Nada es mío, sino, Rory estuviese amarrado a mi cama.
— Hola, Amelia.
La chica miró hacia la dirección que venía la voz. Era una mujer, de unos… bueno, en realidad Amelia no era buena para decidir la edad de la gente, lo único que sabía era que la mujer era mayor que ella, pero menos que tía Sharon. La banca en donde estaba sentada (en realidad estaban sentadas, seria) se ubicaba al frente del pequeño parque de Leadworth, el único en el pueblo y en donde los niños venían a jugar; Amelia ya no era una niña, ya tenía catorce años y sabía cuidarse sola, muchas gracias.
— Se supone que no debo hablar con extraños.
— Oh, pero yo no soy una extraña, cielo.
Amelia la miró largamente.
— No, lo siento. No la conozco, señora.
La mujer rió suavemente. Amelia había mentido (una de las cosas que tía Sharon le dijo que no hiciese, aparte de no hablar con extraños), en realidad no la conocía, pero sentía cierto aire a su alrededor de familiaridad que no quiso reconocer de inmediato.
— Hasta de adolescente eres terca, me asombras.
El extraño comentario la sorprendió, pero no se dio a conocer.
— Siempre he sido así, tía Sharon dice que lo heredé de mi madre.
— No lo dudo —silencio—. ¿Qué estás dibujando allí?
La hoja de papel se hallaba sobre su regazo, el lápiz en su mano izquierda y un bosquejo de un vago retrato de hombre. Era su Doctor, por supuesto.
— Es el Doctor —sintió como la mujer se removió solo un poco—. Mi Doctor. Se supone que no debo dibujarlo, o al menos eso es lo que dicen los psiquiatras. Y la tía Sharon. Y Rory.
— ¿Y por qué no? —su tono advertía que ya sabía la respuesta de antemano.
— Porque es imaginario y según ellos ya no estoy en la edad para tenerlo —su tono de voz plano, le sorprendió a la mujer.
— Oh, Amelia, no dejes de creer en él. Nunca. El Doctor siempre regresa, incluso si te dice cinco minutos y regrese años más tarde —la mujer tenía tal mirada en sus ojos que la hizo pensar en un río fluyendo en medio del bosque.
Era difícil no creerle. En serio.
Amy no tuvo tiempo de responderle porque en la muñeca de la mujer un pitido empezó a sonar. La mujer se paró de la banca apresuradamente y la miró intensamente
— Recuerda lo que te dije: no dejes de creer en él. No te des por vencida.
Y Amelia le creyó.
