¡Hola! Este drabble participa en el reto sobre "Elsa", del foro "Mundo Frozen".
Ninguno de los personajes de Frozen me pertenece, todo es propiedad de Disney. Sólo hago uso de ellos para el pequeño caos que adjunto en mis fanfictions.
Como siempre, ¡buena lectura!
Colores
Después del deshielo, la existencia de Elsa fue totalmente distinta. Era mirar la otra cara del espejo roto que habían sido sus años de encierro. Cambiaron muchas cosas, tantas, que era como haberse apropiado de una vida ajena a la de ella. Claro, sabía, que muchas de las transformaciones se debieron principalmente a Anna. Elsa se encontró aprendiendo, como de pequeña, lo que era sentir de nuevo y no estar entumecida dentro, muy dentro.
Su nuevo mundo le gustaba, lo que la hizo rememorar, con más ansias que antes, lo que era toda esa explosión de sentimientos que se instalaban en su pecho con intensidad cada vez que su hermana estaba cerca. Cada vez que Anna la miraba; porque era como tener a una desconocida frente a ella, pero también era como si la pelirroja fuera parte de ella misma. Y todo empezó con pequeños gestos de ambas: un toque, un abrazo, el deslizar de los dedos sobre una palma desnuda, silencios con miradas curiosas que calmaban dolores y hacían sonrisas, juegos de media tarde. Luego estaban los besos… Y Elsa le ponía colores a cada uno. Pensaba que muchos de los besos de su hermana eran efímeros, marrones, como las hojas de un otoño que se repite, porque venían con nostalgias de su niñez enredadas a las orillas, unas más grandes que otras, otras más viejas que las unas. También eran besos azules, lejanos como el cielo y enviados en palomas mensajeras hacia ella, en los viajes inevitables en los que aún querían sentirse cerca.
En otras ocasiones brillaban de amarillo, como los despertares en primavera y en solares de espejos que enviaban miradas con suerte de intensa felicidad. En la menor cantidad de ocasiones eran grises, porque eran besos que se daban con la memoria: heridos, sentidos, perdidos. Y había besos blancos, como la nieve de invierno o las nubes del verano: nobles y sinceros. Los que hacían renacer.
Pero los más extraños fueron los rojos y dorados, los errantes silenciosos de media noche que pasaban desapercibidos en el alba. Besos tibios, anhelantes que dejaban huellas en el hielo de la piel. Besos que calcinaban, se adherían y convertían en fantasmas misteriosos. Besos cifrados, problemáticos, sin nombre. Ocultos. Y Elsa esperaba a veces uno u otro, porque ansiaba los colores, como quien colecciona monedas cuando se es un niño. Descifraba, clasificaba y trataba de entender uno por uno.
Entonces Anna llegó un día y la emoción terrible la hizo vibrar en su sitio. Se inclinó hacia ella, labios con labios, y Elsa supo que en un inicio era un beso sin color, no porque fuera malo, sino porque era extraño. Diferente, un bien diferente. Era un beso que aprende el camino y toma forma, gusto y tonalidades. Eran de esos besos que se inventan, que tienen nombre propio. Que nacen, se transforman y nunca mueren. Besos sinsentido. Y que ni falta les hace.
Besos de colores.
