Los personajes que aparecen en esta historia pertenecen a Stephanie Meyer.

Prólogo.

Sólo ella, con el primer llanto proferido al aire en una noche sin luna, podría romper el maleficio y devolver la humanidad a los Cullen. Debía ser fruto del amor más puro jamás conocido por aquella familia.

Más había una persona que no dejaría que eso sucediese porque sabía las consecuencias que acarrearían enojar al Diablo.

Capítulo 1. Secretos.

Eran tiempos difíciles, momentos en los que la vida del enemigo valía muy poco, lo importante era sobrevivir y matar.

En aquel último ataque a sus tierras, en el que el señor feudal estaba bien resguardado del peligro, la muerte había tocado incesante a su puerta, llevándose a la mujer que amaba.

Entre los escombros de la casa que tanto trabajo le había costado levantar encontró el cadáver de su querida Elisabeth protegiendo a duras penas a su pequeño hijo.

Se apresuró a liberarle de los brazos inertes de su esposa, el pequeño respiraba con dificultad, apenas tenía unos meses de vida y en sus ojos ya se reflejaba el temor a lo que había vivido.

Le estrechó contra su pecho sin reparar en la sangre que cubría su propia ropa, sintiéndose inútil e irreflexivamente furioso. Rugió a la noche estrellada que parecía burlarse de su dolor.

Miró a su alrededor observando los vestigios de humo que señalaban cada casa destruida, cada familia rota por aquellos asesinos. Les habían apartado del pueblo para despacharse a gusto con lo único que tenían mientras los hombres corrían tras fuegos fatuos.

Percibió como la ira crecía en su alma, tres hombres pasaron junto a él acarreando con esfuerzo cubos de agua para sofocar el último incendio. Todo había quedado irreparable, la oscuridad se cernía sobre aquel lugar fantasmagórico.

Caminó hacia los árboles que un día creyó que les protegerían, se adentró paso a paso sin tropezar en aquel lugar que conocía a la perfección. Las horas pasaron raudas mientras recorría a pie aquel camino que un día le mostró su padre.

"Es una leyenda" repetía su mente pero el guerrero que llevaba en su interior estaba dispuesto a obtener la satisfacción que buscaba.

Cuando el círculo de piedras blancas apareció ante él cualquier duda desapareció, siempre había pensado que existía algo de verdad en las historias que su padre contaba y estaba dispuesto a comprobarlo.

Se posicionó en el centro de aquel sagrado lugar, se agachó y colocó a su hijo a un lado tapándole con su propia capa, agarró el cuchillo que llevaba en el cinturón y posó la hoja en la palma de su mano derecha.

El corte fue limpió y directo, apenas sintió un leve escozor que ignoró concentrado en recordar los pasos que debía hacer.

Apoyó su mano sobre la tierra húmeda sin dudas ni remordimientos. Estaba decidido a todo. El frío aire se instaló en sus huesos, el silencio se convirtió en una grave losa sobre su alma y el rostro de su amada apareció frente a él rogándole que no lo hiciese.

— Yo, Anthony Cullen, te entrego mi alma.

No sucedió nada tras esas primeras palabras pero él estaba convencido de que era cierto. Apretó aún más la mano sobre la arena percibiendo como las partículas se metían en su herida, cerró los ojos con fuerza.

— ¡Yo, Anthony Cullen, me entrego a ti! —gritó con vehemencia—, seré tu más fiel servidor —afirmó en el mismo tono.

— Arriesgas todo tu linaje —murmuró el viento y él se estremeció manteniendo la cabeza agachada hacia el suelo.

— Dame el poder que requiero y tendrás ante ti a tu más leal seguidor.

Mantuvo la postura rogando internamente porque aquel ser accediese a su petición, sacrificaría cualquier cosa en pos de su venganza.

— Todo tiene su contraprestación, mi devoto vasallo —sentenció la voz, sellando el futuro de los Cullen.


Hacia frío en aquel lluvioso mes de enero, habían llegado a aquella aldea huyendo de los leves murmullos de brujería que había surgido después de sanar a un niño con un simple tónico.

Un año antes, Inglaterra había caído bajo las garras de un grupo de puristas decididos a creer el tratado Malleus maleficarum, un libro de lo más siniestro que promovía la caza de brujas. La gente iba intoxicándose con aquellas palabras llenas de maldad y lo que antes había sido buscado para obtener la curación de sus heridas en ese momento era repudiado, se había convertido en un gran estigma para quien era acusado de ello.

Bella suspiró mientras recorría el sendero que conducía a la pequeña casita de madera que había conseguido para ella y su hermana, se recogió el vestido gris y aceleró el paso. Nadie quería escucharla, no había manera de conseguir un mínimo trabajo con el que mantenerse. Había recibido nueve proposiciones matrimoniales en su recorrido por las granjas y al final había desistido de continuar adelante.

Alice, su hermana pequeña, tenía un don especial. Su abuela le había explicado el manejo de las plantas y sabía exactamente que era necesario para curar todo tipo de dolencias. Desde que su padre murió dos años atrás habían subsistido con aquella labor pero después del incidente acontecido habían decidido no volver a ayudar a nadie.

Llevaban un par de meses viviendo en aquel pueblo, era tranquilo y aburrido, nada que ver con lo que estaban acostumbradas pero Bella sabía que no había otro lugar mejor. Estaban en la frontera con Escocia, las altas montañas y la vegetación abundante eran lo único atrayente del lugar.

Se paró frente a la puerta y se asustó al ver que estaba entreabierta.

— Alice —llamó a su hermana mientras empujaba lentamente la puerta para observar la diminuta estancia.

Era un único espacio en el cual se encontraba todo, el fuego presidía el hogar en la pared del fondo, a la derecha habían colocado una sábana que cubría los camastros y en el centro una mesa con un par de sillas de madera.

La buscó con la mirada entrando con rapidez en la cabaña, tenía que estar en casa pensó con temor hasta que al fin la encontró acurrucada en un rincón de aquel lugar.

Se acercó a su hermana y se arrodilló junto a ella, llamándola con cariño, notando como temblaba con fuerza. Alice levantó la cara, sus ojos negros estaban impregnados de lágrimas y arrepentimiento.

— ¿Qué ha pasado? —preguntó Bella sintiendo como su corazón se estrujaba ante la visión de su hermana.

Sólo la había visto de esa manera tras la muerte de su padre, por lo general Alice era una persona alegre que iluminaba con su sonrisa todo a su alrededor.

— No lo sé —murmuró sin contener un sollozo.

— Vamos, cariño, tranquila —Bella intentó abrazarla pero su hermana no la dejó.

— Lo siento —susurró y las alarmas se encendieron en la mente de Bella.

— Dime que no lo has hecho —le rogó conteniéndose para no zarandearla.

Unos días antes, mientras caminaban por el pueblo, habían escuchado la angustiosa historia de una mujer muy preocupada por la salud de su hijo. Alice había querido ayudar pero Bella no pensaba volver a ponerse en riesgo por salvar a nadie.

Le había recordado a su hermana que no debían involucrarse y ante la insistencia de la joven se lo había ordenado para zanjar el tema.

— Era muy pequeño, Bella —dijo entrecortadamente.

— Por Dios, Alice —agregó con un hilo de voz intuyendo lo que había pasado.

— Está muerto, no llegué a tiempo —rodeó a su hermana con los brazos y la atrajo hacia ella para consolarla.

El dolor era inmenso, Alice no se acostumbraba a la peor parte de su don a pesar de que su abuela se lo había explicado numerosas veces, ella quería salvar a sus pacientes siempre pero a veces no era posible.

Sabía que Bella estaba enfadada y tenía razón pero no había podido resistir el impulso de socorrer a aquella criatura.

La puerta de la cabaña se abrió golpeando la pared, en el umbral apareció un joven muchacho de cabello oscuro y mirada perdida, era una de las pocas personas con las que habían tratado hasta el momento.

— Están llegando —chilló aterrado.

— Explícate —pidió Bella levantándose sin querer sopesar la implicación de esas palabras.

— Ayer llegó al pueblo un cazador de brujas —Bella se estremeció, vivían tan apartadas de todo que no se preocupaban por lo que pasaba en el lugar— y esta mañana la han acusado —aseguró apuntando con el dedo a Alice.

— Daniel, eso no puede ser cierto —afirmó la morena mirando a su hermana que se había encogido sobre sí misma aún más.

— Lo es, han cogido antorchas y vienen hacia aquí, hablaban de una prueba o algo así —las miró atemorizado, por primera vez se sentía a gusto con alguien pero estaba a punto de perderlas.

— Alice, ponte en pie ahora —dijo con firmeza mirando a su hermana que no vaciló.

— Bella yo —titubeó sin saber que explicar.

— Te irás con Daniel, coge la bolsa y sal antes de que te vean.

— No te dejaré —contestó obstinadamente la menuda joven.

— Ya no hay tiempo —murmuró el muchacho desde la ventana.

Un grupo de aldeanos capitaneados por el cazador de brujas avanzaban raudos hacia la casa, Bella se acercó a aquel irregular hueco sabiendo que había llegado el momento de enfrentarse a la realidad, ellas no eran normales en muchos aspectos, no eran brujas o al menos la joven no quería pensar que lo eran pero sí tenían ciertas habilidades no muy habituales.

Para sorpresa de Daniel, Bella avanzó hacia la puerta no sin antes pedirle a su hermana que se quedase en el interior, no permitiría que nadie le hiciese daño y si eso pasaba por su propia destrucción estaba dispuesta a hacer el sacrificio.

Desoyó los ruegos de Alice y salió de la casa avanzando con paso firme hacia la turba que se aproximaba. Querían una bruja y la tendrían.

Observó como el hombre vestido de negro y con alzacuellos la miraba de arriba abajo y después se inclinaba hacia una menuda mujer de ojos llorosos. Sin duda la madre del pequeño pensó la joven encogiéndose ligeramente, había esperado que estuviese tan compungida que no hubiese querido acudir a aquel disparate pero estaba en la primera fila.

— Descarada —aseguró el cura de cabello cano con una leve chispa de diversión en los ojos.

— ¿De qué se me acusa? —preguntó con seguridad y los murmullos de los presentes se hicieron más audibles.

— Tú no eres a quien buscamos —el hombre avanzó pero Bella colocó su mano sobre el pecho percibiendo la maldad que había en su alma.

Podía percibir con exactitud lo que corrompía a cada persona con sólo rozarles y aquel hombre disfrutaba con sus crímenes, ni siquiera creía en las brujas sino que tenía un odio atroz hacía las mujeres.

— Soy lo único que va a encontrar, ella ya no está aquí —apartó la mano intentando ignorar el calor que notaba en su palma.

— La otra está en la casa —gritó alguien y la sonrisa maliciosa del hombre se intensificó.

— Eso es mentira —agregó Bella con una pizca de miedo que no le pasó desapercibido a aquel loco.

— Tenemos dos brujas, sujétenla —un par de hombres se adelantaron y asieron por los brazos a Bella sin que esta pudiese hacer nada.

Debería haberse quitado aquel incómodo vestido cuando llegó a casa, normalmente prefería usar unos pantalones sueltos que al andar asemejaban el vuelo de una falda pero aquella mañana había decidido actuar tal y como se esperaba de una dama a fin de inclinar la balanza a su favor para conseguir el trabajo que necesitaba.

Escuchó el grito ahogado de su hermana mientras las arrastraban hacia el centro del pueblo, se mantuvo impasible cuando notó que alguien la manoseaba más de la cuenta, debía ser fuerte por Alice a pesar de que sentía un inmenso desprecio por aquel hombre.

Las colocaron en medio de la plaza y fueron rodeadas por todos los presentes, no había nadie que quisiese perderse aquel momento, era un espectáculo que les escandalizaba y atraía en igual medida.

El cazador sacó el libro de entre sus ropas y empezó a repasar las pruebas por las que podría descubrir la verdad, era un experto y sabía que no podía dejar nada al azar para evitar la rebelión del pueblo.

Vio como los ojos de la más pequeña se llenaban de lágrimas y el placer creció en su interior, era gratificante poner a aquellas perras en su lugar sin que nadie le detuviese, eran hijas del pecado, mujeres que vivían sin la protección de un hombre porque tenían ideas, porque pensaban por si mismas como si eso fuese lo que Dios quería para ellas.

— ¡Mirad su truco! —gritó al aire atrayendo la completa atención de los presentes—, finge llorar pero nada le impidió acabar con la vida del pequeño Tom.

— No —murmuró Alice con dolor y Bella negó con la cabeza, rogándole en silencio que no dijese nada.

— Confiesa, engendro del mal —señaló acusadoramente hacia Alice.

— No hay mayor demonio que vos —aseguró Bella con furia y el hombre se volvió hacia ella.

— Estás perdida —murmuró sólo para ella.

El cura se giró hacia los congregados, regodeándose del miedo que cubría los rostros que le miraba esperando la solución a un problema inexistente. Los tenía a su merced, él controlaba todo.

— No creo que después de lo acontecido queráis más pruebas —afirmó con tono autoritario—, usarán sus trucos con nosotros, tratarán de seducirnos con lindas sonrisas y rostros llorosos, el diablo sabe el aspecto que debe dar para confundir y embotar nuestros sentidos pero el Señor nos dio el arma necesaria para combatirlo.

— Pero —murmuró una de las mujeres que no estaba convencida de la culpabilidad de las jóvenes.

— Cualquiera que se atreva a defenderlas será inspeccionada —agregó arrastrando las palabras.

A pesar de los susurros que nacieron entre la muchedumbre nadie se atrevió a contradecir a aquel hombre que tanto sabía. Miraron la oscura figura que se erguía frente a ellos con severidad, les infundía un miedo atroz y los asentimientos empezaron a surgir hasta que todos rugieron muerte a las brujas que atronó la mañana.

Bella sujetó con fuerza la mano de Alice mientras eran conducidas hacia la pira que esperaba para consumirlas.

— Perdóname —le pidió Alice a su hermana con un hilo de voz.

— Acuérdate —le rogó mientras las separaban—, dignidad ante todo.

Las ataron a un largo poste en medio de la madera que esperaba para ser prendida, espalda contra espalda. Bella cerró los ojos deseando que todo terminase lo más rápido posible.