Siempre te amé

-Papá, papá…

La niña se acercó corriendo a toda prisa, medio tropezándose con la larga falda del vestido hasta alcanzar la butaca donde reposaba su padre. El hombre se alzó, mirándola con los ojos soñolientos y, haciendo un gesto aburrido con la mano, murmuró:

-Ahora no, María.

-Pero papá… papá… -al ver que no recibía respuesta, la chiquilla dejó caer con todas sus fuerzas un piececito sobre el pie desnudo de su padre. -¡Papá!

-¡Aaaay! –gimió éste, agachándose para frotarse el pie. -¿Porqué hiciste eso, María? ¡Más respeto para tu padre, he estado todo el día ocupado!

-Papá, hay un hombre raro que observa la casa. –María señaló la ventana con gesto acusativo.

-Debe ser un vagabundo. No te acerques a la ventana y ya está.

-Pero papá, ése hombre lleva mucho rato ahí, está en un barco…

A la sola mención de la palabra "barco", el hombre palideció y se revolvió nervioso en su asiento.

-¡Maldita sea! ¡Tuvo que elegir precisamente este día para venir a darme jaquecas! ¿Porqué no mejor se va a molestar a alguien más, eh? ¿Porqué a mí, qué hice para merecer esto? –pensó mientras se retorcía con nerviosismo las manos.

-Papá… ¿qué tienes?

-¿Eh? –su padre volvió a la realidad y, sonriendo con la mayor calma posible, respondió: -No pasa nada, bonita. Ahora vete a dormir, ¿sí? Y ya no mires a ése hombre de afuera.

-Pero…

-Haz lo que te digo, María.

-Uuuuh… está bien.

María salió de la sala, pero no volvió a su habitación. La curiosidad la mataba, y quería ver quién era aquél desconocido que merodeaba tan tranquilamente por las playas de su casa. Con mucho cuidado, se descolgó de una ventana abierta con la ayuda de una gruesa enredadera que crecía sobre el muro de la casa, y cuando al fin alcanzó el piso, corrió tanto como se lo permitían sus pequeñas piernas hasta la reja que dividía su casa, perfectamente arreglada y llena de flores en los arbustos, de una playa salvaje que desembocaba en el feroz mar y en un pequeño fuerte de roca que su padre había puesto, según le dijo, para vigilar que no llegara a la costa ninguna persona peligrosa. Él siempre le prohibía cruzar la reja, pero… ella estaba creciendo, y no era ninguna niñita llorona, qué va, era fuerte, valiente igual que su querida madre Azteca, y una cosa tan simple como un hombre en un barco no iba a amilanarla tan fácilmente. Así que con paso firme y sin detenerse, cruzó a través de los barrotes de la reja (éstos estaban muy separados entre sí, y ella era tan pequeña que podía pasar por éstos sin ningún problema) y llegó hasta la suave y pálida arena de la playa, iluminada tenuemente por la luz de la luna llena.

Torpemente, temiendo tropezarse con la larga falda, llegó hasta la orilla, donde las olas reventaban con violencia sobre la costa, y donde el enorme barco se mecía con calma. Desde el enorme adorno tallado de la proa, el hombre que la pequeña había avistado desde su ventana se encontraba espiando, con ayuda de un catalejo, al hombre que seguía repantigado en su butaca dentro de la casa. Una risita malosa salió de sus labios.

-Eso es, España, sigue descansando calmado, porque cuando menos lo esperes y lo imagines, yo caeré sobre ti como una plaga mortal, como un ejército enardecido, como un…

-¡Niltse! –exclamó una vocecita desde abajo. El hombre se confundió.

-¿Qué? ¿Quién? ¿Dónde? –se ajustó el catalejo otra vez contra el ojo izquierdo y miró hacia abajo. Medio oculta por la sombra del barco, una niña pequeña, con un largo y feo vestido azul al estilo español, de cabellos negros y piel morena lo observaba.

-¿Qué, en nombre de todo lo místico, es eso? –dijo el hombre para sí. Se guardó el catalejo y saltó de la proa, corriendo a la orilla de su barco para, luego de descolgarse con una soga, llegar a la orilla de la playa. Ahí pudo apreciar mejor a la niña, y la reconoció al instante. Era imposible no hacerlo, claro, a pesar de sus ropas elegantes y sus cabellos peinados como elegantes bucles, el color de su piel y sus ojos la delataban.

El hombre se acercó, sonriendo. Si aquélla niña era quien él pensaba que era, tenía a la mano justamente lo que quería arrebatarle a España.

-Hola… ¿así que tú eres la Nueva España? –le preguntó, fingiendo amabilidad.

-Sí, señor. Me llamo María. –la niña sonrió con ingenuidad.

-Vaya, vaya… Pues yo, niñita, soy Inglaterra, pero puedes llamarme Arthur. –dijo el hombre. María lo observó largamente, con curiosidad. Su padre solía vestir con cierta elegancia, pero en comparación con aquél desconocido sus ropas eran algo tristonas y simples. Aquél hombre llevaba una larga chaqueta de brillante color rojo, un sombrero negro a juego con sus pantalones y botas, adornado con una pluma blanca muy vistosa. -¿Qué te pasa? ¿Jamás habías visto a alguien como yo?

-No, señor. –la niña negó suavemente con la cabeza.

-¡Ah! Pues mejor para ti. –Arthur se arrodilló para quedar a su altura, con su fingida sonrisa de amabilidad. –Dime, pequeña, ¿es verdad que tú tienes muchas… reliquias valiosas escondidas?

Ella asintió. La sonrisa de Arthur se acrecentó.

-¿Y serías tan amable de decirme dónde las tienes?

-No, señor. Papá Antonio dice que no debo dárselas a nadie. Él cuida de mis tesoros porque yo aún soy pequeña.

-Vaya, vaya… -Arthur se mostró levemente contrariado. La amabilidad no funcionó, era hora de pasar a su segundo mejor juego. -¿Sabes qué soy, niña?

-Hmm… ¿un hombre en un barco?

-¡Ah, qué lista eres! –fingió una risa alegre. –Pero no soy sólo eso, pequeña, soy un pirata. Y los piratas somos hombres malvados y demoníacos, y no nos gusta que nos nieguen las cosas que pedimos, porque quienes lo hacen terminan muy mal. Así que mejor dime dónde están tus tesoros y te dejaré tranquila.

Pero María volvió a negar calmadamente con la cabeza.

-¿Para qué quiere mis tesoros?

-Pues… ¡porque soy un pirata! –exclamó Arthur, haciendo una mueca maliciosa. -¡Yo saqueo y tomo todo lo que encuentro!

-¿Para qué?

-Pues para gastar todo lo que encuentro en cosas que me gustan… ¡Ah, me gustan tantas cosas! Las islas, el ron…

-¿Y porqué?

-Pues eso es lo que los piratas hacemos, niña.

-¿Pero porqué?

-Ah, pues… porque sí.

-No entiendo.

Arthur dio un grito de exasperación. Se puso bruscamente de pie, mirando a la pequeña con enfado.

-Escucha bien, niña, o me dices donde están tus tesoros o yo te… ¡te haré caminar por la plancha!

-¿Qué es una plancha?

-Es una tabla en medio del barco que te hace caer al mar.

-¿Para qué haría eso, señor?

-Para ver cómo te comen los tiburones. –Arthur sonrió con su sonrisa más cruel y temida. Pero la niña apenas parpadeó.

-Aquí no hay tiburones, señor.

-Bueno… te llevaré a donde haya tiburones y haré que camines por la plancha.

-Los tiburones son lindos. –repuso ella calmadamente. Arthur sintió una leve decepción. Si la niña no se asustaba con eso, ¿qué otra cosa serviría para amenazarla?

-Yo… si no me entregas tus tesoros, te… te ataré al ancla, ¡sí! Y te hundirás en el mar.

-¿Para qué?

-Para que te ahogues, claro.

-Pero yo sé nadar, señor.

-Sí, pero no podrás nadar si te amarro al ancla.

-¿Y si me desamarro?

-No… no puedes… -el inglés sintió un leve dolor de cabeza, las insistentes preguntas de la hija de España lo ponían de mal humor. –Te… ¡te sacaré las tripas! ¡Sí!

-¿Para qué?

-Ah, pues… ¡Si no me dices dónde está el tesoro te… te… te colgaré del mástil!

-¿Y porqué?

-¡Porque sí y ya!

-Eso no es divertido, señor.

-¡No se supone que lo sea! –Arthur se llevó ambas manos a la cabeza, gimoteando. ¿Qué acaso ésa niña no asimilaba el peligro en el que estaba, o sólo se divertía haciéndolo rabiar? –Por favor, sólo dime dónde están los tesoros y acabemos con esto.

-No.

-¿Qué no entiendes que te irá muy mal si no me lo dices?

-No le creo, señor.

-Bien, pues haré que me creas… -acto seguido, Arthur tomó a la niña en brazos y la llevó de regreso al barco. Ya estando sobre la cubierta, sujetó a María por los costados y la balanceó sobre las aguas agitadas de la costa. Riendo con maldad, le dijo: -Te dejaré caer, pequeña, si no me dices dónde están tus tesoros. ¡Mira!

La agitó con más fuerza, esperando que el temor a la terrible caída le aflojara la lengua, pero para su desconcierto, María se echó a reír.

-¡Qué divertido! ¡Otra vez! –exclamó.

-Pero… pero… ¡Bah! –Arthur la llevó hasta donde estaba el mástil, apoyándola de espaldas contra éste. –Quédate quieta mientras te amarro, ¿de acuerdo?

-Claro, señor. –murmuró María. Sin ninguna dificultad, Arthur pasó una gruesa soga alrededor del cuerpo de la niña, y luego, plantándose frente a ella con las manos tras la espalda, dijo:

-Bien, María, ahora eres mi prisionera y te ordeno que me digas dónde están tus tesoros. Porque si no… -desenfundó su espada, mostrándola orgullosamente.

-Papá tiene una como ésas. –dijo María tranquilamente.

-¿Sí? Pues no me importa, porque él no podrá salvarte cuando yo…

-Pero la de usted es más bonita.

-…te corte en… ¿Disculpa?

-Dije que su espada es más bonita que la de mi papá.

-Oh… bien… -un ligero sonrojo apareció en las pálidas mejillas de Arthur; nunca nadie le había dedicado un elogio en toda su vida, ni tampoco nadie había actuado con tanta calma ante sus brutales amenazas. María, obedientemente apretujada contra el mástil, le sonreía no sólo con la boca, sino también con los ojos, brillantes gracias al fulgor de la luna que caía sobre su rostro. Era una niña muy bonita, pensó Arthur, y muy valiente, aún más que España, y eso le resultaba tan admirable… Pero no, no debía pensar ésas tonterías ahora, debía concentrarse. Sacudió la cabeza y, apuntando otra vez a la niña con su espada, gruñó: -No estoy jugando, jovencita, dime dónde están los tesoros o yo…

-Señor –lo interrumpió María, revolviéndose un poco. –las sogas me incomodan. ¿Puede aflojarlas un poco?

-¿Qué? ¡Claro que no! ¡Te quedarás aquí hasta que me digas dónde están tus tesoros!

-Pero las sogas me aprietan. –gimoteó la niña. –No puedo respirar bien con ellas.

-Pero… -los ojos de María, dulces y suplicantes, buscaron los ojos de Arthur. Por largos segundos, ambos se miraron fijamente, ella con toda ternura, él con desconcierto y desesperación, y al final la batalla fue ganada por la pequeña; Arthur, rendido, se arrodilló y usando su espada cortó las sogas, liberando a su cautiva.

-Gracias, señor. –dijo María, mirándolo. Arthur tenía un gesto de abatimiento total en la cara. -¿Le pasa algo?

El hombre suspiró.

-¿Es que no te asusta nada de esto? –preguntó. –Estás lejos de tu padre, en manos de un hombre cruel y despiadado al que no le importaría acabar contigo, y tú me sonríes con esa sonrisita tonta y dulce como si esto fuera un maldito juego.

-A mí no me asusta. Mamá decía que debía ser valiente y no temerle a nada ni a nadie, y que debía ser fuerte cuando ella… cuando ella no estuviera más.

Arthur miró a la niña con curiosidad. Ahora que lo pensaba bien, él no conocía a la madre de la criatura (la verdad era que la idea del tonto de España casándose con alguna mujer siempre le pareció ridícula), pero si es que los rumores eran ciertos, debió ser una mujer muy bella y valiente… igual que aquélla chiquilla que tenía frente a él.

-¿Y dónde está tu madre ahora?

-Ella… -María se retorció las manos. –No lo sé. Papá llegó un día, y me dijo que me llevaría para educarme, y para ser una buena colonia española. Mamá se despidió de mí, me dio un beso, me dijo que fuera feliz y valiente, y que debía ser muy fuerte porque ya nunca nos veríamos. Y… nunca le volví a ver.

Su carita había perdido todo rastro de felicidad. Ahora estaba sombría, triste, desolada. Arthur parpadeó, desconcertado; no sabía qué hacer, él no tenía idea de qué decirle, pues si sus sospechas eran ciertas, a la madre de la pequeña le había caído un destino muy oscuro. Estaba cavilando eso cuando sintió una presión en el cuello y el pecho. María, fuertemente sujeta a él, lo abrazaba, ocultando su rostro en el pecho del hombre.

-¿Qué…? –Arthur, completamente tenso, tembló. No estaba acostumbrado a recibir muestras de afecto, mucho menos de alguien así.

-Quiero a mi mamá… -murmuró María. –Quiero a mi mamá…

-N… Nueva España… -con dificultad, Arthur rodeó con sus brazos el cuerpo de María, apretándola contra sí. El calor de ella lo envolvía, como una memoria dulce, como una esperanza, y lo hacía sentir menos rabioso y más contento; no es que el pequeño América fuera frío con él, pero… aquélla niña, en ése abrazo tan espontáneo, lo hizo soñar despierto, por un breve instante, con una vida lejos de los saqueos y constantes pleitos con Francia y España; y quiso que aquél abrazo durase toda la noche, hasta que el calor de la pequeña, mezclado con ése fuerte aroma a chocolate y vainilla que poseía su piel lo hiciera olvidarse de tanta furia…

-Con un demonio, soy igual de pervertido que Francia. –pensó de pronto, asqueado consigo mismo. Soltó con brusquedad a María y le dijo: -Bueno, niña, mejor ya vete a tu casa, tengo muchas cosas importantes que hacer así que… fuera, largo.

-Sí… yo debo volver, o papá se podría preocupar. –María se acercó a la orilla del barco, sujetándose con ambas manos a la soga, y antes de descender por ella le dedicó a Arthur una sonrisa y murmuró: -Adiós, señor Arthur, ojalá venga pronto a jugar conmigo otra vez.

-Sí… adiós… María. –susurró él. Volvió con paso lento a la proa, sacó su catalejo y con ayuda de éste siguió el camino de la niña desde la playa hasta el interior de su casa. Exhalando un débil suspiro, se echó sobre la proa, con los brazos cruzados como si fuera un gato acurrucado, y entrecerró los ojos, escuchando el clamor de las olas.

Aclaraciones: Lo siento por el levísimo lolicon, pero no es tan fuerte como suena. A Inglaterra le cuesta trabajo recibir contacto físico con la gente y por eso el atrevimiento de Nueva España de abrazarlo le dio un ataque de, digamos, sensibilidad. Pero no quiere nada con ella… aún.