Lo que resta de su amor

Rabi contempla la columna gris. Hace veinte años, era blanca y olía a pintura fresca.

Rabi lo sabe porque era justo ahí donde se encontraban, en ese mismo punto, con Linalí, para jugar a las escondidas.

Ahora, cuando vuelve al cuartel para dejar informes y recoger una nueva misión en el área de Investigación, suele sucumbir a la tentación de recostar la espalda en ella, de observarla atentamente y de suspirar, también, muy profundamente. Luego busca en su billetera de cuero en color tierra, hasta encontrar una fotografía vieja y casi deshecha.

Todo ese asunto de ser el puente entre el ayer, el hoy y el mañana termina siendo bastante irónico si uno se pone a pensar en que Rabi se siente una piedra, caída en el río del tiempo: Pesado e inútil. Perdurable, pero sólo eso.

Guarda algunas fotografías que han sobrevivido a la humedad y a la torpeza de los roces. Están amarillas, desgajadas por los años. En su billetera, puede verse de nuevo, cuando joven, con otros ojos que no tienen bolsas negras pendiendo bajo las pestañas rojizas y un olfato más fino, que adoraba el cuello de Lina y las hojas recién impresas en primavera. Esos últimos detalles son de los que nadie más puede deducir sólo con verlos tomados de la mano bajo la columna. Rabi sorprendido por la cercanía de una niña. Asustado, con la boca abierta. Era la primera vez que veía una. Tres dientes caídos saludando en su sonrisa. Centavos bajo su almohada, gracias a los médicos más amables.

El vestido de Lina parece amarillo, blanco-hueso cuando Rabi lo sabe rosado.Ese gesto en el abrazo, enterneciendo la mirada, llenándola de miel y confianza, haciendo que las rodillas de un niño y de un anciano, tiemblen.Los nervios que lo dominarían la adolescencia entera, descubrieron su velo a los nueve años.Ese reloj pequeño, adornándole la muñeca, el que Bookman le diera para evitar que llegara tarde a sus entrenamientos. La horrenda y deshecha muñeca de trapo que Linalí adoraba y acunaba todos los días en su pecho, con ese horrendo cabello de lana mostaza a la altura de su hombro.En su mejilla, tres granos de arroz suspendidos, como trocitos de nieve.
La boina francesa de Linalí , esa con la cual jugaba tanto de pequeñita.

Rabi recuerda tener entre sus más viejos papeles, cartas de la adolescencia y actas de defunción ajenas, sin contar unos cuantos poemas de principiante (esos que nacieron cuando aún creía en el amor y no sólo eso, también pensaba que el mismo estaba a la alcance de su mano, que lo alcanzaría tarde o temprano, si arañaba la nada que le rodeaba el tiempo suficiente), una fotografía de la joven Lee a los diecinueve años de edad, cuando contrajo matrimonio con Allen Walker. Una fotografía donde su actuación es desgarradoramente creíble y por momentos, pareciera, si se estudia su semblante muy superfluamente, que ella realmente quería casarse.

Pero Rabi sabía la verdad, que Lina no se encontraba allí, en esa sobria boda, frente al sacerdote, con los escasos encajes hipócritamente blancos. Recuerda sus palabras, descoloridas:

-Le dije a Allen. Se hará cargo…Él cree que fue porque una vez me besó cerca de la boca.-Comentó mordiéndose el labio, evitando una sonrisa impura, pícara, digna de un diablo antes que del ángel que siempre aparentaba (¿O que era, por escasos momentos?) ser para todos, menos (¿O especialmente?) para Rabi.

El Hombre libro fue siempre su confidente incondicional e incluso, durante ese casamiento que le partiera el alma en pedazos, encontró la forma de perdornarle sus crueles acciones y procederes en pos de una virtud ridícula, en la que ninguno de los dos realmente creía.

Lina creía que él deseaba eso, ser fiel al clan donde nació. Rabi pensó que ella sería más feliz con Allen. Luego, su muerte y la del niño que no alcanzó a dar a luz. Su abuelo no creyó adecuado que acudiera al funeral. Tenía que escribir. Ahora sólo le queda la foto y esa columna gris que parece burlarse.