Inuyasha © Rumiko Takahashi


I

El regocijo de los antepasados

La imagen frente a sus ojos simulaba una frase salida de una fábula y materializada para maravillar. La hierba natural era una suave y ancha manta que se extendía casi perenne hasta el horizonte, ocasionalmente recortada por frondosos y tupidos árboles, todos diferentes, poseedores de una majestuosidad propia de sus posturas. La pradera no podría haber sido más perfecta, no creía que hubiese sido posible algo más sublime que aquello.

—¿Señor?

La voz foránea lo arrebató de sus observaciones y volviéndose, recordó que no estaba solo. Lo miró, esperando que su atención fuese suficiente incentivo para que prosiguiese.

—Esta es la residencia —la vacilación en su tono de voz casi lo divirtió. Su semblante decía que no comprendía cómo una obra arquitectónica tan espectacular no le llamara tanto la atención como debiera. Entonces, por el bien de las formalidades, se permitió asombrarse con lo que había allí arriba, coronando apropiadamente la colina.

Un castillo feudal, fiel al estilo de la época; sobrio pero teatral de alguna manera, aura que le confería su color níveo, dando, además, la sensación de que poseía luz propia. Del período Sengoku, se erigía desde una prominente base de roca, exquisitamente conservado, soberbio e imponente. El castillo era perfecto, tanto como el ambiente a su alrededor. Componían un conjunto muy armónico, oficiando como tónico. La visión era un bálsamo y un indicador del estatus de quien alguna vez fue un poderoso señor feudal.

De su agrado.

—Lo quiero —decretó, deshaciendo al instante el camino que había transitado con el agente de bienes raíces.

—¡Señor! —el hombre se apresuró a alcanzarlo— Hay ciertos requerimientos que debe considerar y...

—Envíame todo por escrito —le interrumpió, a un movimiento de ingresar a su vehículo—. Mañana firmaré todo lo que sea necesario. Gracias.

—A usted, y felicitaciones por la compra.

Tenía la certeza de que le encantaría, hasta tal vez encontrase una belleza distinta en él, una que se le escapaba y escaparía toda la vida; porque ella tenía un tercer ojo peculiar, una percepción casi incompatible con sus rígidas estructuras; pero su inocencia y curiosidad habían sabido encontrar un punto de cohesión con su severidad, su naturaleza colmaba sus atenciones y su existencia, llanamente, completaba la suya.

Había decidido aquel nuevo rumbo por ella, porque la sentía apagarse con cada día que transcurría, porque sus vidas, los corrosivos dinamismos de su estatus la apartaban de él de forma tal que lo hallaba impotente, inane. Se descubría por las noches, en el vano de su puerta, observándola, preguntándose, cuestionándose, en dónde estaba fallando. Entonces se resolvió rápidamente. Su felicidad es su prioridad.

—¡Papá! —apenas ingresaba al departamento y sus pies ya bajaban veloces por las escaleras, aunque atenta a su descenso, ansiosa por llegar a destino.

Su cuerpo embistió sus piernas y las envolvió en un férreo abrazo. Él dejó todas sus cosas en el suelo para poder devolver su gesto. La elevó a la altura de sus ojos y le sonrió, acercándola a su pecho para envolverla.

—¿Te gustó Singapur, papá?

La depositó en el suelo y juntos caminaros hasta la cocina.

—Sí y si lo deseas, la próxima vez puedes acompañarme.

—¡Me encantaría!

Corrió hasta su banco predilecto y lo escaló hasta sentarse. Aquella era la rutina de todas las mañanas, al menos cuando él estaba en casa. La vio entrelazar sus pequeñas manos, su acto reflejo, a la espera del desayuno que siempre le preparaba.

—He comprado algo —anunció.

Abrió los ojos en toda su capacidad, silenciosamente ansiosa. Sospechó que percibió la relevancia de la nueva adquisición.

—¿Lo puedo ver?

—Desde luego.

A la espera de más, secretamente se divirtió con su emoción.

—Desayunamos y vamos a verlo.

Sonrió como toda respuesta, brillando.


—No, no... ¡No! —más rápido de lo que hubiese querido sacó la jarra desbordante de café de su sitio y observó casi atónita cómo empeora las cosas. Y con qué capacidad.

La manija de plástico cedió ante el peso de la jarra de vidrio y el estrépito de su colisión con el granito pareció ampliarse con el gran volumen de líquido que fluyó por toda la superficie hasta el borde, cayendo cual cascada hasta el piso, manchando el amueblado de madera. Dio unos pasos hacia atrás, esperando a que la física hiciera lo suyo, y pensando que no había mejor manera de empezar el día que permitiéndole a un hombre que jamás había preparado café en su vida que lo hiciera.

No habrá una segunda vez.

—¿Por qué tanto escándalo? —su rostro inocente asomó por la puerta y en cuanto sus ojos leyeron su expresión, desapareció.

—Hojo, dijiste que habías entendido el funcionamiento de la cafetera —habló con falso son de paz, todavía de pie mirando el desastre.

No recibió respuesta, lo que sólo rectificó su decreto de nunca más permitirle usar sus electrodomésticos. Dejando el desastre tal cual estaba, se decidió por una taza de té, para sosegar su tempestad interna y huyó de la cocina, sin deseos de verse tentada de limpiar.

—Yo limpio —le escuchó decir, apareciendo finalmente.

Kagome sonrió.

—Por supuesto que lo harás.

—¡Oye! —se quejó, pero yo ella ya estaba en andanzas para partir.

—¡Se me hace tarde!

Y antes de escuchar cualquier réplica, ya se había ido.

Aquel era un día especial, uno que había estado esperando durante mucho tiempo. El caso del castillo del Sengoku era paradigmático, de mito; muchos eran los interesados en convertirse en "los asignados", seguir de cerca la protección de último castillo feudal que quedaba en manos privadas del país. Y ese era su principal atractivo. Desde su construcción, hacía más de quinientos años, siempre había pertenecido a la esfera privada, inclusive cuando otras obras arquitectónicas de ese tenor comenzaron a ser puestas bajo el ala del gobierno. Aquel, el que el mito llamaba el Castillo de Fuego, sostenía su rebeldía.

Y finalmente tenía dueño, después de veinte años. Creía firmemente que no sería decepcionada. Y lo cierto es que aquella mañana ni siquiera sospechaba lo lejos que llegaría esa idea.

|º|º|º|

Un viaje de una hora y se encontró transitando las afueras de la ciudad, serpenteando entre cerros, el verde prístino, la clásica paz. Era aquella una área muy hermosa y jamás se cansaba de recorrerla. La carretera se bifurcó y, tomando la derecha, identificó hacia la izquierda un soberbio cartel de hierro y madera indicando la dirección en la que se encontraba el Castillo de Fuego. No podía controlar la emoción que sentía, la sonrisa ya cruzaba su rostro entero, delatándola. El camino, aunque hermoso, se le antojó eterno, inacabable; hasta que divisó allá en los lejos y sobre una colina, la única en una amplia área llana, el castillo. Majestuoso, le arrebató el aliento. No era la primera vez que lo veía pero cada oportunidad lo parecía.

Qué gran ironía que un ser tan destructivo como el hombre fuese capaz de dar vida a algo tan impresionante e imponente.

Estacionó frente a los grandes portones de hierro y descendió, siendo automáticamente envuelta por el silencio de la naturaleza. Era sobrecogedor, de propiedades curativas, como no estaba acostumbrada. Sonrisa en el rostro, acabó con el espacio que la separaba del portero y llamando, aguardó. Intercambió unas palabras con un hombre y aunque no estaba muy convencido de permitirle ingresar a la propiedad, vi los portones automáticos abrirse y emocionada, comenzó a caminar. El trayecto era largo pero el ambiente oficiaba como combustible, se podía andar todo el día y toda la noche y no sufrir los embates del cansancio.

Esperaba que la persona que viviera allí supiera de la clase de sitio que poseía. Nada lamentaba tanto como la empatía de los propietarios de magníficas obras, cualquiera fuera su índole.

La geometría del jardín de la entrada, su balance y armonía la distrajeron un momento, observando atentamente las expresiones naturales moldeadas por el hombre. Todo era perfecto, de su más absoluto agrado. Cuando levantó la vista de su análisis, una de las anchas puertas de la entrada estaba abierta y un hombre mayor aguardaba de pie, silencioso y severo.

—Buenos días —saludó con una reverencia.

—El señor la espera, pase.

Advirtió que su recibidor no sería propenso a intercambiar más que formalidades por lo que en semejante afonía lo siguió. Se sentía como un niño en una juguetería, arrobada, emocionada casi hasta las lágrimas, honrada por haber sido seleccionada para llevar a cabo ese trabajo.

Un decorativo fusuma se materializó ante ella. El papel mostraba una obra pictórica bellísima, un paisaje de invierno creado con los métodos tradicionales. Pero poco duró su contemplación cuando una voz proveniente del interior le recordó en dónde estaba y cuando se le dio permiso, ingresó. El señor que la había recibido desapareció al correr la puerta y ella allí se quedó, incapaz de poner en palabras lo que la asaltó cuando vio al hombre arrodillado frente a una mesa, leyendo papeles.

Sus emociones se dispararon cuando levantó la vista y la miró.

—Señorita Higurashi —le señaló el sitio frente a él y en silencio se acercó.

No podía dejar de verlo, lo que supuso dejar su profesionalidad en algún sitio lejano. El duelo de miradas se interrumpió cuando él arqueó una ceja, tal vez ofendido por su descarado análisis. Aclaró su garganta para disipar los repentinos nervios que comenzaron a hacerse manifiestos y se permitió una respiración profunda.

—Gracias por recibirme, Señor Taisho.

—No se apresure —abandonó los papeles de hacía un instante y le regaló toda su atención—, aparentemente no tenía otra opción.

Sonrió, sintiendo una familiaridad que la relajó.

—Seré expeditiva, entonces.

—Se lo agradecería.

Alguien se regocijó con ese reencuentro.


Balbuceos de la autora: ¿AU? Podría decirse. ¿Viajes al pasado? Ciertamente. ¿Otra vez SessKag? Obviamente. ¿Falta mucho para la próxima actualización? Vamos a hacer de cuenta que no.