Era un hermoso día a finales de octubre, de esos días en que incluso el clima te hace recordar...

El sol y el calor te recuerdan que hasta hace poco era verano, pero que el viento te advierte que se acerca el frío invernal.

El silencio permanecía omnipresente. Un silencio confortable interrumpido por el abanico de la habitación, por los pasos de la banqueta o el lejano carro de la calle. El silencio que reinaba cuando los perros duermen, cuando los pájaros emigran o los gatos desaparecen.

El cielo era del mismo azul que a la melancolía, del mismo azul de las promesas incumplidas.

Pero más allá del sol, del calor o el viento; más allá del cielo, del silencio o el ruido; más allá de todo eso, lo que me hizo recordar fue la compañía.

O mejor dicho la ausencia de compañía.

Entonces recordé.

Mi memoria se llenó de su rostro, sus expresiones, sus anécdotas. Como sus ojos brillaban al reír, con una mezcla de travesura y diversión.

Recordé otros tiempos, tal vez no eran más sencillos o mejores, pero en estos momentos así parecía. Recordé cuando me sentaba en su regazo y mis manos exploraban su cara. Nunca supe si eso alguna vez le molesto o no. También cuando jugaba con su cabello corto. Cuando me ponía sus zapatos, demasiado grandes para mis pequeños pies, y pretendía ser mayor. Pretendía estar toda mi vida al lado de la suya.

Recordé cuando crecí, cuando me alejé para estar con otras personas de mi edad. Cuando las visitas a su casa se volvieron escasas, cada vez más lejanas una de la otra, pero que cada vez que llegaba sonreía al verme. Siempre la misma sonrisa alegre.

Siempre me contaba algo nuevo, o a veces era algo que ya me había dicho un millón de veces, pero mi atención era la misma que la primera. Después de todo, me gustaba escuchar su voz cansada. En esos tiempos pensaba que viviríamos por cien años más.

Pero no todos los recuerdos fueron de la infancia. No todos fueron memorias felices por completo.

Recordé cuando sus piernas comenzaron a fallar, y tenía que buscar apoyo en los demás. La frustración que sintió al no poder hacer su trabajo de toda la vida y tenía que ver a alguien más haciéndolo. Se que no se quejó nunca de eso, pero aun así no era necesario.

Recordé la primera vez que necesito un aparato para respirar. Sus pulmones ya no eran los de antes, demasiado cansados después de una vida de trabajo.

Las noches que no podía dormir. Cuando no quería dormir por miedo a lo que pasaría si no lograba despertar a la mañana siguiente. Empezamos a estar a su lado cada noche, tratamos de hacerle ver que no pasaría eso en soledad.

Cuando cada mañana que despertaba era una pequeña victoria contra el tiempo.

Cuando lo más sencillo se volvió casi imposible, cuando ya no era posible comer sus platos favoritos o estar una hora sin compañía.

Entonces los recuerdos empeoraron, se volvieron más las estadías en los hospitales, cada una de ellas más preocupante que la anterior.

No podríamos vivir otros cien años. No podríamos estar juntos para siempre.

Regreso al hospital a finales de febrero. Cada día estuvimos a su lado la familia entera. Los hermanos que no se hablaban de ayudaron el uno al estábamos perdiendo a nuestra cabeza de familia, al corazón que nos juntaba a todos, con el mismo cariño y el mismo regaño.

Una semana y media duro la última hospitalización.

Lloramos, nos abrazamos y recordamos. La familia no volvería a ser la misma, no estaríamos juntos, otra fantasma quedó en la casa.

Su última casa.

Hace más de veinte años se había perdido al padre, ese día 6 se perdió a la madre... a la abuela... la bisabuela... la tatarabuela...

¿Cuánto tiempo seguiremos llorando su ausencia?

Creo que toda la vida... al menos toda mi vida la extrañaré.