Entre la tormenta, las supersticiones y la angustia, aún relucía la pequeña luz de una esperanza perdida en el océano… en los ojos de la sirena.

Había perdido mucho tiempo decidiendo si se embarcaría con aquel extraño o se quedaría en esa pútrida isla para siempre. Sus prendas interiores habían comenzado a tomar ese olor característico a casucha, prostituta y saliva de marineros enfermos, tenía que hacer algo o el jabón jamás sería suficiente para lavar todas sus prendas. Pasaría de ser un sirviente cualquiera a un marinero de aquellos que se caían de borrachos en el hostal que atendía con el mínimo esmero y desolación inminente. Bueno, a fin de cuentas se escuchaba mejor que seguir limpiando los desastres de aquellos desconocidos, mejor que ver tetas desinfladas todo el día y añorar el oro que se desbordaba en alcohol, tabaco y vicios sin retribución… ah, la aventura.

Tachibana era su apellido, y nadie sabía de su nombre de pila, quizá porque jamás se habían molestado en preguntarle, pero así era más sencillo, de todos modos, el japonés no hablaba mucho y convenía no encariñarse con nadie de los que allí atendían. Su pago por meses de servicio llegaba a ser un puñado de monedas de cobre, inservibles en cualquier parte del mundo, si tenía suerte, algún marinero ahogado en alcohol le proporcionaba una moneda de oro. Y cuando tenía una moneda de oro, corría a pagar la renta del saco de pulgas donde pasaba las pesadas noches. Una pedazo de pan, un trago de azufre… la vida había llegado a ser una carga, pero los ojos verdes de aquel muchacho no parecían apagarse, perdido faro de Alejandría en tierras extranjeras. Todo aquel que le conocía, quedaba extasiado de una curiosa manera, hasta aquel día que un Don Nadie le invitó a unirse a una tripulación de locos que irían en busca de Odiseo.

-¿A Ítaca?- Tachibana había leído aquel libro, una y otra vez, aquel que guardaba celosamente bajo su saco de pulgas y estrechaba contra su pecho en las noches tormentosas- ¿Llegaremos a Ítaca?

-No- el capitán, o creía que sería en capitán, rió sonoramente en medio del ruido de la taberna. Sacó un pequeño pergamino de entre su gabán verde y lo extendió en la pequeña mesa de madera. Un mapa, bien detallado, de la ruta que había seguido Odiseo después de salir de Ítaca…- Odiseo hizo un segundo viaje del que no volvió.

Sus ojos verdes se iluminaron, su corazón palpitaba a mil por hora, su respiración no pensaba en algo más que agua salada y monstruos marinos.

-¿Puede que la leyenda sea cierta?

El capitán guardó el mapa mirando de reojo a todos los que estaban alrededor; borrachos inmundos sin percepción del espacio.

-Existe una leyenda más allá de la segunda salida de Odiseo, y si somos capaces de encontrarlo…

-¿Oro?

-Dioses- murmuró cuidadosamente.

Era un plan que sonaba tan ambicioso como incierto. ¿Y si aquel hombre sólo era un borracho más?

-¿Por qué a mí?- Tachibana siguió trapeando el suelo que jamás estaría limpio, fijando su vista en las maderas hinchadas que pisaban los marinos- ¿Qué tengo yo de especial para que quiera llevarme en una empresa tan delicada?

-Verás- su rostro tomó algo de seriedad. Y para una persona de aquella estatura, con cabellos rubios largos y vello por todo el rostro, era algo que resultaba aterrador.- Un aficionado a las profecías como lo soy yo, busca sólo las personas más capaces- clavó su vista en los ojos del otro para que le mirara atentamente- "Habrá un extranjero de lo más peculiar, sólo en él se fijarán los ojos de la sirena azul"- citó solemnemente- claro que esas no son las palabras exactas, pero era algo así, y claro, estás tú, un chico joven que ha salido de la nada, un niño abandonado que sólo trae consigo un apellido japonés, sin la más mínima traza de "japonés" en su físico.

Por primera vez en todos sus años de vida, Tachibana chasqueó los dientes. Era cierto, había sido un niño abandonado, traficado y vendido al dueño de la taberna por unas cuentas monedas y barriles de vino. Lo único que tenía consigo era su nombre, algo que un japonés le había puesto, pero él... él no sabía de donde venía.

-Muy común, ¿no lo crees? Que se borre la memoria de un niño a los siete años y no le quede nada más que "la inocencia brillando en su más puro color esperanza"- volvió a citar solemnemente.

Tachibana dejó lo que estaba haciendo por unos instantes y se acercó al desconocido.

-No sé cómo ha logrado saber quién soy o cómo llegué aquí pero…

El marinero tragó saliva.

-Para ser un asiático eres demasiado grande.

-No importa… ¿habría, si yo fuera con usted… habría una posibilidad de descubrir algo sobre mí?

-Si mis cálculos son correctos, niño, descubrirás más que tu origen.

Y claro, él sería capaz de acercarse a las divinidades.

Era una decisión fácil, no tenía que pensarlo mucho, era ahora o nunca. ¿Morir en altamar con un chiflado o morir trapeando suciedades humanas? No era tan difícil después de todo. Su pasado desconocido le brindaba un futuro incierto también.

-¿Cuándo nos vamos?

-No creo que tengas mucho equipaje niño- el hombre se puso de pie y puso dos monedas en la mesa- ahora mismo.

Tachibana soltó el trapeador, dispuesto a seguir con fé ciega al hombre que le daba al menos una pequeña esperanza y razón para seguir con vida en aquel mundo.

-Por cierto- se arregló el gabán cuidadosamente como si la presentación importara- ¿Cuál es tu nombre completo?

-Tachibana, Tachibana Makoto.