Disclaimer: 666 Satán le pertenece a Seishi Kishimoto.
Parejas: Ball/Mei.
Extensión: 540 palabras.
Notas: Tal como dije la vez anterior: I don't know. De pronto pensé en esto y lo escribí porque es algo así como OTP y porque puedo (you know). Solo lo pensé, solo lo quise escribir, solo quise hacer algo de ellos.
Advertencias: Post-manga, por tanto tiene sutiles spoilers del final (como está ubicado tras el final y ellos son más adultos me reserve un poco todo su amor-odio asumiendo que con los años se calmaron un poco en ese tema).
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Flor marchita.
—Somos flores —asegura ella, años después, apoyada en el marco de la ventana.
Ball la observa curioso ante esas palabras, deteniendo su mirada en su figura delgada brillando a la luz de la luna. No ha cambiado mucho desde que se conocieron, más allá de que se ha dejado crecer un poco el cabello y tiene la incipiente barriga del embarazo asomando en su vientre. Todo lo demás está prácticamente igual y aún así Ball siente que se enamora cada día más y otro poco al verla apoyada contra la ventana de la casa que comparten (su casa, de ellos dos, solo de ellos), con la luz de la luna brillando en su piel mate.
Mei luce nostálgica, mirando el cielo y quizás hasta extrañando —¿en dónde están ahora, chicos, siguen recordando como nosotros?—. Él se levanta ante eso, más intrigado que preocupado, los años le han permitido conocerla y sabe que esa no es una expresión de dolor. Se detiene a su lado, apoyando los codos en la ventana y mirándola con calma.
—¿Flores? —repite, queriendo dar paso quizás a una conversación de medianoche.
—Sí —confirma ella, manteniendo los tres ojos en el cielo—, porque las flores no crecen en el desierto y allí crecí —explica, pensando por unos momentos en su hermano y en lo que ocurrió después, lo que la unió a Ball.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —replica él, de esa forma desinteresada que a ella tanto le molesta.
Mei baja la mirada hasta él con leve molestia en su expresión, pero logra contenerse y acaba soltando solo un suspiro ahogado. Sus años de noviazgo y posterior matrimonio la han acostumbrado a tolerar su torpeza, su indiferencia.
—En el desierto las flores significan esperanza —afirma, tratando de no volver a perderse en los tiempos de niñez—, porque las flores deberían de marchitarse pero algunas no lo hacen es que significaban esperanza. A veces pienso en todos nosotros como flores por eso, flores que no se marchitaron a pesar de todo —musita, sonriendo con algo de culpa y temiendo levemente antes de continuar, cuidando sus palabras—. Entonces eso éramos: esperanza. Es en lo que pienso al recordarlos, es lo que son para mí —confiesa, fijando su mirada nostálgica en Ball con preocupación.
Porque para ella esos son: un preciado recuerdo, pero para Ball son una herida abierta que nunca habrá de cerrar. Él, sin embargo, ha acabado por volver la mirada a la ciudad sin decir nada, conteniendo una mueca de dolor.
—Aquí tampoco crecían flores —admite tras unos momentos—, a las flores no les gusta el metal. Ninguna flor podría crecer aquí antes, por pequeña que fuera.
—Qué quiere decir eso, ¿que no había esperanza?
—La había, a pesar de todo —dice él, volteando a verla—. Pero no creo haber crecido realmente, ser algo como una flor.
—Ahora puedes.
—Ahora ya tengo una flor —susurra y los pómulos de Mei se encienden como fuegos artificiales—, no necesito otra.
«De hecho, a veces el pasado es un preciado recuerdo por ti» calla y la quiere un poquito más. Es su esperanza, ella y el niño —niños— que carga en el vientre. Son su alegría, su calma. Lo que le da vida a su flor marchita.
Esto es rarisimo pero en serio, necesitaba escribirlo porque era de ellos.
Nos leemos.
