Las náuseas volvían a ella, junto con la congoja, el miedo y la desesperación. Evitó pensar en nada, puso la mente en blanco y se concentró en salir a la calle húmeda por la lluvia. Al hacerlo, la sensación de ser observada no disminuyó, pero sí el nerviosismo que había sentido al pasar por el vestíbulo.

Su madre la esperaba junto al taxi, con un paraguas en la mano. Bella no sentía casi las gotas que caían por su pelo y su cara libremente. En pocos segundos quedó empapada de arriba abajo, pues la tormenta no había cesado ni un ápice. Rayos, relámpagos y truenos llenaban de color y sonido las áridas tierras de las afueras de Phoenix.

El conductor salió y puso, con práctica, las maletas de Bella en el portaequipajes. Después se sentó sin más preámbulos en el volante.

Renée le abrió la puerta del taxi sin ninguna delicadeza. Bella quería hablar, quería decirle unas palabras antes de irse, pero al ver la expresión de su madre dejó que estas murieran en su garganta, se quemaran en su corazón. La miró rogando con los ojos, pero Rennée apartó la vista, dolida. Bella sintió su pecho temblar.

Lentamente se sentó en la parte trasera del taxi, y una vez estuvo dentro Rennée cerró con fuerza la puerta, haciendo que el golpe resonara en los oídos de Bella.

–Que te diviertas.– dijo Renée con una sonrisa sarcástica. Bella miró una vez más la casa en la que había pasado gran parte de su vida. La sombra de un hombre saludándola en la ventana de la sala de estar, colindante al vestíbulo, la estremeció. La congoja volvió a emerger desde el fondo de su estómago, así como el miedo y el asco. Se negó a volver a mirar hacia allí, ni que fuera para mirar por última vez a su madre.

Retumbó un trueno y el coche arrancó al mismo tiempo. Bella fijó su mirada en el reposacabezas del asiento del copiloto, justo enfrente de su rostro. Su cara estaba ahora carente de emociones. Vacía.

–¿Al aeropuerto, verdad?–preguntó el taxista.

–Sí.– respondió Bella sin un amago de vida en la voz.

–Un viaje, qué bien.– comentó el hombre. Parecía alegre pese a la enorme tormenta sobre su cabeza.– ¿Y dónde vas, si no te molesta mi pregunta?

Bella necesitó pensar un momento para recordar el nombre del dichoso pueblo al que había sido enviada. Giró su cabeza hacia la lluvia, pensando que sin duda allí donde fuera la seguiría como una maldición.

–A Forks. Washington.